Por María José Viera-Gallo
Al verlo comer con tanto entusiasmo, decidí llevarme los restos de mi camembert a la boca.
Los días siguientes volvimos a almorzar uno frente al otro. Nuestra conversación también fue la misma. Y así sucesivamente durante una semana, hasta que empecé a acostumbrarme a sus “oui oui”.
En esa época todo lo que tenía era una bufanda verde, una dirección en París y un montón de “vales por un almuerzo”.
Todos los días, después de clases, almorzaba en un casino universitario, en pleno barrio latino. El lugar —oscuro y con una desgarbada arquitectura de los 60s— no era la cara más resplandeciente de la ciudad, pero prefería ahorrarme dinero ahí sentada que malgastarlo en esos cafés de los alrededores atestados de turistas con poleras de Nôtre Dame.
Por el equivalente de 1.000 pesos, mis tickets restaurante de 10 francos me daban derecho a un bistec con papas fritas o pollo con couscous, ensalada, camembert, agua mineral y una diminuta botella de vino. Lo único que no podía elegir eran mis vecinos de mesa; un enjambre de pálidos estudiantes taciturnos y vagabundos dementes, murmurando solos.
Había semanas en que mi voz me sonaba extraña al pronunciar alguna palabra. Pero no me quejaba. A mis 25 años, la soledad era una fortaleza tras la cual había construido mi propia versión de París; largas siestas en mi pequeño estudio de la rue Oberkampft, una variada colección de medias, comida hindú en el Passage Brady, cine a toda hora, bares los weekends. Y ese deprimente casino.
A veces tenía que hundir la vista en el pedazo de camembert que nunca terminaba de comer, para no salir corriendo a la calle.
Un día especialmente gris, un chico japonés se sentó a mi mesa. Entre sus cuadernos, llevaba una fotocopia de París era una fiesta. Me gustaba ese libro, especialmente el título, pero, acostumbrada a no hablar con nadie, no se me pasó por la cabeza comentárselo. Fue él quien, dos o tres días después, me sorprendió diciéndome:
—C´est bon.
Levanté la vista de mi camembert.
—¿El queso?
—Oui, oui —sonrió.
Al verlo comer con tanto entusiasmo, decidí llevarme los restos de mi camembert a la boca.
Los días siguientes volvimos a almorzar uno frente al otro. Nuestra conversación también fue la misma. Y así sucesivamente durante una semana, hasta que empecé a acostumbrarme a sus “oui oui”.
—C’est joli —me dijo un día.
—¿Le camembert?
—No, pas le camembert —apuntó la bufanda en mi cuello.
—Ah —reaccioné—. ¿Te gusta?
—Oui, oui.
Chile / De un pueblo llamado la Ligua / Japón / De un pueblo cerca de Kyoto / No, mi bufanda es de la Ligua, yo de Santiago / Oui, oui / Moi, literatura / Moi, cinema / Moi, Nena / Moi, Fumio.
Salimos del casino y bordeamos el Jardín Botánico hacia el Sena. Algunas hojas del otoño se quedaban pegadas bajo la suela húmeda de nuestros zapatos. Esas hojas que los dos arrastrábamos simultáneamente, me hicieron darme cuenta de que Fumio era mi primer amigo en París.
De pronto, mi acompañante imitó con la mano el vuelo de un avión. Yo le hice otro gesto de comer.
—No, pas casino mañana. Japón —dijo simulando un despegue.
Miramos el agua desde el puente. Oscurecía y el cielo se plegaba como un colchón sobre el río. Las luces de la ciudad cobraron un brillo especial, un brillo que sólo pueden ver quienes están a punto de irse.
—C’est joli —dijo.
—Oui, oui —dije, poniéndole mi bufanda en el cuello.
***
María José Viera-Gallo es escritora y periodista chilena. En 2006, Editorial Alfaguara publicó su primera novela Verano Robado. Actualmente reside en Nueva York y continúa con sus labores literarias.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…