Por Antonio Avaria

Recordé (así dicen algunas viejas señoras de provincia, así escribía Garcilaso, por «desperté») repitiéndome una y otra vez el implacable verso de Góngora:

«Y sólo del amor queda el veneno.»

Amargo, filosófico y final, con acentos rotundos en la segunda, sexta y décima sílabas, es un hermoso, brillante endecasílabo.¿Cómo llega el poeta a esa sentencia, a esa fórmula, a conclusión tan escéptica? Iré recordando el soneto de memoria, lo que no es nada raro entre antiguos alumnos de Roque Esteban Scarpa y Antonio Doddis.

El primer cuarteto comienza con una impresión sensual que apela a la vista, al tacto, al sabor.

La dulce boca que a gustar convida

Un humor entre perlas distilado

Y a no invidiar aquel licor sagrado

Que a Júpiter ministra el garzón de Ida

En el beso, esa saliva destilada entre los dientes es deliciosa y nada tiene que envidiar al licor sagrado de los dioses, el néctar o ambrosía que sirve Ganimedes a Júpiter. El cuarto verso contiene una referencia mitológica que el lector culto del siglo XVII conocía bien. Ese copero, con fama de bello mancebo, provenía de Ida, una cadena de montañas. Tal verso, con tal alusión perifrástica o circunloquio, es característico del estilo apodado culterano de don Luis de Góngora y Argote, andaluz que viviera entre 1561 y l627. Es un ejemplo de los cultismos propios del arte barroco; exagerados, dieron pábulo a que se hablara de una «Escuela de Mal Gusto» durante el siglo XVIII y buena parte del XIX. Góngora era el poeta cuya reputación de hermético, «oscuro» y «maldito» justamente fascinara a Verlaine y los simbolistas y, a partir de ellos, a un innovador que bien conocía la lengua castellana: Rubén Darío. Como se sabe, ya en el siglo XX, el verdadero rescate de Góngora lo efectuó la generación poética «del 27», llamada así precisamente por conmemorar el tercer centenario de la muerte del poeta (debido a su prominencia nasal, los maledicentes le aplicaban el mote urdido por un rival (Quevedo): Erase un hombre a una nariz pegado/ Erase una nariz superlativa).

¿Cómo sigue el poema? Tras la invitación de esa boca tentadora, expuesta con acentos plácidos en la cuarta y octava sílabas, y luego en tercera y sexta, inesperadamente viene el llamado a la cautela, el semáforo en rojo, la imperiosa voz de

alerta:

Amantes, no toquéis, si queréis vida

Porque entre un labio y otro colorado

Amor está, de su veneno armado

Cual entre flor y flor sierpe escondida.

Otra vez la dulce boca: entre labios encendidos, con color y vida, se esconde, como entre flores, el áspid del amor, la lengua cual serpiente, con su ponzoña.

Primero la descripción, o comprobación; luego la advertencia, la prevención, el vocativo a los amantes. Todo lo contrario del tema del carpe diem o invitación a gozar el instante. Y el poeta prosigue imperturbable su admonición.

No os engañen las rosas, que a la aurora

Diréis que aljofaradas y olorosas

Se le cayeron del purpúreo seno:

Manzanas son de Tántalo, y no rosas

Que después huyen del que incitan ahora

Y sólo del amor queda el veneno.

Tampoco es el terrorífico tópico del Sic transit gloria mundi (Así pasan las glorias del mundo), que se ensaña revelando la podredumbre a que está fatalmente sometida la bella carne mortal. Más que la imagen de La donna e mobile, como pluma al viento, es la fatalidad, no atribuible a devaneo de mujer, a quien Góngora no menciona ni incrimina. Si te dejas llevar por la pasión, entrará el amor y estás perdido, envenenado. Crees saciarte en la carne amada, pero esta satisfacción es de Tántalo, se te escurre, te deja con más sed y luego se va, y quedas abandonado a la desesperación. Es amor profano, mortal y carnal. No es amor más poderoso que la muerte, es amor veneno y muerte. El poeta revela su desilusión ante el sexo, que conduce irremisiblemente a la frustración. La inconstancia, la crueldad del amor; enamorado es traicionado. Como ese rey de Lidia condenado por Júpiter a que el agua y las frutas se pongan fuera de su alcance tan pronto como quiere aplacar su sed y su hambre devoradoras.

(El amante sentimental rememorará la canción de Edith Piaf con el estribillo: Il n y a pas d amour heureux).

En este soneto, construido diestramente alrededor de una sola idea poética muy simple, los tercetos finales refuerzan el consejo con la voz de la sabiduría. A la mañana siguiente, esos pechos que tal vez se escotaron y cuyos sudores el amante acariciara y libara. «Aljofaradas»: húmedas como gotas de rocío, perladas de sudor y perfumadas; que no te engañen esas rosas, están ahí para embriagar, excitar, hacer sufrir a los pobres amantes. ¿Diréis que se le cayeron del

purpúreo seno, a la aurora? Desde la antiguedad, la rosa es metáfora de múltiples cosas vivas, bellas y efímeras. La sensualidad evidente de la adjetivación, de las insinuaciones,

inscribe a este poema en la tradición italiana de los sonetos que exacerban el tema del amor. Dámaso Alonso insiste en el influjo de Petrarca, y cómo así se pasa del amor, o de la

pasión naturalista, a la voluptuosa y muy italiana «morbidezza».

«Purpúreas rosas sobre Galatea» dice Góngora en otro

verso que recordamos de memoria, de la Fábula de Polifemo. A no dudarlo, aljófar es voz árabe: la perla; de ahí aljofarar en el sentido arriba señalado.

Ciertamente, no hay progreso en poesía. Apartando la hojarasca de época, un soneto del siglo XVII es tan actual y perenne como puede serlo uno del siglo XXI. Pese a la riqueza de su pluma, se supone que Luis de Góngora lo pasó muy mal en la vida, por su fealdad y los constantes apremios económicos (empeorados por su desmedida afición al juego); escribe a un amigo un día de 1622: «Yo ando que es verguenza de vestido, con la misma ropa que el invierno, que diera calor, al no estar rota». Nunca perdió su triste humor, que también le hiciera decir, y no para sí mismo: «Andeme yo caliente / y ríase la gente».

Pero, ¿qué sueños pueden hacer que un hombre maduro despierte hoy obsesionado por un verso de amor profano de don Luis de Góngora y Argote?

La dulce boca que a gustar convida

un humor entre perlas distilado

y a no envidiar aquel licor sagrado

que a Júpiter ministra el garzón de Ida,

amantes no toquéis si queréis vida;

porque entre un labio y otro colorado

Amor está, de su veneno armado,

cual entre flor y flor sierpe escondida.

No os engañen las rosas, que a la Aurora

diréis que aljofaradas y olorosas,

se le cayeron del purpúreo seno

Manzanas son de Tántalo, y no rosas,

que después huyen del que incitan ahora

Ysólo del Amor queda el veneno.