Por Lilian Elphick

Juego de cuatro estaciones he llamado a este juego de cartas. El que lea esto comprenderá que lo escrito puede durar mucho, algo así como siglos. Y yo quiero que ella dure siglos, aunque muera en este instante, aunque yo la mate.

«Cabe el deseo.

El deseo cabe en todas partes y se

manifiesta de las maneras  más

insospechadas, cuando se manifiesta,

 y cuando  no se manifiesta -las más de las veces-

es una pulsión interna, un latido  de  ansiedad incontenible.»

Luisa Valenzuela

 I

No es que ella quiera ser presumida por mirarse en el espejo con una carta en sus manos, sólo es la manera de pensar en el verano y sus damascos reventados en la tierra. No sólo es el calor insoportable de las calles, hombres en impecables pantalones blancos, mujeres vestidas de flores y lunares: revistas viejas para hojear; y la canción de que todo pasa, tarde o temprano el verano es una marea que se retira, dejando sombras y más de algún pedazo de sandía  en una mesa. Por eso ella cree y no le molesta el sudor que se anida en su cuello cuando  se desnuda enterita, dejando la ropa tirada en el suelo, porque ya nada importa ( a ella nada le importa), la pieza oscura y el sol de pelusas que se filtra por un agujero que ella escarbó en la madera. Por los muslos se van enrollando los calzones y ella es experta en sacárselos sin las manos, se mueve y ellos ruedan hacia abajo en animalitos traviesos. No, ella no es presumida porque alguien le escribe. Es un poco más feliz, eso es todo, es la pequeña alegría de ver su nombre escrito en papel por una mano que la quiere (ella lo sabe a pesar del gesto oblicuo que le voltea la cara), por las palabras estampadas en su desnudez, en la carta que ella despliega frente al espejo, en un juego de abanico, ella desnuda con la carta al borde de los pechos, y parece una estatua, rígida, un movimiento de labios, quizás una media luna de sonrisa, porque yo sé que piensa en ése que la desea, el anónimo, el extranjero, el que miente. En ése piensa cuando se mira al espejo y sueña las mil formas que puede tener mi cara, el color de mis ojos, la reciedumbre de mi cuerpo, y me alegra que me invente hermoso, lo sé, lo veo, porque ella cierra los ojos y me abraza, acaricia mi altura, me toma de la mano para correr por un parque de hojas crujientes, por una playa donde galopan caballos blancos, una playa vacía con arena gris, un mar reposado, por ahí correr, pies desnudos, a la orilla de un deseo indeterminado, aunque nada exista, nada.

Detrás de una cortina apenas descorrida quedo yo y nadie más, y adentro de la pieza oscura, una que sueña que la vida es diferente.

  II

Yo podría hablar o murmurar rabias, alegar desamparos, soledades, gritar hastíos, golpear  bien fuerte la mesa y decir: «aquí la que manda soy yo, tú dedícate a pintar paños de cocina», para que la gente no ande diciendo que poco menos te tengo que dar la comida en la boca y limpiar las pozas de tus meados, dedícate a pintar paños de cocina, verás qué fácil es hacer flores amarillas y rojas, y que no te tiemble la mano porque la pintura se corre y ya no queda flor sino mancha, una horrible mancha que no sale, y es un paño que sirve para trapero, o para que ensayes flores y flores y pétalos, o unas uvas bien moradas… Yo podría enseñarte a fingir que eres inteligente, que puedes caminar por la calle con la frente en alto y pronunciar tu nombre sin titubeos, pero pienso que cualquier mañana lo echas todo a perder, cualquier tarde llegas y te levantas la falda para mostrar que tienes medias nuevas y te ríes tanto que todos se ríen contigo, y al final te tengo que ir a buscar porque de al lado me gritan que vaya a buscar a la loquita que zarandea el polvo de las calles, que vaya a buscar a la tonta que anda caliente, que la entre rápido antes de que se ponga a llorar porque le dijeron ya córtala tonta huevona, ándate a tu casa mejor será, chalá. Yo podría…, pero ella es indefensa y tiene muchos miedos, que el papá venga de nuevo, por ejemplo. Ese es su miedo, que el papá venga y le prometa llevársela, sacarla del fango y pasearla por la ciudad como a una señorita, y le prometa y no cumpla, y después trata el papá, trata de arrinconarla por ahí y le corre mano, hasta que se va porque yo lo ordeno, váyase y no vuelva y él me huele que no estoy de bromas y se va riendo, quién eres tú, me increpa, pero él sabe perfectamente quién soy, qué sangre tengo y cuánta lluvia ha caído en estos años, él lo sabe y me desconoce, y a mí me duele porque alguna vez lo llamé papito lindo, alguna vez, en otra época, cuando aún no sabíamos por qué ella, de cuatro años, miraba el techo por horas.

Entonces ahí la tengo, bien protegida. Nuestra pieza  tiene un espejo y un agujero por donde entra el sol de pelusas, ahí la tengo, y a veces puede regar las plantas, esas calas que planté hace años y que ahora se doblegan, esa enredadera mugrienta que cría arañas, que la riegue, esa no sé cómo se llama, esos diegos de la noche que salieron solos, que me ayude en los menesteres del agua, que se moje las pantorrillas y me mire y se ría, ahí la tengo, aquí, protegida por cuatro paredes. Yo lo hago todo porque soy mayor, trabajo, hago la comida, echo al papá cuando hay que hacerlo, yo lo hago todo sin quejarme, ella me pregunta si puede desgranar conmigo y yo le digo ándate a ver revistas, hombres en impecables pantalones blancos, mujeres vestidas de flores y lunares; yo desgrano arvejas, yo pico cebollas, barro y le lavo el pelo allá atrás, a ella la baño y la despiojo, le jabono las axilas, le cambio los calzones y la santiguo porque nunca se sabe, y ella así no tiene de qué preocuparse, no tiene para qué salir afuera a la calle, ni a comprar ni a mostrar las tetas como me imagino que lo haría, que las muestre aquí adentro, frente a su espejo, que juegue, que sueñe todo lo que quiera, que cuente cuántos días quedan para el 21 de marzo, que adivine qué estación viene, donde las hojas de los árboles se caen y aún no hace mucho frío ni mucha lluvia, que adivine cómo se viste el extranjero que la ama, el que vendrá en un caballo, no como padre sino como príncipe, el 21 de septiembre, justo ese día, porque ¿qué estación comienza, cuál es esa estación de flores y brotes verdes, de volantines y de viento, de cordillera nevada y majestuosa?

III

Yo no tengo para qué contarme historias ni mirarme en el espejo. El espejo sólo podría mostrarme la brutalidad de un cuerpo que envejece. Además sé que no es así como ella piensa que es, porque es más simple por ponerlo de un modo amable. Yo voy por la noche y me acuesto en una cama que me tenga un poco de cariño. Eso es todo. Yo voy y conozco a un hombre hilachudo, descosido, de camisa afuera y  pantalón sin basta, uno que jamás usará corbata, salvo para un bautizo o entierro, uno que come y eructa y pide otra caña, uno que sólo sabe decir mijita rica o huachita con la boca abierta y los dientes cariados. Con ése me voy cualquier noche cuando ella duerme y la cabrería grita afuera, y ése me lleva a su piezucha, si es que la tiene, me saca la ropa a tirones y me la raja, y me aprieta los pechos, me los estruja, las piernas me las navega como quiere, y yo cierro los ojos y me gusta, y pienso que ella duerme tranquila, soñando, soñando siempre, que sueñe mientras yo…, que sueñe que es invierno y baldeamos la lluvia del piso, que se suba a una silla con la carta en las manos y se mire al espejo, tiritando, de gallina la piel, de pollo muerto, a  ella nada le importa, que sueñe cuando yo me estremezco y ése me monta y yo lo siento entero adentro mío, que esté tranquila cuando yo grite y ése me babee la espalda, que ella esté tranquila… piolita.

IV

Juego de cuatro estaciones he llamado a este juego de cartas. El que lea esto comprenderá que lo escrito puede durar mucho, algo así como siglos. Y yo quiero que ella dure siglos, aunque muera en este instante, aunque yo la mate. Las otras historias que he leído así lo dicen. La Corín Tellado me ha enseñado mucho. Tanta palabra nueva…tanto silencio.

La mami hace siglos me dijo deberás cuidarla y no supe cómo. Al principio le lanzaba una pelota que ella jamás agarró, también la llevé al circo, a los Juegos Diana, pero nada le importó. Ella tiene unos ojos que nunca miran donde deben mirar y unas manos de ciega que van tocando las cosas sin reconocerlas del todo. Ella tiene la soledad hecha piñén, sus lunares no son marcas de guerra, son hormigueros abandonados; el pelo tan largo de puro insolente, su guatita que ronronea desde que tuvo a la tenia de alojada. Ella, la bella piojosa, la pulguienta encantada.

Como nada le importa, no la dejé salir. De ahora en adelante no saldrás, le dije, el mundo de allá afuera no te interesa, tú quieres estar conmigo y que te cuide, ¿no es cierto?, las dos solas, ¿verdad?, afuera el mundo es muy grande y te perderías. Si un día te fueras de aquí ya no podrías regresar, llorarías por las calles y al final te quedarías dormida en el fondo vacío de una artesa, en un patio ajeno, quizás con qué gente preguntándote cosas, y al despertar verías caras desconocidas, no me encontrarías nunca más. Y ella no respondió nada, se quedó callada por mucho rato, haciéndose la que no entendía. Comimos, y cuando retiraba los platos, ella se acercó por detrás, me tocó el hombro y me dijo despacito: si no me voy a ir a niún lado. Yo la tomé  por la cintura y ella se apoyó en mi pecho, le hice cariño en el pelo, sé que no te vas a ir a ningún lado, mi preciosa, tú no te vas a ir nunca, mi pequeña, las hermanitas no se separan, la hermamá mayor cuida a la niña.  Sí, tú me cuidai a mí, dijo, y me vai a hacer harto car – iño, siguió diciendo.

Cuando quise escribirle tuve que ensayar todas las noches hasta lograr la letra que quería. Eran cartas de alguien que juraba estar enamorado de ella. Después se me ocurrió hablarle de las estaciones del año, y cómo el amor era diferente según el frío o el calor. Le pedí que se mirara al espejo porque ahí me vería. Las cartas se las entregaba yo misma, mira lo que te trajo el cartero, ¿un regalo?, no, una carta, alguien que te escribió una carta, ¿quieres que te la abra?, no, entonces, ábrela tú, y ella se quedaba mirándome, la floja, así se hace, ¿ves? Trataba de leérsela lo mejor posible y ella escuchaba sin interrumpirme, ¿ te la leo de nuevo?, no, decía, la guardamos entonces. La puse en una caja de metal, y ella siguió sin moverse hasta que me preguntó si Tu Ferviente Enamorado vendría a visitarla, yo le respondí que quizás él no se atrevía aún, déjalo que te escriba harto, algún día te vendrá a visitar, ¿algún día cuándo es?, preguntó preocupada, no sé, contesté, sólo él lo sabe. Y me dio tanto miedo.

Sólo yo lo sé, sólo yo puedo darle vida a ese hombre que la ama, darle la muerte o desaparecerlo también, pero la verdad todavía no es parte del juego, a ella la verdad no le gusta, aunque parece no entender nunca nada, yo sé que le gusta lo otro, el sueño, pararse frente al espejo por horas y horas, que le lea.

Las cartas se han ido acumulando por tres años, la caja de metal se hizo chica. Trasladamos las cartas a una caja de cartón, fea y desarmada. Un caja que no tiene un lugar preciso.

Hace dos semanas ella quiso jugar a que él llegaba, entonces yo llegué y la sorprendí cuando se sacaba la ropa para iniciar el juego. Por qué te sacas la ropa le pregunté, porque me gusta, tartamudeó.

La obligué a ponerse una enagua, algo que cubriera mis sustos.

                                                    

V

Es invierno ahora y él no ha podido visitarla de nuevo. Ella me pide que yo venga no más, que le da cosquillas mi bigote de mentira, me he negado y ella insiste, me llora , le dan rabietas. Ya va a llegar de verdad, le miento, él va a venir a verte tan pronto terminen estas lluvias, ¿no ves que está todo inundado allá afuera?, seguramente se le murió el caballo cuando cruzó la cordillera, se le murió congelado y tuvo que enterrarlo, por eso se demora, quizás en primavera…, cuando el hilo curado corta las manos…, cuando los escolares cantan mi banderita mi banderita tricolo-or…, pero ella me quiere a mí, no importa, no importa, alega, tú venme a ver… Hasta que de un bofetón la hago callar, cabra conchetumadre quedate callá nisque me estai volviendo loca ; aprieto los puños y pienso que si le pego todo se va a acabar, cierro los ojos, ya pasaron las ganas. Miro para afuera, dentro de poco, si no para de llover, el barro se nos mete hasta aquí mismo donde estoy parada, y me carga irme donde los vecinos, pasar la noche oyendo los goterones, los ronquidos del viejo, las tablas que crujen, ella que no me quiere soltar la mano, no te vayai, y cuando amanece partir a baldear y remover las costras de barro pegadas a la mesa y a las patas de la cama, quédate ahí, y ella se queda arriba de la silla por horas mirando cómo se pega la humedad en esta piel mía, mirando el humito que sale de mi boca, los mocos colgando, mirando la forradera en papel de diario y cómo se diluye la tinta negra y se revuelven las letras, la mazamorra. 

Pero la lluvia amaina le cuento a ella, mira que está lloviendo despacito, mira que ahora llueve como si un cabro chico estuviera llorando, con esas lagrimitas sucias que caen por las mejillas, con esas lágrimas de recién retado, o como cuando los perros gimen y hacen caracol, así llueve. El agüita cae lenta y los que tienen canaletas ponen unas cadenas para que el agua corra por allí. Se creen la muerte.

 Mira por la ventana que las pozas se van achicando cada vez más; las viejas del frente comienzan a barrer para que el pastelón de entrada se les seque luego, más allá alguien prende la radio o se oye una tele lejana con los Picapiedras, trato de desviarla, que ni se acuerde, porque hoy día no quiero jugar, hoy no, me duele aquí y yo creo que ya es tiempo de echar toda mi sangre vieja y hedionda para afuera, porque a ella le toca primero y a mí después. Siempre es igual y no tiene por qué cambiar. Primero a ella. Cada mes le tengo que repetir la historia de nuevo: esto se llama menstruación, que palabra complicada ¿no?,  y a todas las mujeres les pasa lo mismo, todos los meses viene un huevo, un huevo viejo que ya no puede estar más adentro tuyo y ese huevo se cae y al caerse se hace una yaya y le sale harta sangre, y ella todos los meses pregunta si no viene la amb – ulancia, se dice ambulancia de corrido, no amb – ulancia, le corrijo. No, porque para eso tú tienes las mimosas en el calzón y ellas reciben la sangre del huevo muerto. Ella primero, yo vengo dos o tres días después. Por suerte nos toca seguido, así aprovecho de lavar todas las mimosas juntas, y hay algunas que las boto porque están percudidas y la mancha ya no sale. A veces las mimosas no se secan y hay que entrarlas y hacer colgadero en la cocina. Yo puse unos cordeles, cord – eles ella dice, de pared a pared, bien estirados… Si yo saliera en el réclame del Omo tendría que decir la verdad: el Omo no saca las sangres repetidas. Si fuéramos una familia numerosa, de esas de ocho chiquillos más una abuela enferma, sería diferente. Se mandan unos dos o tres a una fundación, los mayores se las arreglan como puedan. Nosotras no estamos tan mal.

 

 VI

La mami  cantaba boleros, tú me acostumbraste a todas esas cosas, cuando estaba de buenas. Se sentaba pierna arriba, la falda arremangada, se cortaba las uñas de los pies, las medias lunas caían al suelo, se limaba las uñas, buscaba el esmalte nacarado mientras la voz se le hacía un hilo porque se emocionaba y lloraba a mares, las lágrimas le corrían por la cara, la mami después se ponía de malas y gritaba puta que estoy cabriá, tiraba el esmalte lejos, el piso se ensuciaba. Ella y yo mirábamos asustadas desde la puerta , ella me miraba a mí para que yo le diera la respuesta. Le decía bien bajito al oído, en un susurro temeroso: la mami es presumida. Ella no entendió nunca lo que es ser presumida, sólo vio a la mami golpearse la cabeza en la pared una y otra vez mientras gritaba sutil llegaste a mí como una tentación, hasta caer al suelo con las cejas sangrantes y las manos arañadas. El papá llegaba tarde y la encontraba ahí, hecha un ovillo de dolores, recogida. Yo sé lo que ésta quiere, decía el papá, y ahí mismo la desovillaba, la remendaba, como él sabía hacerlo. Después la arrastraba hasta el camastro y la abofeteaba, la mechoneaba entera, la meneaba como a una muñeca de trapo a la vieja curada, y nosotras oíamos el llantito, podíamos ver el pañuelo con sangre de narices, las piernas moreteadas, la mandíbula descolocada, las tetas carneadas. El llantito de la mami se hacía lejano a medida que nosotras nos quedábamos dormidas, bien acurrucadas las dos, haciendo cucharita, el llanto se hacía lejano porque ella me chupaba el pelo y yo le chupaba los dedos y así cerrábamos los ojos para que la noche pasara luego. Alguna vez yo canté duérmete mi niña, duérmete mi sol, por los capachitos de San Juan de Dios.

La mami se fue. Ni chao nos dijo. El papá nos despertó muy temprano esa mañana. Se fue la vieja bruja, así que ustedes también se van. Yo tenía trece.  Los pacos nos metieron a la cuca. Después nos llevaron al hogar. Después fui mamona. Después nos recogió una tía.

Ella preguntó por la mami por muchos meses, hasta que una tarde le dije: olvídate de la mami.

VII

Esta no es la historia de la mami, este es el juego de cuatro estaciones, es el juego de ella, el de nunca acabar. Los recuerdos son como las costras de barro que quedaron pegadas para siempre en algún rincón de la pieza, aquellas que una descubre después de harto tiempo y que son parte de ese rincón. Así son los recuerdos. Ella casi no tiene recuerdos, vive el día haciendo de cuenta que es el primer día y que no ha habido ningún otro, se olvida del juego y las cartas se confunden con otros papeles sin importancia. Por eso hoy la remezco, le muestro las cartas. ¿Te acuerdas? Vamos, párate arriba de la silla, desnúdate si quieres, yo cierro las ventanas y le pongo tranca a la puerta, así no entran corrientes de aire que te puedan elevar como un pañuelo, vamos, le digo, y te subes arriba de la silla, siempre obediente, comienzas a sacarte el vestido desteñido, tela de cebolla, un botón, después el otro y el otro, te cuesta trabajo, déjame ayudarte. Miro tus hombros blancos. ¿Estoy lind – a?, preguntas. Te abrazo desde mi lugar, mis manos sólo pueden rodear tus piernas y mi cabeza sólo puede hundirse en tu arañita. Lloro sin que te des cuenta, lloro por tu hermosura y tu silencio, por los recuerdos que no tienes; beso tus piernas, están tibias. Afuera los cabros queman neumáticos. Con tu vestido arremolinado a tus pies los oigo gritar. Es verano otra vez y el olor a caucho quemado se filtra por el agujero que escarbaste en la madera. Nos quedamos las dos en silencio, escuchando, la oscuridad nos protege, nadie nos va a venir a golpear la puerta, menos ahora que los cabros ya huyen, gritando, quebrando botellas, y el ulular ya se acerca, y todos por aquí se hacen los locos, no sabemos nada dicen las mujeres, los cabros no eran de aquí, dicen los hombres. Tu Ferviente Enamorado no viene, dices, y te abrazo cada vez más fuerte, feliz de tu nostalgia sorpresiva, tú sí sabes lo que es la nostalgia ahora. No, no, él sí viene, cierra los ojos, él está aquí contigo, acompañándote, mira al espejo y verás que él te acaricia, mira sus manos rosadas de tanto verano, mira su timidez caminando por tus pechos. Soy tú no más, soy tú la que me está agarrando las tetas.

VIII

Ese verano la saqué a tomar sol a diario.

Una tarde, mientras ella hojeaba una revista y reposaba los pies en una palangana con agua, partí una sandía y el jugo inundó la mesa. Me agaché para sorber el jugo que caía en hilachas hasta el suelo. Separé las pepas negras. Me comí el corazón rojo con la mano. Me acordé del cuadrito de la tía: el niñito Jesús y la Virgen que lo tenía en la falda. Cuando levanté la mirada ella estaba arriba de la silla, con el sol de frente. Inmóvil, llena de luz, más viva que nunca. Linda, como si el tiempo se le hubiera detenido. Quise tocarla, pasar mi mano por ella, acariciarla, como se acaricia la cáscara de la lúcuma que nunca saboreamos. Me acerqué. Me preguntó cuál era su nombre. Yo le dije que lo sabía. Me preguntó qué edad tenía. Yo le dije que la sabía. Hizo un gesto para que la dejara sola, un gesto aprendido de la calle, de esas mamás que mandan a sus hijos a entrarse a la casa.

Entré despacio y sin hacer ruido. Me desvestí frente al espejo resquebrajado. Piel de higo seco. Parada arriba de la silla, entendí que ya era hora de comenzar otra carta. Para las dos:

IX

Queridas Ana y Fabiola habitantes de la casucha de madera de la esquina sobrevivientes de varios inviernos  y veranos baldeadoras del agua y del barro catadoras de la ventolera de las doce del día cuando el sol está bien parado y achicharrando cabezas Queridas Ana y Fabiola hermanas de sangre eriaza hermanas siempre hasta que la muerte las separe o que una de las dos se vaya que Fabiola arranque de todo martirismo que Ana se sienta culpable y se tire a la Aguada hermanas del meado tibio Voy a venir se los prometo voy a venir en un auto super modelo el caballo es lento ya no sirve para esta movida la última En un auto vendré sacando forro haciendo cagar la caja de cambios vendré borroneando todos los luches que encuentre a mi paso levantando todo el polvo del callejón donde viven que salgan las viejas y los guatones a mirar cómo llego y las rescato superman que salgan las copuchentas y las hambriadas las chiquillas vírgenes por huevonas las tontitas por calientes que todas salgan porque aquí vengo yo chaqueta de cuero y botas con espuelas tiquitiquití queridas Ana y Fabiola espérense no más en un par de años estoy allá aguáitenme por la ventana hermanitas de la piedad huachas orgullosas lean revistas por mientras como si estuvieran en una peluquería prepárense preciosuras y no se vayan a ir antes ¿a dónde se irían? No esperen la paciencia ya la tienen Ana y Fabiola hermanitas de la mentira en desuso agotadas traspapeladas inquietas de chuchitas añejas de cuerpecitos esqueléticos roticuacas Yo le voy a dar buena casa y comida ¿casa con piscina quieren? La tendrán  ¿Empleada puertas adentro también? Ni un problema Para eso está Tu Ferviente Enamorado con auto último modelo con los bolsillos repletos de billetes para tirar por todos lados un poquito acá y otro más allá

Unila dorila tirila Ay me pasé parece que no era por aquí me perdí hermanitas Ana y Fabiola hijas del estucador de tumbas y de la lava pañales por docenas nacidas sin ceremonia ni registro civil hermanitas Ana y Fabiola otro día vengo tengo tanto que hacer aquí en Santiago de Chile Chile la ciudad de las hermanitas la capital de las desahuciadas la urbe flaca prodigadora de pan duro remojado en el río Mapocho donde van a dar las hermanitas como ustedes para que el agua les lave la porquería y los ojos entumecidos para que el agua sucia del río Mapocho las haga rodar y dar tumbos entremedio de las piedras y de las palas mecánicas para que alguien encuentre un zapato y diga me lo quedo Esperen no más chiquillas acérquense al anafe y canten por mí que cuando yo pueda venir yo vengo Tengo la promesa de venir a sacarlas de la pobreza subirles el pelo a las ilusionadas a las soñadoras como ustedes las que guardan mis dos mil quinientas cartas en un caja de cartón las ilusas las que creen Ana y Fabiola santas de Chile no pierdan la esperanza que Tu Ferviente Enamorado vendrá con más juegos a mostrarles otras estaciones que no conocen ni por foto en mi auto super modelo donde sólo cabe uno  Detrás de mí tendrán que irse corriendo detrás de mí con la lengua afuera como perras recién paridas así no más es la cosa  Chao Pescao

Tu Ferviente Enamorado

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“Juego de cuatro estaciones” pertenece al volumen de cuentos El otro afuera, Santiago:Cuarto Propio, 2002.