Por Iván Quezada

Desde su departamento en La Florida, Renato Alarcón miraba mecerse las copas de los árboles. Calculó unos catorce metros desde su quinto piso hasta el suelo. Abajo había un jardín y la tierra de hojas podía ser un colchón mullido, pero era demasiada altura para sus propósitos. Mejor sería aplicar el método tradicional.

Eran las seis de la mañana en una tórrida primavera. El sol ya lo iluminaba todo, incluso lograba distinguir las cimas de la cordillera de tan nítido que estaba el cielo; todavía faltaban algunas horas para que el esmog borrase los contornos del mundo. Su mujer lo llamó desde la cocina y de mala gana dejó el balcón. Su grito era el toque de diana para beberse el café, ponerse la corbata, despertar a los niños, subirse a su auto, meterse en la fila hacia el centro, llegar a su oficina en el ministerio de Bienes Nacionales, anotar garabatos en un papel y pasar el resto del día fingiendo que trabajaba, al igual que sus compañeros. De pronto habría algunos guiños cómplices entre ellos, una escapada al pasillo a fumarse un cigarro. Se hablaría de política y de fútbol como si fueran lo mismo y alguien contaría un chiste verde.

Pero lo peor no era la rutina, se dijo al abordar el ascensor de su edificio, junto con otros quince tipos que apenas respiraban. Era el funcionario más antiguo de su departamento, aunque apenas llevaba siete años en el servicio. Sabía que un junior y otros obreros sumaban décadas allí, pero ellos no contaban: ganaban tan poco, que nadie quería quitarles sus trabajos. Lo suyo era distinto, creía él con no escaso orgullo. Su puesto tenía un cierto cariz político y la gracia fue sobrevivir al cambio de gobierno. ¡Echaron a todo el mundo, menos a “don Renato”! Sin embargo, lo atormentaba que no fuera por considerarlo imprescindible. La envidia de sus correligionarios de partido no se justificaba. Es más, todo el asunto era una tontería.

El truco lo aprendió de un “alto funcionario” de la época de la dictadura. Él lo contaba como un chiste y no era invención suya, sino de un portero que se jubiló en el ministerio sin haber trabajado más de dos o tres semanas en cuarenta años. Al final lo pillaron, pero su ingenio enterneció a los jefes y se salvó de la indigencia. Creían hacerle un favor al no quitarle el montepío, ignoraban que el muy avispado tenía un negocio de fletes y otro de retail, financiados con las periódicas indemnizaciones que recibía del erario nacional. Pero eso es harina de otro costal. Por ahora basta con decir que Renato Alarcón había perfeccionado el sistema, valiéndose de su innegable perspicacia.

Sus pensamientos quedaron en el limbo cuando escuchó silbar al nuevo jefe. Venía por el pasillo, ufano y divertido, resaltando su jerarquía desde lejos. Hubo un rumor de pasos en las oficinas y cubículos, pero era un nerviosismo más aparente que real: todos los funcionarios sabían que no estaba en juego nada de vida o muerte. Renato ocupaba una pequeña habitación colmada de archivadores. Tomó el más pesado que halló y lo depositó en su escritorio. Tenía la misión de digitalizar todos los datos contenidos en los papeles, y empezó a teclear con dos dedos. Ya llevaba dos años haciendo lo mismo. Le habían dicho que era cuestión de meses, pero siempre aparecían nuevas carpetas, como desde un pozo sin fondo. ¿Quién revisaba después los archivos computacionales? Nadie. Pasaban al olvido con más rapidez que los papeles. “Las labores inútiles son las que dan plata”, se decía irónicamente para sus adentros. Y entonces se asomó por la puerta el jefecillo, con su cara imberbe y su terno color gris perla, de última moda.

    –¿Todo bien? –preguntó.

    –Claro, claro… –con una sonrisa forzada.

No era que le desagradase Undurraga. El año anterior, la prensa opositora hizo una campaña contra el gobierno por su falta de “savia nueva en los cargos claves”. El resultado fue la aparición de Undurraga y otros “profesionales jóvenes” por los corredores de los ministerios, la mayoría de ellos hijos de jerarcas del ejecutivo o de la misma oposición. Había clanes familiares que dominaban la administración pública y atravesaban todos los partidos, incluso se podría decir que eran apolíticos. Con su modesto apellido de Alarcón, sólo podía aspirar a pasar inadvertido y sobrevivir en el borde del poder, sin influir en nada. Pero eso no era culpa de Undurraga. Sospechaba que era íntimo de algunos ejecutivos debutantes en la prensa y por ello su veloz ascenso, aunque no era algo raro realmente. Pasaba todo el tiempo y en verdad los jefazos mayores seguían siendo los mismos.  Iban de un puesto a otro, luego pasaban a la empresa privada y al cabo de un tiempo regresaban al gobierno. Los más activos daban un paseo por el mundo académico y hasta había quienes mantenían una oficina de abogados. Pero eran los menos. El billete largo lo podían conseguir sin tanto esfuerzo.

A Alarcón no le servía de nada tener conciencia de estos asuntos. Todo seguiría igual por los siglos de los siglos, o al menos eso le habían hecho creer. Ofuscado, se puso a leer el diario en internet y luego buscó su horóscopo. Lo que se temía: en las próximas horas sufriría un “grave percance, sin embargo, si logra confiar en su voluntad, todo terminará como usted deseaba”. Antes que comerse las uñas, prefirió ponerse de pie y girar en torno a su escritorio a paso rápido, suplicando que nadie lo viese para que no lo creyeran loco.

Sobrevino la hora de la colación y partió a encontrarse con algún conocido en el comedor del último piso. Esa tarde, por una razón desconocida, el ascensor no llegaba hasta el final y tuvo que subir las escaleras de las últimas dos plantas. Respiraba agitado al ir de peldaño en peldaño, con la vista perdida en las murallas sucias. Una vez en la fila del bufet, se le acercó Antonio Erazo, su único amigo en ese edificio.

    –¿Realmente lo volverás a hacer? –lo miró preocupado, bajando la voz.

    –Por supuesto, siempre me resulta…

    –Estás loco, así solamente das lástima.

    –Vamos, nadie se dará cuenta. Es lo único bueno de que cambien el personal continuamente.

Era un miedoso Erazo, pero por eso mismo le tenía afecto. Sus temores recrudecieron cuando trabajó diez años en una empresa particular, donde los empleados vivían aterrorizados con perder el empleo y los jefes se divertían haciéndolos pelear unos con otros. Escudaban su sadismo en la sacrosanta competencia… Cuando llegaba a este punto en sus explicaciones, Alarcón lo miraba de hito en hito (Erazo para nada era un tipo asombroso: debía de medir un metro sesenta, de cejas tupidas y rostro terso, pese a sus cinco décadas de edad) y le decía: “¿Te das cuenta del privilegio de ser un servidor público? Este trabajo hay que cuidarlo, hermano…”.

Sin embargo, su amigo nunca le daba la razón. Veía a Alarcón como a un prepotente, con sus manazas de camionero y su ancho cuello de toro. Quizás por su personalidad acomplejada, era ciego a la fragilidad interior de su compinche y por ese motivo le había tocado el papel de subalterno, de pareja cómica. Como en ese momento, en la fila, cuando se le cayó el helado de la bandeja y ensució el suelo.

    –Te lo tienes merecido –le dijo Alarcón, riendo–, y ahora córtala de discutirme.

Cuando se acercaba el término de la jornada, Renato se dio cuenta de que por miedo había dilatado el momento de la verdad. Si dejaba pasar una hora más, cerrarían el ministerio y tendría que irse a casa con las manos vacías. Sin embargo, ¡qué bello era ese día de canícula! No daban ganas de la menor contrariedad. Tecleó, alegremente, algunos párrafos en el computador y luego padeció la amargura de su indecisión.

 “Si sólo tuviese una secretaria para desquitarme…”, pensó disimulando el desprecio por sí mismo. Se puso de pie, obstinado en borrar su conciencia. Logró avanzar maquinalmente hasta el final del pasillo y luego bajar dos pisos. En el tercer tramo de escaleras, por fuerza tuvo que despertar al hallarse de frente con Undurraga, quien besaba a la más bella de las recepcionistas. El jefe lo miró lascivamente, como diciéndole: “Te olvidas de lo que viste y saldrás ganando”. Ya no podría arrepentirse: todo favorecía el éxito de su misión, incluso esa estúpida casualidad.

Bajó otro piso y fue hasta el extremo de la baranda, en el rellano. Rápidamente enganchó allí su codo izquierdo y tiró con fuerza hasta oír el crujido. En unos instantes se imaginaría convaleciente en su casa, con una indemnización enjundiosa depositada en su cuenta y disfrutando de una merecida licencia médica, ¡quizás por seis meses o más! Pero en ese momento, ciego de dolor, sólo pudo gritar como un niño.