Por Ramiro Rivas

El título de este libro, Cuentos de Barrios, me parece engañoso y limitativo, puesto que estos relatos trascienden lo barrial, al integrarse y realimentarse en los vericuetos de la gran ciudad, de esta urbe cada vez más caótica de Santiago. Son historias marginales, ambientadas en bares, prostíbulos decadentes, fuentes de soda y tugurios capitalinos, reconocibles y actuales. No obstante, a veces el autor apela a la magia del pasado inmediato, la nostalgia, el recuerdo de sitios idos, de barrios demolidos, descritos en pantallazas breves, fugaces y esclarecedores.

Rolando Rojo, según mi parecer, es uno de los narradores más destacados del medio y, paradójicamente, el más ninguneado por la deficiente y maniquea crítica nacional. Me refiero, especialmente, a la periodística, que es la que lee la gente común y algunos escritores, puesto que la académica no pasa de ser un acto hedonista del autor del texto. Pero el desconocer y no considerar a un escritor como Rolando Rojo, me parece una aberración.

Si algo tiene claro el autor para lograr un buen cuento, son esos tres elementos básicos que menciona Cortázar: el significante, la intensidad y la tensión. Y yo aportaría en este cuentista la anécdota, la atmósfera, el lenguaje, la verosimilitud, la autenticidad, la vida casi palpable en cada relato, la sensación de complicidad con los personajes. En cada texto se respira vida, se percibe el fluir de la urbe, se muestra la marginalidad poco grata para el buen burgués, una periferia que no contribuye con los aires triunfalistas del neoliberalismo chilensis. Estos son seres de carne y hueso que vemos todos los días, que pasan por nuestro lado y tratamos de evitar, de no comprometernos, de tornarlos invisibles. Una literatura que adscriba a estas temáticas, que exponga este tipo de personajes ajenos al circuito del exitismo, pareciera no ser el más afín para el mundillo editorial chileno. Cada día vamos perdiendo más esas “señas de identidad” que tan bien expuso en su novela Juan Goytisolo.

La literatura de Rojo se mueve siempre sobre una plataforma narrativa muy ligada a lo sexual, mostrando una predilección, un tanto excesiva, por los temas de connotación erótica, una suerte de rebelión inconsciente a las normas morales de nuestra sociedad. Sus personajes son seres solitarios, fracasados, que se desplazan a espaldas del éxito, y cuya mayor ansiedad estriba en relacionarse con una mujer (casi siempre prostitutas, meseras, mujeres mayores solas), en busca de un encuentro fugaz. El autor, en estos relatos visuales, explícitos, apela constantemente al humor, a la parodia, a lo tragicómico, al fiasco de estos galanes maduros y, muchas veces, ridículos. Hay mucho de picaresca en la escritura de Rojo, de autoanálisis y de sátira social. La ironía es un elemento primordial en gran parte de estos textos breves, intensos, de buen ritmo narrativo. Lo coloquial se da bien en este escritor que bucea con relevante soltura en los mundos prostibularios, en los barrios fronterizos.

Si tuviéramos que criticar algo en este excelente conjunto de cuentos, tendríamos que señalar la tendencia desmedida a escenificar, explicitar y recrear con porfiada insistencia las relaciones sexuales de sus protagonistas, priorizando estos actos a otros de más significación en la anécdota. Las pocas veces que Rojo abandona estos temas e incursiona en lo político o familiar, sus relatos adquieren una mayor perspectiva narratológica. Textos como Visitas a mamá –de notable factura-, Y a ti, ¿te gusta el boxeo?, La pensión de doña Rosaura, La última apuesta o El anillo de oro del Canela Reyes, entre otros, exhiben nuevos recursos expresivos que el autor ya había expuesto en sus libros anteriores. La fiel identificación con la picaresca santiaguina, la impregnación táctil del submundo prostibulario, los seres degradados por una marginalidad no deseada, la sexualidad desnuda y amoral, son elementos que capitalizan en una prosa potente y reveladora de un segmento de la sociedad, poco transitado por la literatura chilena.

Fuente: Punto Final