Novela. 160 páginas. Mosquito Comunicaciones. 2008

Río arriba no es un título simplemente: en el caso específico de la novela que sustenta da pábulo para evidenciar algo más que la historia que se cuenta y que, sin embargo, la contiene, la desborda y la proyecta más allá de los confinados derroteros de la convicción humana.

La narración va hacia arriba, hacia el lugar donde se ha cometido el crimen de una jovencita de extracción burguesa, de Marie Dupont, de ascendencia francesa, virtualmente liberal, sin otras ataduras que su incipiente inclinación por el arte y ese innato sentido de no pertenencia, como fruto de la seguridad que otorga el buen pasar y el buen vivir matizado de sus supuestos buenos sentimientos, dato que se presume o colige.

Marie Dupont aparece muerta a orillas del río, cerca del barrio de los poderosos, o mejor aún, en el límite que separa el mundo de la opulencia y el de la vida común, que se desagua río abajo. Allí, en los bordes de esa demarcación terrestre, física y palpable, convergen los destinatarios de una historia entrecruzada de pasiones humanas, mínimas y expectantes, unas, excesivas y conservadoras, otras.

La muerte, entonces, sirve de pretexto para desentrañar las intrincadas relaciones de poder que sirven a un Estado deseoso de mantener las apariencias, de equilibrar fingidamente los opuestos y hacer de la seguridad pública otro pretexto para que cada actor saque sus cartas ocultas bajo la manga y apueste a que un crimen – no un crimen cualquiera, sino un crimen socialmente importante- les cambie las perspectivas futuras, ya sea a un modesto y emprendedor comerciante asediado apenas por las contradicciones de clase, o al comandante de carabineros que aspira a ser Director General si logra desentrañar la madeja del misterio y, consecuencialmente, ridiculizar a su contrario: la Policía de Investigaciones que, teóricamente, ya “ha resuelto el caso.”

En medio de esas posiciones soterradas y antagónicas de quienes se disputan las claves del enigma, el periodismo surge como la salvaguardia de la conciencia pública: Ortega, redactor en el umbral de la tercera edad -cercano al amor final de una mujer ahora próxima- intenta y elucubra el mensaje que la ciudadanía -ávida del sensacionalismo morboso- espera, sigue y altera, según la información que diariamente se entrega, sugiere o inventa sobre el caso.

Podría pensarse que hasta allí nada nuevo hay bajo el sol. Sin embargo, lo que hace tremendamente atractiva la historia es la aguda percepción de los contrarios que Rojas Gómez logra entrelazar con una fineza propia del narrador diestro y seguro, que paso a paso, construye la trama por vías paralelas, evidenciando las debilidades de cada personaje, sus ambiciones espurias, sus dobleces eclécticos, sus ilusiones, los intentos de ir contra la corriente o deslizarse hacia abajo, al despeñadero, hacía el abismo, en uno u otro caso.

Desde la óptica de un observador punzante la vida santiaguina –que al fin de cuentas es la vida de cualquier metrópoli semejante- se convierte en una suerte de anfiteatro urbano donde cada personaje deambula como pieza equívoca e insegura, aspirando acomodarse a una estructura que invariablemente se sumerge en la duda, en la ambivalencia, en los equívocos o acertijos circunstanciales, como si todos los involucrados, directo o indirectos, no fueran sino actores ocasionales de una trama manejada por un sagaz y oculto titiritero de las pasiones o anhelos humanos.

La verdad, entonces, la búsqueda de la verdad en el caso que se investiga, la presencia de la muerte esquiva, se convierte o es -desde siempre- un retazo casi insignificante y paradójicamente, un señuelo, un aviso, una pista del misterio que se anida en el simple hecho de vivir…y de soñar.

Una novela construida con acierto, con la sutileza propia de quien conoce la vanidad humana e intuye las profundidades del alma y las presenta sin aspavientos, con un lenguaje simple y llano, en una seductora propuesta literaria.

Juan Mihovilovich

escritor