Por José Alcántara Almálzar. Premio Nacional de Literatura de República Dominicana 2009.
Inmovilizada en el desnudo balcón del último piso de aquel condominio residencial, Raquel cerró los ojos en un intento de eternizar la dicha, mientras la voz de Luis Miguel resucitaba un antiguo bolero en el tocadiscos colocado en la sala, y al fondo se oía el tintineo del hielo en los vasos que el recién casado había ido a buscar a la cocina para celebrar el inicio formal de su vida de pareja.
La vida sigue igual
Raquel abrió la puerta del balcón y el aire fresco de la prima noche la hizo flotar por un instante en una nube de felicidad, como si el nuevo apartamento en el que ella y Pablo se habían instalado después de la luna de miel fuera una réplica del paraíso.
Inmovilizada en el desnudo balcón del último piso de aquel condominio residencial, Raquel cerró los ojos en un intento de eternizar la dicha, mientras la voz de Luis Miguel resucitaba un antiguo bolero en el tocadiscos colocado en la sala, y al fondo se oía el tintineo del hielo en los vasos que el recién casado había ido a buscar a la cocina para celebrar el inicio formal de su vida de pareja.
Aún resonaban en los oídos de Raquel las frases con las que Pablo la había cautivado en aquel maravilloso complejo turístico de Bávaro, sobre la arena cálida bajo un almendro en aquella playa espectacular, donde las palabras excitantes y las caricias de su marido preludiaban la gloria.
De repente, los ruidos que provenían de abajo la hicieron volver a la realidad. Parecía un forcejeo que Raquel no alcanzaba a distinguir, porque se lo impedían las trinitarias que adornaban la entrada al edificio. Pablo, ajeno a todo, cantaba en la cocina alguna canción de moda, tratando de impresionar a su mujer con esa voz bien timbrada que lucía cada vez que encontraba la oportunidad. Pero el corazón de Raquel ya había empezado a latir con fuerza, volcado en una carrera desenfrenada. Sintió miedo por los gemidos que ahora percibía claramente y los golpes secos pero audibles que dos individuos propinaban a un tercero. La luz solar había desaparecido y el cielo se había cubierto de sombríos tonos violáceos.
—Pablo, corre, ven acá —aulló Raquel, con una voz ahogada por la angustia.
Pablo apareció en la sala armado de una botella y dos vasos con hielo. Su cara exhibía una mezcla de lujuria y extrañeza, y Raquel le hizo señas para que dejara todo y viniera a ver.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó, tomándola por la cintura.
—Creo que están golpeando a alguien entre las matas del jardín, pero no puedo ver. Debemos llamar a la policía.
Pablo vaciló, sin saber qué responder. Luis Miguel seguía ambientando la noche con voz inconfundible y melodiosa. Olores distantes de fritura, flores, tierra mojada y humo llegaban nítidos hasta el balcón donde se encontraban los esposos.
—Llama a la policía, Pablo —insistió Raquel—. Por favor…
—La policía no hará nada, vidita —argumentó Pablo—. Nadie cree en ella.
Abajo había cesado el ruido y dos sombras escapaban presurosas, dejando un cuerpo tendido entre los arbustos.
—Es mejor que entremos —concluyó Pablo—. Estamos en luna de miel y eso pasa todos los días, cielo. No olvides que la vida continúa.
Raquel lo miró llena de asombro y rencor, como si no reconociera a aquel hombre por el que hubiera dado todo unos minutos antes. De golpe el mundo se le venía encima y ella, sin saber qué hacer ni qué decir, se zafó del abrazo de Pablo y entró al apartamento, cabizbaja, con una sensación de vacío. Pablo la siguió con pasos ligeros, llevando consigo los vasos y la botella. Ya en la habitación, Raquel, sentada en la cama, comenzó a llorar calladamente.
—Amorcito, cálmate —rogó Pablo, tratando de sonreír—. Mañana no te acordarás de eso. Dejemos a otros las preocupaciones. Vamos, dame un besito…
Raquel quiso decir algo, pero tenía un nudo en la garganta y las palabras no fluían. Tampoco quería empañar la noche con reproches ni frases descompuestas. Mientras Pablo la besaba con ardor, ella sintió un malestar indecible y supo que las cosas entre ella y su marido ya no volverían a ser iguales nunca más.
Agonías de la tarde
Llegaron al estadio a esa hora crepuscular incierta en que todos los cuerpos se igualan, devorados por deseos incontenibles, sin tiempo para buscar un motel donde pasar un buen rato. Habían abandonado la oficina no bien terminó la jornada del día y en el ascensor ni siquiera se miraron, intentando despistar a los demás, igual que dos desconocidos que coinciden casualmente. Luego, maletín en mano, cada cual partió en su propio auto. Sin perder un minuto se encaminaron a un parqueo privado, estacionaron deprisa, esquivando vehículos que entraban y salían. Beatriz cerró el suyo con llave y subió al de Roberto, cuyos vidrios entintados les garantizaban un discreto anonimato.
El estadio —ubicado en terrenos del antiguo aeropuerto de la ciudad capital— iba quedándose vacío, en medio de las sombras que adensaban la oscuridad del lugar. El auto recorrió los alrededores durante unos minutos, en busca de un rincón seguro, lejos de la curiosidad pública. Después de varias vueltas, Roberto encontró un espacio adecuado entre unos pinos enormes y apagó el motor, dejando la llave conectada. Beatriz temblaba de excitación, pues era la primera vez que se encontraba sola con Roberto fuera de la oficina. Él comenzó a besarla, mientras le desabrochaba la blusa, le acariciaba los senos hasta hacerla gemir. Se abrazaban con desesperación y torpeza. Roberto se quitó la corbata y, sofocado por una erección salvaje, deslizó su mano izquierda entre los muslos de Beatriz, hasta hundirla en el centro del placer.
Un golpe seco en el cristal cortó de pronto el ritmo fulminante de aquellos cuerpos sudorosos, trenzados en un beso inacabable. Roberto y Beatriz, acezantes y nerviosos, temieron que el vidrio se hiciera trizas por el vapuleo y los fuertes puñetazos que alguien descargaba sobre la carrocería y las ventanas. Habían cometido una grave imprudencia —ambos lo sabían—, pero ya era tarde para lamentarse y sólo podían usar sus mejores habilidades de persuasión para escapar de aquella trampa en el corazón de un parque dedicado al deporte y la recreación.
―¡La policía! ¡Salgan de ahí, coño! −ordenó una voz que les pareció espantosa.
Pasaron unos segundos eternos, pero los insistentes golpes continuaban. Al fin, la puerta delantera izquierda se abrió en cámara lenta y un fornido sujeto encañonó a Roberto con lo que parecía una pistola, agarrándolo por el cuello de la camisa hasta convertirlo en un pelele. Del lado derecho, el otro sujeto sacaba a Beatriz a empujones, sofocando sus gritos con manos ásperas entrenadas en el maltrato. Roberto se puso de rodillas, implorante. El de la pistola le dio un bofetón que lo hizo sangrar. Le quitó el reloj, le arrancó la billetera. Roberto suplicaba que no lo mataran, que les daría todo lo que quisieran. Beatriz, con los ojos enrojecidos, miraba la escena de humillación, pero sin abandonarse del todo al toqueteo del individuo que la había inmovilizado cogiéndola por el pelo.
−¡No me maten, no me maten! −suplicaba Roberto con voz que a Beatriz le pareció irreconocible.
−¡Pendejo! ¡Cabrón! −le gritó, con desprecio, el de la pistola.
En unos arbustos, el otro sujeto derribó a Beatriz de un puñetazo, dejándola medio alelada. Todo ocurría sin interrupciones ni testigos, en un espacio solitario bajo el control absoluto de los agresores. Beatriz sintió que un aguijón indeseable la penetraba, lacerándole las entrañas. El individuo, con expresión lúbrica, la gozó a su antojo, en medio de un estertor asordinado. Después le tocó el turno al que encañonaba a Roberto, que se mantenía con la mirada clavada en el suelo, indefenso y lloroso como un niño, sin mover un dedo para defender a Beatriz. Al concluir, el fornido —con extraña sonrisa de poseso y ademanes lerdos de endrogado— se ajustó malamente los pantalones, dejando a Beatriz tendida, como si estuviera muerta.
Los agresores escaparon en el auto de Roberto, llevándose también la cartera y las prendas de Beatriz. La dejaron semidesnuda entre los arbustos, mientras Roberto, todavía inmóvil, comenzaba a despertar de la pesadilla que acababan de vivir y sólo se le ocurría pedir perdón. Trató de ayudarla a ponerse de pie y ella lo rechazó con mirada de desprecio y enconado silencio, e incorporándose, le dio la espalda y trastabilló hacia la salida del estadio, ahora en completa oscuridad, secándose con las manos la vergüenza que le corría entre las piernas, mientras él seguía rogándole que lo perdonara.
Los estragos del olvido
Al principio creí que la había confundido por su aspecto sin relieve, igual que el de tantas mujeres envejecidas a golpe de desilusiones, pero cuando pedí un Peach Melba, sentado a la barra de la heladería, supe que era ella. El maltrato de la soledad había hecho su labor de zapa en el rostro de mirada anodina y el cuerpecito castigado por las inclemencias del abandono más que por los rigores de la miseria. Como ajena a la presencia de algunos parroquianos que animaban el local, ella seguía impasible, observando las volutas de un cigarrillo que sus labios sostenían con dejadez, hasta que la ceniza empezó a caer sobre el teclado de la caja registradora, obligándola a despertar de su letargo.
De repente se abrió paso en mi recuerdo un lujoso pasado de solemnidades y oropeles perdidos. El eco de su voz melodiosa y bien timbrada volvía a mí con toda su carga de sensualidad sonora, a través de las canciones en inglés antillano que la distinguieron en aquellos programas de la emisora oficial durante su mejor época. Por un instante la admiré otra vez, transformada en cortesana, luciendo peluca rubia que contrastaba con el ébano de su piel y su atuendo operático, en la representación televisada que muchos no podríamos olvidar, sobre todo la quejumbrosa escena final donde lanzaba un grito lastimero, un agudo que desmentía su magra figura de tísica en el lecho de muerte.
Mi helado empezaba a derretirse; de pronto había renunciado a las delicias que me ofrecía. Fui incapaz de desviar la vista de la inolvidable cantante cocola, ahora un triste despojo de sí misma, lenta y rutinaria en su tarea, turbada por zumbidos de licuadoras, rumores de abanicos gigantes que mitigaban el calor y palabras sueltas de quienes llamaban al camarero sin enterarse de su existencia. No podía retirarme antes de constatar, en sus ojos mortecinos, los estragos del olvido. En el fondo me resistía a admitir lo que me laceraba, la dolorosa destrucción de un entrañable mito personal aquella tarde de estío.
–Perdone, usted es… –mi frase inconclusa flotó en el aire.
–Sí, yo misma –dijo ella con dicción cansada y un timbre cavernoso que me estremeció.
En ese momento, el abismo entre pasado y presente agudizó mi compasión. Nada quedaba de aquella muchacha que décadas atrás había venido de San Pedro de Macorís a la capital, con su voz perlada como único equipaje, soñando con un éxito que no tardó en llegar para quedarse por un tiempo. Me imaginé de nuevo ante el televisor, niño cautivo de los prodigios de aquella hermosa voz, cadenciosa y seductora, atraído por sus blues y sus arias, sus pasiones de salón, intrigas y lances amorosos que precedían a la tragedia. Ella me miró sin inmutarse, esbozando una leve sonrisa que delataba la amargura de su corazón.
–Pero, ¿cómo fue posible? –me oí preguntar con énfasis torpe.
Sus ojos habían perdido el fuego de la mocedad y ahora se escondían tras los pliegues de unos párpados hinchados. La boca se desdibujaba en un rictus de conformidad, robándole la gracia que había sido su sello distintivo.
–La vida se encargó de todo; –susurró, agregando una frase misteriosa–: nunca la vida es nuestra, es de los otros.
Me senté de nuevo. En el helado nadaban trozos de melocotón que odié visceralmente. Estuve en la barra un tiempo que se hizo eterno, con ganas de llorar, pero sin que las lágrimas fluyeran, sordo a tantos ruidos extraños. Cuando pagué la cuenta quise desterrar de mis pensamientos a aquella mujer, quien seguía imperturbable en su postura distante.
Al salir me aturdió el trajín vespertino de la antigua calle colonial. Vi gente apresurada, turistas con paquetes, palomas nerviosas que se acurrucaban bajo aleros de la calle El Conde. En el ocaso de esa tarde imborrable, presentí que jamás volvería a pedir un Peach Melba.
***
Biografía del autor
Narrador, sociólogo, ensayista, crítico literario. Nació en Santo Domingo el 2 de mayo de 1946. Ha sido profesor de sociología en las universidades Autónoma de Santo Domingo y Nacional Pedro Henríquez Ureña. Desde 1981 está adscrito al Área de Ciencias Sociales del Instituto Tecnológico de Santo Domingo. Durante el período 1987-1988 fue Fulbright Scholar-in-Residence en Stilman College, Tuscaloosa, Alabama. Es coautor de la enciclopedia Caribbean Writers (1979), de la Editora Three Continents Press, Washington, D. C. En dos ocasiones ha obtenido el premio Anual de Cuento. En 1996 obtuvo el Premio a la Excelencia Periodista Dominicano Arturo J. Pellerano Alfau, en la categoría de Crítica. En 1998 le fue concedido el Caonabo de Oro, en la categoría de escritor.
Obras publicadas
Antología de la literatura dominicana (1972), Viaje al otro mundo (1973), Callejón si salida (1975), Testimonios y profanaciones (1978), Estudios de poesía dominicana (1979), Imágenes de Héctor Incháustegui Cabral (antología, 1980), Hombre y sociedad. Lecturas escogidas (antología, 1983, 1986 y 1991), Las máscaras de la seducción (1983), Narrativa y sociedad en Hispanoamérica (1984), La carne estremecida (1989 y 1991), Los escritores dominicanos y la cultura (1990), El sabor de lo prohibido. Antología personal de cuentos (1993), Dos siglos de literatura dominicana (s. XIX y XX). Poesía y prosa (En colaboración con Manuel Rueda, 1996), Panorama sociocultural de la República Dominicana (1996, edición trilingüe), La aventura interior (1997).
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…