Por Magda Díaz y Morales

Arturo Bandini, un joven de veinte años, llega a Los Ángeles procedente de Colorado, con ciento cincuenta dólares en el bolsillo y grandes proyectos en la cabeza. Se hospeda en el cuarto 678 de Alta loma, una pensión de la señora Hargraves. Eran los años treintas. Bandini soñaba con ser un gran escritor.

Consigue publicar un cuento, «El perrito que reía», en una revista pero nada más, aunque él no se cansaba de comentar a quien pudiese que era un autor excelente.

Bandini soñaba con las chicas mexicanas, pensaba: «¡Quién pudiera estar con una chica mexicana!». Para él, «ellas eran princesas aztecas y princesas mayas», hasta iba a misa para encontrarlas. Una noche que recibe diez dólares que le envia su madre, decide salir en busca de una mujer. Mientras camina fantasea y habla consigo mismo, proyecta argumentos para sus libros, pide por tener alguna idea para escribir un cuento, y recuerda que obligado por la pobreza (nace en el seno de una familia de campesinos) llega a Los ángeles esperando escribir un libro que lo hiciera rico.

Al pasar frente a una antigua iglesia, mientras se dirige al barrio mexicano, decide entrar a ésta por motivos sentimentales, mientras tanto piensa: «La iglesia debe de desaparecer, es el refugio del Mester de patanería, de los patanes y pelmazos y toda la charlatanería de tres al cuarto». Se hinca, y reza esta genial oración:

Dios todopoderoso, lamento ser ateo ahora, pero ¿has leído a Nietzsche? ¡Un libro estupendo! Dios todopoderoso, voy a jugar limpio. Voy hacerte una proposición. Haz que sea un gran escritor y volveré al seno de la iglesia. Y otro favor, Dios de mi vida: haz que mi madre sea feliz. El viejo no me preocupa; él tiene su vino y su salud a prueba de bomba, pero mi madre me preocupa. Amén.

Un día conoce a Camila López, en el Columbia buffet, donde ella era mesera. A partir de ese momento su relación va de un extremo a otro, del amor al desprecio, del enojo a la alegría, del deseo al sin deseo. Los dos son norteamericanos, pero ella es de origen mexicano y los orígenes de él son italianos. Los dos padecen el racismo que se vive en Estados Unidos cuando no son norteamericanos por todos los costados. La sociedad los humilla, los relega, los aprisiona. En la pensión donde vive él no admitían ni judíos ni mexicanos, cuando llega a alquilar la habitación leemos este diálogo con la casera:

—¿Tiene trabajo? —preguntó.

—Soy escritor —respondí—. Espere, puedo demostrárselo.

Abrí la maleta y saqué un ejemplar.

—Yo lo escribí —le dije. En aquella época yo era muy impaciente, muy soberbio—. Se lo voy a regalar. Se lo dedico.

Tomé la pluma del escritorio, pero estaba seca y tuve que mojarla en el tintero; moví la lengua mientras pensaba en algo simpático que ponerle.

—¿Cómo se llama usted?— le pregunté.

—Soy la señora Hargraves —me dijo sin el menor entusiasmo—. ¿Por qué? Como le estaba haciendo un favor, no tenía tiempo de responder a ninguna pregunta, así que escribí en la parte superior de la página donde comenzaba el relato: “Para una dama de encanto inefable, de maravillosos ojos azules y sonrisa generosa, del autor, Arturo Bandini”.

La verdad es que tenía una sonrisa que le destrozaba la cara, ya que le acentuaba el mapa de arrugas que le agrietaba la piel reseca de la boca y las mejillas.

—No soporto las historias sobre perros —dijo, escondiendo la revista. Me miró por encima de las gafas desde una atalaya más elevada aún.

—¿Es usted mexicano? —preguntó.

Me señaló con el dedo y rompí a reír.

—¿Mexicano yo? —negué con la cabeza—. Soy americano, señora Hargraves. Además, tampoco es un cuento sobre perros. Es sobre un hombre y está muy bien. No sale ni un solo perro en toda la historia.

—En esta pensión no admitimos mexicanos —dijo.

—No soy mexicano. Y el título del cuento lo saqué de la fábula. Ya sabe: “Y el perrito rió al ver una cosa tan rara”.

—Tampoco judíos.

El hambre, la tristeza, los sueños, la esperanza, habitan en la vida de Bandini, un romántico que malgasta su dinero, cuando lo tiene, y se contradice continuamente. Vive dando tumbos, anhelando que llegue a él una idea para poder escribir un cuento. Anhela llegar a ser un escritor famoso para tener mucho dinero y lograr lo que éste otorga. Dice que es ateo pero se proyecta como católico, y está enamorado de Camila pero casi siempre la relación entre ellos es tormentosa y complicada.

La vida de Camila es muy dura en un país sin nada para ella, una sociedad cruel cuyo «sueño americano» es una farsa. Una sociedad que no le permite tener ninguna esperanza. Para Arturo Bandini, las cosas no son tan radicales, probablemente a Camila le faltó encontrar un Hackmuth (el editor y mentor de Bandini) en su vida…

John Fante, Pregúntale al polvo, Prólogo de Charles Bukowski, Trad.: Antonio-Prometeo Moya (Barcelona: Anagrama, 2001).

En Apostillas Literarias

Prólogo de Bukowski