Por Ger Groot
En un momento de la conversación, Julia Kristeva enarca las cejas. No le ha gustado que se insinuara que ella sobreestima la fuerza del amor. ¿Cómo podría el amor no ser la base de la sociedad, de la cultura y de cada individuo?
Toda la historia es prueba de ello, al igual que la omnipresencia de la religión. Religión significa vinculación: el vínculo de amor del hombre con su Dios, y viceversa. Y por consiguiente, el vínculo que une a los seres humanos entre sí. “Una sociedad nueva no tiene por qué fundamentarse en la presunción de que existe un ‘Dios’, pero sí necesita la presunción del amor”, afirma categóricamente.
Tiene unas cejas bonitas, sobre unos hermosos ojos en un rostro ovalado de rasgos ligeramente orientales. Nació en 1941 en Bulgaria, pero en 1966, justo después de completar sus estudios de lingüística, se marchó a París, donde no tardó en hacerse un hueco en la nueva vanguardia intelectual. En 1990 escribió una novela sobre esa época: Los samuráis. Con este título ajustaba cuentas con la generación anterior, dominada por Sartre y Simone de Beauvoir; una generación que esta última ya había retratado en su novela autobiográfica Los mandarines.
Fue una época de revolución política y teórica. Mientras los estudiantes se manifestaban a favor de una nueva política y una nueva moral, en las ciencias humanas irrumpían el estructuralismo y la semiótica. En 1969, Kristeva impresionó con su colección de artículos Sèmeiotikè (Semiótica), que no sólo llamó la atención por la erudición y la osadía teórica, sino también por su título escrito en griego que salta a la vista en cualquier lista de libros. Cinco años más tarde publicó su extensa tesis doctoral La révolution du langage poétique, en la que resuena claramente la voz de Roland Barthes: “El lenguaje poético es el lugar donde el placer sólo atraviesa el código para transformarlo”. En 1977 se editaba el estudio, no menos extenso, Polylogue, sobre la polifonía de la lengua y la literatura.
Todos estos escritos se publicaron bajo el sello de Tel Quel, la célebre revista impulsada por Roland Barthes, la propia Kristeva y el compañero de ésta, Philippe Sollers. Kristeva no escribe únicamente sobre literatura, sino también sobre otros temas, como el feminismo con el que siempre ha mantenido una relación incómoda. También ha escrito sobre China (Des chinoises de 1974), un tema a la sazón obligatorio para todo intelectual que se preciara. Tras estudiar psicoanálisis, empezó a practicar la psiquiatría y en calidad de psiquiatra ha escrito obras psicoanalíticas, como Soleil noir (1987) sobre la depresión y la melancolía, y un estudio de varios tomos sobre la influencia de Freud: Sens et non-sens de la révolte (1996) y La révolte intime (1997).
Las historias que le cuentan sus pacientes refuerzan su preocupación por los problemas sociales de hoy en día. En su novela Le vieil homme et les loups, de 1991, retrata a una sociedad terrorífica, basada en el odio, que bien podría ser la nuestra. “Las situaciones que describo, las oigo por boca de mis pacientes”, afirma. “No creo que sean casos excepcionales. Se trata simplemente de personas que intentan superar una situación de crisis. Padecen por la disolución del amor e intentan reencontrarlo. Buscan de nuevo un vínculo moral. La situación es precisamente mucho más grave en las personas que no acuden al psicoanalista. Creo que en nuestra sociedad impera una crisis real. Sobre todo en torno al valor fundamental en el que se cimientan tanto la religión como la moral secular: la relación de amor”.
Habla con soltura, con una habilidad retórica que delata años de docencia y un enorme don mediático. Cada respuesta se convierte en una pequeña disertación, que sigue líneas certeras, sin dejar cabos sueltos, como sólo puede conseguirse con una formación francesa. En Bulgaria, sus padres la enviaron a una escuela francesa, por lo que más tarde, cuando empezó a ser conocida en París, esa cultura se ajustó como un guante a su nueva situación. Quizá ello se debiera a la propia cultura francesa. “Ésta siempre ha sido marcadamente cosmopolita”, dice repitiendo este lugar común del republicanismo francés, como si también hubiese absorbido plenamente este rasgo característico de su patria adoptiva.
Su preocupación por la crisis de las relaciones humanas desembocó en 1983 en un estudio sobre el amor, extenso y de difícil lectura: Histoires d’amour (Historias de amor, 1987). En 1988 se publicó Etrangers à nousmêmes (Extranjeros para nosotros mismos, 1991), una reflexión sobre el tema de la extranjería y la xenofobia. Ambos libros giran en torno a la difícil relación con el otro: el otro en la relación de amor —el otro sexo, otra persona, a veces el Otro: Dios— y el otro como extranjero. Según Kristeva, no podremos comprender a los otros mientras no nos demos cuenta de que nosotros mismos no estamos formados de una sola pieza, sino que llevamos en nuestro interior todo tipo de diferencias, voces incomprendidas y elementos extraños.
Eros y tánatos
“Sólo conocemos al otro cuando lo amamos”, escribe al principio de Historias de amor. Y más adelante: “El amor es el cenit de la subjetividad”. Sin embargo, es precisamente ese amor el que Kristeva ve amenazado en el mundo actual por la xenofobia, las guerras civiles y la rápida desintegración social en los países del antiguo bloque soviético. “Allí son claramente visibles la destrucción de la relación de amor y la intensificación del odio”, dice. “Porque los ideales comunistas se han venido abajo, la miseria económica lo domina todo y las personas todavía no tienen perspectivas claras. El tejido social se deshilacha. En la calle impera la mayor grosería, la gente se dice de todo a la cara. Se cometen asesinatos y robos, y la delincuencia es omnipresente.
“Los países del bloque soviético no logran desarrollar una economía. ¿Por qué? Por supuesto, la revolución sigue siendo demasiado reciente y ha dejado numerosas heridas en esa sociedad, pero además se observa una falta de iniciativa, de libertad, de responsabilidad. Todos estos aspectos giran en torno a la cuestión de la persona. Sólo somos personas cuando nos situamos frente a otro, nunca de forma aislada. Lo que nos convierte en personas es el vínculo con el otro, la relación de amor. Si ese vínculo se destruye, surge la barbarie. Sólo entonces afloran el odio y la violencia. No creo que en Occidente estemos protegidos contra eso.
“El amor es el fundamento de todo”, afirma con decisión. Pero al mismo tiempo es una de las cosas más difíciles de describir. En Historias de amor lo intentó, y más tarde, en 1985, lo complementó con un pequeño libro, titulado Au commencement était l’amour (Al comienzo era el amor, 1996), que gira en torno al psicoanálisis y a la fe. La fe y el amor están relacionados. Lo divino nació junto con el amor: nunca ha existido una sociedad sin religión. Aunque Kristeva no se considera una persona religiosa en el sentido clásico de la palabra, cree que, incluso en una sociedad atea, el papel del amor es fundamental y, desde su punto de vista, éste se expresa a través de la religión. Al fin y al cabo, convivir significa integrarse en una red tejida con los hilos del afecto.
“Y también del odio”, admite Kristeva. El amor no es sólo idílico. También lleva en sí violencia. La relación humana siempre transcurre por el eje de eros y tánatos. Sin embargo, le parece absurdo afirmar que el odio y la violencia preceden al amor. “Hubo una ideología nihilista para la cual el odio era la verdad más profunda del ser humano y la violencia el medio para llegar a ella. Eso era patente en el espíritu revolucionario de la década de los años sesenta. Y en cierto sentido es cierto. Pero si se convierte en la única verdad, Auschwitz es la última palabra. Con ello nos colocamos al margen de la humanidad. Somos humanos precisamente porque somos capaces de idealizar. Es eso lo que nos permite hablar. Si no amamos a nadie, no hablamos. La relación de amor es la condición de nuestra capacidad para el habla. Si se niega esto, se destruye no sólo a las personas, sino también la posibilidad humana, su condición de hablante”.
¿Por qué es tan importante la relación con el otro?
Porque en el amor se apela al hombre en su ser más primitivo, a sus cimientos más profundos y al mismo tiempo a su ideal. Nos enamoramos de alguien porque esa persona responde a nuestra necesidad narcisista, a algo primitivo que ya habitaba en nuestra infancia, algo anterior al lenguaje. Al mismo tiempo, esa otra persona responde al más ambicioso de nuestros proyectos, a nuestros ideales, a lo más sublime. El amor se sitúa siempre entre estos dos polos. Por ello, todo nuestro ser puede realizarse a través de él. Si estamos enamorados, nos encontramos en una situación de receptividad, de creatividad. En estado de gracia, como se dice en la religión.
Todas las religiones se basan en esa idea. Un creyente es alguien que ama a su Dios. Se encuentra en una situación de apertura. En el psicoanálisis volvemos a encontrar esta situación en un plano terrenal. Cuando un paciente va al psicoanalista, surge lo que Freud denomina la transferencia: una reproducción de viejas situaciones de amor. Gracias a este proceso, el individuo pone sus cartas sobre la mesa, lo que, por así decirlo, le permitirá renacer: como alguien más abierto y con más posibilidades.
Creo que uno de los rasgos más significativos de nuestra civilización es que ha intentado imaginar al individuo desde la relación de amor, cara a cara con el otro. Lo vemos en el pensamiento de la antigua Grecia, aunque también de forma muy explícita en el Antiguo y Nuevo Testamento. Frases como Amarás al prójimo como a ti mismo o Dios nos ha amado sientan las bases de la noción del individuo occidental y su relación con los demás. Por supuesto se trata de un ideal: todos sabemos lo difícil que es hacerlo realidad. Sin embargo, nos aferramos a ese ideal: es uno de los rasgos más sutiles e importantes de nuestra civilización.
El hecho de que el amor conduzca a relaciones armoniosas presupone que el amor es recíproco. Algo que no siempre sucede.
No, y de ahí vienen la decepción, los celos y el odio. Ni siquiera el enamoramiento, que es uno de los estados más sublimes, se libra del todo de esos aspectos negativos. Alguien que está enamorado no siempre es consciente de ellos, pero ahí están, ocultos. Tomemos, por ejemplo, el personaje de Julieta de Shakespeare, que describe el cuerpo de Romeo como repartido en mil estrellas. Eso suena muy bonito, pero en realidad está cortando el cuerpo de su amante en pedazos. Hay cierta agresividad en eso. Por supuesto, es peor cuando el amor es rechazado. La reacción que sigue es comparable al duelo ante una pérdida: melancolía y depresión. En lugar de vengarse del objeto de su amor, una persona en esta situación se venga en sí misma: “no valgo nada, porque el otro no me ama”. Y ello puede empujarla incluso al suicidio. “No mato a quien no me ama, sino a mí misma”.
Maternidad
Afirma usted que hoy en día nos faltan códigos para el amor. ¿Acaso hemos de idear una nueva línea de conducta?
No sé si hemos de idear un código único. Seguramente sería demasiado prematuro. Quizá dentro de un siglo hayamos encontrado algo más estable. Pero en estos momentos creo que vivimos a la vez en diferentes épocas en las que rigen diversos códigos de amor. En cierta medida nos hallamos en la arqueología: vivimos, por así decirlo, simultáneamente en distintas épocas. Algunas personas parecen buscar un amor romántico, otras un amor al estilo de los trovadores, y otras al estilo del siglo XVIII, un amor libertino. ¿Por qué no? Creo que es importante aceptar esa pluralidad, sin aferrarse necesariamente a un código único. Sólo si alguien no acepta ninguno de esos códigos, su mundo se convertirá en una ruina. Como al final del Imperio romano, cuando habían desaparecido los viejos códigos de amor, pero aún no se había introducido del todo el nuevo cristianismo.
La consecuencia es una gran confusión en torno a las normas de conducta, con todos los malentendidos que ello supone. En una entrevista dijo usted que las mujeres tienden hacia la ley. Mientras que la ley suele considerarse casi siempre como algo masculino. El feminismo norteamericano defiende, por su parte, una amplia normativa en el terreno de la relación entre los sexos.
Hubo un movimiento feminista libertario que intentó romper la represión a la que están sometidas las mujeres en la sociedad patriarcal, proponiendo al mismo tiempo una imagen de la mujer en la que la libertad ocupaba un lugar central. En esa imagen, lo femenino equivalía a revuelta y disidencia. Es cierto que en el comportamiento femenino hay algo de insatisfacción, de continua crítica. Hegel ya se dio cuenta de ello cuando describió a la mujer como la eterna ironía de la sociedad. En la mirada de la mujer hay algo —Freud lo llamaría histeria— que nunca está satisfecho, que siempre quiere otra cosa.
Éste es un lado de la cuestión. Pero también hay otro que coincide en parte con la sexualidad femenina, en la medida en que ésta depende de la relación con la madre. La mujer se distancia de su madre para acceder al conocimiento y a la ciencia —el mundo del padre—, pero la relación con la madre queda al margen del pensamiento. Más tarde, esto puede convertirse en una fuente de nostalgia, incluso de depresión.
Por otra parte, está la propia maternidad de la mujer. Como madre, se encuentra en una posición muy vulnerable, en la medida en que tiene un hijo del que es biológicamente responsable. Sobre todo en esa situación, la sexualidad femenina busca un centro, un eje que le dé protección: la ley, que le ofrece reconocimiento. En términos freudianos: en la medida en que la mujer no dispone de un poder “fálico” con el que mantenerse en la sociedad, ha de conseguir que la ley la reconozca. Porque ella misma no es la ley.
Las mujeres siempre han expresado esta necesidad de reconocimiento en forma de contrato. Dejando de lado el paréntesis del feminismo, ahora vuelve a expresarse la misma necesidad. Las mujeres quieren ser reconocidas en su trabajo profesional, en las universidades, etcétera. También en la vida erótica. La mayoría de las mujeres no quiere ser un objeto intercambiable e incierto. La sexualidad masculina es mucho más abierta. Bien es cierto que muchos hombres buscan una relación estable, pero pueden integrarla dentro de otras relaciones fugaces. Las mujeres no sienten con tanta fuerza esa necesidad de mantener relaciones pasajeras. Por eso es fundamental que la ley reconozca a la pareja.
Por supuesto, todo esto puede degenerar en conformismo, como por ejemplo en Estados Unidos. Allí, después de los años anárquicos, el movimiento feminista se ha vuelto sumamente conformista, como se pone de manifiesto en el hecho de investigar a las personas para ver si son políticamente correctas. Las feministas desempeñan un papel muy importante en este sentido, a menudo son muy regresivas. Esta tendencia también se manifiesta en la sociedad europea.
Por otro lado he de admitir que la relación de pareja tiene mucho valor. Entre hombres y mujeres hemos llegado a un grado de independencia tal que ahora la vida ya no tiene por qué desembocar en la formación de parejas. Todos somos independientes: ¿por qué vivir juntos? En mi opinión, el hecho de que, con esa independencia y a pesar de ella, podamos vivir con otra persona, no en una relación de esclavitud, sino en una relación libre de individuos independientes, delata un fondo de civilización extremadamente refinado y elevado.
Tal como usted lo expone, da la impresión de que es la mujer la que pide la ley para que la proteja, mientras que el hombre se siente reprimido por esa ley y, como una especie de Don Juan, intenta constantemente eludir las reglas de Hera, del hogar.
Aunque ése sea el aspecto caricaturesco de la cuestión, es cierto que existe este tipo de tendencias inconscientes. La pareja ha de ser consciente de este juego para poder desarrollar una especie de entendimiento en el que la mujer no termine siendo una Hera castradora y el hombre, un payaso mujeriego. Quizá la actual crisis del matrimonio esté representada por estas dos figuras. ¿Podemos intentar a pesar de todo vivir juntos y comprendernos reconociendo estas dos tendencias: por un lado Don Juan y por otro Hera?
En la década de los setenta, desde la perspectiva feminista se abogaba a menudo a favor de un ser andrógino: una persona que conciliara en sí misma lo femenino y lo masculino. Sin embargo, ahora parece imponerse la tendencia a resaltar las diferencias entre los sexos. En su libro rechaza usted el ideal andrógino diciendo que aunque un hombre pueda reconocer su lado femenino, éste nunca será igual a la feminidad de la mujer, y viceversa.
Sin duda. Creo que la falacia de la androginia es que no reconoce al otro sexo, sino que en realidad lo engulle: me considero hombre o mujer por encima de mi sexo biológico. Y por ello puedo serlo todo y no tengo que considerar al otro como alguien distinto a mí. La androginia es una manera de hacer desaparecer al otro devorándolo.
Pongamos por caso el psicoanálisis. ¿Cuándo se acaba? Según Freud, nunca. Yo creo que una persona puede dejarlo en cuanto elige un sexo. “Sé que soy hombre o mujer, aunque sé que como hombre tengo aspectos femeninos o como mujer aspectos masculinos. Pero elijo una identidad sexual”. Esto no sólo es la garantía de una identidad personal fuerte y libre, sino que también garantiza el respeto por el otro, porque, insisto, la androginia es una forma de colonización del otro que conduce a un desprecio del sexo opuesto. Un ser andrógino lo es todo: para él ya no existe otro sexo.
***
Ger Groot
Profesor de filosofía en la Erasmus Universiteit de Rotterdam, Ger Groot reúne en Adelante, ¡contradígame!, (que en octubre comenzará a circular en México) sus diálogos con Hans-Georg Gadamer, Leszek Kolakowski, Cornelis Verhoeven, René Girard, Gianni Vattimo, Tzvetan Todorov, Richard Rorty, Paul Ricoeur, Fernando Savater, Julia Kristeva y otros destacados filósofos. Las conversaciones con los pensadores seleccionados, muestran que la filosofía no es tanto terreno para la polémica como para “la comprensión y el juicio equilibrado”. Asimismo, enseñan que la filosofía no es patrimonio de las élites sino que, al contrario, escribe Groot, “sólo consigue verdaderos resultados cuando éstos llegan a oídos del público, pues sólo de esta manera puede llegar a hacerse realidad”.
Foto: Opale / J. Foley
En: Laberinto . Suplemento Milenio Cultural
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.