Especial para Letras de Chile

Palomas

Al principio eran dos o tres y les dimos unas migajas de pan.  A los pocos días una veintena parloteaba por el patio y otras subían picoteando las escaleras del edificio.  Hace una semana  centenares se asoman por las ventanas y las más cercanas nos miran compasivamente.  Cuando algunas migajas caen hasta el suelo nos empujamos indignamente disputándolas sin ningún decoro.

Alienígena

Por un momento imagine no reconocerme.  Que llegando de Venus surjo ante usted como un maniquí reflejado en la vidriera.  Imagine que a pesar de ello percibió en mí un resto de vaga humanidad.  Suponga un instante que su percepción y el reflejo son un antecedente mutuo y fraterno.  Y por último  -aunque se esfuerce en ignorarme-  imagine por un segundo,  que el maniquí es usted y que yo,  -viniendo de Venus cual ser humano común y corriente-  yo sí lo reconozco.

Visitante

Lo angustia un temor envolvente al quedar solo en el cuarto.  Se engaña inútilmente buscando en las repisas un libro para distraerse.  Sabe que será inevitable apagar la luz cuando el sueño lo venza.   Se despereza con gesto teatral y excusa su falta de cansancio en el espejo.  Da unas vueltas pausadas,  de fingidas apariencias,  alrededor de la pieza.   Al fin,  se recuesta y presiona el interruptor.  Queda de cara a las sombras sintiendo esa presencia invisible flotando en la oscuridad.  Es absurdo,  piensa.  En esta habitación no hay nadie.  Y se cubre la cara con las sábanas.  Pero una especie de jadeo cansado orillando la cama y un rumor sosegado en las paredes,  lo aterra.  Se incorpora sonriendo como si su temor fuera ridículo.  Pretextando una lectura presiona de nuevo el interruptor.  La luz abarca de golpe la habitación.  Piensa que ese acecho endemoniado ha huido para siempre y procura dormir rodeado de esa claridad artificial.

Afuera el perro aulló toda la noche como si algo extraño le impidiera dormir en paz.

Tortura

 Sueña que lo alzan cual guiñapo humano chorreando sangre de narices.  Siente la boca llena de coágulos espesos y dientes aflojados. Sueña que lo cuelgan de los pies y le golpean el cuello y la cabeza. Debajo las hormigas huyen de las gotas de sangre que remueven el polvo.  Sueña quele abren los párpados resecos de lágrimas y queman su visión invertida.

Al despertar transpira helado y manotea en la oscuridad.

Se palpa el cuerpo como si algo le faltara.

-¿Qué te pasa?‑  Pregunta la esposa sacudiéndole los hombros.

‑No es nada. Soñé que me estaban golpeando-. Contesta tembloroso mientras su mujer se mira con horror las manos ensangrentadas.

Colibrí

A Sergio Hernández Carrión.

Escuchó un rápido aleteo y levantó la cabeza hacia la ventanilla. Bajo el cielo, recortado linealmente por los barrotes, un colibrí movía afanoso sus alas sin cambiar de posición.  Como si volviera de un sueño esbozó una sonrisa mientras lo contemplaba.  Por el rabillo del ojose percató de su situación, del lugar que ocupaba dentro de una escena que el ave empezaba a tornar irreal.  Un colibrí se hallaba parado en el cielo y él tenía miedo de romper con algún movimiento el equilibrio de su vuelo.  Sin necesidad de volver la vista sabía que la puerta se hallaba a su izquierda, que la mesita y el sucio plato al frente y, que gruesos grilletes lo tenían aferrado a la pared.  Evitaba hacer cualquier movimiento, el más mínimo gesto que rompiera el momento.  Podía sentir su respiración agitada y el desusado golpetear de su corazón contra el pecho.  Un colibrí había surgido por el foco de luz que penetraba por la ventanilla.  Los escasos rayos de sol iluminaban el húmedo suelo adyacente a su camastro y un suave vapor se elevaba gradualmente desapareciendo de la claridad. Observaba ansioso al colibrí mientras sus manos se apoyaban al lado de sus piernas enflaquecidas.  Todo su cuerpo se había contraído. Podía sentir la rigidez de sus espaldas, su estómago endurecido y los dedos crispados.  El colibrí parecía escrutar la oscuridad con ávidos ojillos.  La luz sólo dejaba entrever los pies descalzos posados en los ladrillos húmedos.  La mano del hombre se levantó a duras penas en un gesto mudo y vago hacia la ventanilla que permanecía fija en la distancia.  Movió los labios resecos e informes sin pronunciar sonidos.  El colibrí se adelantó unos centímetros al interior de la ventanilla mientras movía graciosamente la cabeza hacia uno y otro lado.  El hombre sintió que la garganta le dolía y gruesas lágrimas resbalaron con lentitud por sus mejillas mojándole la barba.  Por su mente cruzó el tiempo como una ráfaga que se llevó sus años y sus sueños.  Visualizó en el muro cientos de rayitas sosteniéndose unas a otras.  De entre el vapor que levantaba el sol emergió su figura pulcra y sonriente.  Se miró detenidamente para comprobar si de veras era él.  Se reconoció por un colibrí dibujado en su polera de estudiante y que salía del pecho para contemplarlo desde la ventanilla, mientras la figura y su sonrisa se esfumaban junto al vapor.  Fue en ese instante que escuchó su nombre al otro lado de la puerta y una voz dura señaló que era la hora.  Alcanzó a ver la pequeña silueta del colibrí perdiéndose contra el cielo al tiempo que se introducía una llave en la cerradura.  Pensó que nadie era dueño de nadie y que su pensamiento no pudo ser encarcelado durante aquellos años.  Por eso, cuando se lo llevaron por un largo pasillo, volvió la cabeza y le pareció ver al fondo, entre rayos de sol que emergían por la ventanilla de su celda, al colibrí que le estaba sonriendo.

Espantapájaros

Sirvo de espantapájaros desde que tengo uso de razón y decir que la tengo ya es una pretensión.  Bueno,  la pretensión de saber  -por lo menos de haber descubierto-  que un día me vistieron con ropas deshechas, colocaron en mi cabeza un sombrero descolorido y me dijeron que subiera a este promontorio desde donde veo toda la siembra de trigo y remolacha.  Ahora,  que me he propuesto cumplir con mi deber como Dios manda  -o más bien, como ellos mandan-  descubro también que mirado desde lejos debo parecer un espantapájaros inusual,  distinto,  una especie de asustador vivo y que,  por lo tanto,  piensa,  cada vez que debe mover un brazo para ahuyentar a los pájaros que se abalanzan sobre las semillas.  Claro que esto de pensar no es algo tan riguroso: sólo pienso situado en el promontorio y durante las mañanas,  cuando los pájaros acuden con mayor insistencia a apoderarse de los granos y de las primeras hojitas de las remolachas.  Como no tengo mucha prisa y mi trabajo consiste únicamente en vigilar y ahuyentar me entretengo observando los transitorios cambios de la naturaleza.  Aunque eso también es una pretensión desmedida: la naturaleza no cambia demasiado.  Nos parece que ella varía  según surge la lluvia,  aparece el sol o se desencadena un temporal.  Pero,  en estricto sentido,  nada en la naturaleza difiere de sus ciclos y ello me ha servido para autoanalizarme y analizar también la naturaleza personal,  la otra,  la de mis semejantes.  Mis semejantes sólo tienen en común conmigo la denominación,  porque bien miradas las cosas no se compadecen de haberme colocado aquí para espiar diariamente la venida de los pájaros.  Cuando llegué -acuciado por  la necesidad-  me dijeron que el único trabajo posible era éste.  Dudé,  como cualquier mortal que se niega a ser utilizado como un monigote,  aunque en este caso la analogía sea tan precisa.  La duda tuvo una duración manifiesta: del momento que asumí la ausencia de alternativas acepté.   O dicho de otro modo,  me sometí a ser un espantapájaros inusitado: un ser de carne y hueso que ha de mimetizarse con uno real situado a una cincuentena de metros del sitio que ahora ocupo.  Desde el instante que acepté  la duda murió con su nacimiento.  La vacilación tenía que ver con mi dignidad asociada al inminente ridículo de un trabajo absurdo.  Pero,  ya instalado,  del instante mismo que abrí los brazos para cumplir mi cometido, lo absurdo pasó a segundo plano.  Los primeros pájaros que llegaron fueron unos turcos.  Los turcos son grisáceos,  casi plomizos y algunos tienen la tendencia natural a engordar el pescuezo con plumas desmedidas otorgándoles una apariencia simpática y divertida.  Los turcos surgieron en bandadas  volando en círculos por más de cinco minutos como si estuvieran midiendo mis reacciones.  Seguramente les parecí  un deshilachado e irreal espantapájaros cuya particularidad esencial era seguir visualmente sus vuelos.  No debía calzarles que el viento no moviera mi estructura corporal y que alzara los brazos hacia el cielo.  Por eso mi impresión inicial era que trataban de medirme a la distancia calculando progresivamente el sentido de mis reacciones para que ellas no los atemorizaran  demasiado.  Al cabo de unas horas los turcos se fueron situando en los álamos que orillaban el camino y en unos cuantos sauces  esparcidos a mi derecha. Desde allí me escrutaban curiosos moviendo exageradamente sus pescuezos como si intentaran descifrarme.  Al mediodía y con el sol sobre mi cabeza el cansancio era evidente.  Entonces decidí cambiar de posición y contra todo pronóstico comencé a caminar hacia los álamos procurando rigidizar mis movimientos para dar la sensación de que  -a pesar  de ello- seguía siendo un espantapájaros peculiar, pero espantapájaros al fin.  Quizás ese haya sido mi error: apenas me vieron descender del promontorio y seguir la senda lateral hacia los árboles los turcos se abalanzaron sobre el sembrado en cantidades inimaginables.  Y no sólo ellos,  sino gorriones y jilgueros,   que en cosa de minutos arrasaron con las semillas de trigo y las incipientes hojas de remolacha.  Cuando intenté espantarlos como un ser humano común y corriente advertí que mi empresa sería inútil.  Los pájaros siempre supieron que esa era mi condición natural y su previa observación no fue sino una lástima efímera  derrotada por mi debilidad corporal.  Ahora están allí durante todo el día y sólo me resta esperar.  Esperar que la noche descienda para erguirme nuevamente en el promontorio y soñar despierto que mañana sí seré un espantapájaros verdadero.

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Estos cuentos forman parte del volumen Los números no cuentan. Mosquito Comunicaciones, 2008. Son reproducidos en Letras de Chile por cortesía del autor.

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Juan Mihovilovich nació en Punta Arena en 1951. Ha publicado las novelas La última condena (Pehuén, 1983); Sus desnudos pies sobre la nieve (Mosquito, 1990); El contagio de la locura (Lom, 2006). Ambas traducidas al croata por Jerko Ljubetic el 2005 y el 2007.

Sus libros de cuentos son: El ventanal de la desolación, autoedición (Linares, 1989. Segunda edición, Maranha Tha, Talca, 1993); El clasificador (Pehuén Editores, 1992. Segunda edición, Mosquito, 2006); Restos mortales (Lom, 2004). Además, la biografía testimonial Camus Obispo (Rehue, 1988).

El contagio de la locura fue preseleccionada entre las 17 obras que optaron al Premio Herralde de Novela, editorial Anagrama, España, 2005.