Bolaño, luces y sombras

Por Fernando Valls

Después de tanta muerte nos llega una excelente noticia: la versión inglesa de la novela 2666 (Farrar, Strauss and Giroux, traducción de Natasha Wimmer), del chileno afincado en España Roberto Bolaño (1953-2003), publicada entre nosotros por Anagrama, en el 2004, acaba de obtener en Estados Unidos el National Book Award, premio de la crítica norteamericana al mejor libro publicado el año anterior.

Para que os hagáis una idea de la importancia del premio, recuerdo que en años anteriores lo habían obtenido narradores tan importantes como E.L. Doctorow, Ian McEwan, W.G. Sebald, Cormac McCarthy, John Updike, Phillip Roth, Toni Morrison, John Cheever, Jonathan Lethem o Junot Díaz. Por lo que respecta a la cultura en castellano, hasta ahora sólo lo tenían en su haber dos escritores, Jorge Luis Borges y Mario Vargas Llosa, aunque en el apartado de crítica.

Quien primero llamó la atención sobre la obra de Bolaño en el difícil mundo norteamericano fue Susan Sontag, con los elogios que le dedicó a Nocturno de Chile (Anagrama, 2000), afirmando -con indudable exageración- que era una novela destinada a tener un lugar permanente en la literatura mundial. Pero si la norteamericana erró en el título, no lo hizo con el autor de Los detectives salvajes. Todo este reconocimiento ha venido precedido de una tonta polémica, al comentar Jonathan Lethem, en una reseña en The New York Times, la supuesta adicción a la heroína del autor, confundiendo ficción y realidad, y estableciendo la identificación entre los avatares de los personajes y los del autor. Ahora los críticos norteamericanos, tan dados a las etiquetas, han alabado el «modernismo visceral» de su obra, marbete que no tardarán en empezar a repetir los críticos españoles e hispanoamericanos, tan dados a copiar sin criterio. En fin.

Éxito póstumo, en efecto. Y la palabra póstumo le sonaba a Bolaño, lo apunta en una de sus últimas entrevistas, «a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto». Su grave enfermedad hepática, descubierta en 1992, lo hacía vivir con la conciencia de que podía morir en cualquier momento, por lo que en sus últimos años de vida aceleró su producción literaria, aunque no tanto como lo han hecho posteriormente sus albaceas y herederos, quienes -por lo visto- no piensan dejar inéditos ni los papeles en los que tomaba notas. Me temo que, con miras a largo plazo, le están haciendo un flaco favor al prestigio del autor, quien con Llamadas telefónicas, Los detectives salvajes y 2666 me parece que tiene asugurada su perduración como escritor durante, al menos, unas cuantas décadas.

En: La nave de los locos, blog de Fernando Valls.