Por Antonio Avaria

Un jueves tristón, con aguacero, decidí ahora sí, buscar hasta encontrarla, hasta darme de bruces con la tumba de César Vallejo. En el plan que la administración del Cimetiere Montparnasse entrega graciosamente, la ubicación del poete péruvien desorienta; está mal señalizado su número 67, casi al borde de una avenida que uno simplemente no encuentra, pese a tratarse de un recinto de dimensiones moderadas.

A la entrada, a la derecha, ahí están Sartre y la Beauvoir, y dando la vuelta, el templete donde pudre sus excesos el dictador mexicano Porfirio Díaz, quien tras salir expulsado por la Revolución en 1910, vivió cinco años con gran lujo e impunidad, sin temor a detenciones, en palacetes y saboreando Paris, como el personaje de Alejo Carpentier en la magnífica novela El recurso del método (notablemente bien representado por Nelson Villagra en la película de Miguel Littin). Se hizo tarde, comenzaron los silbatos expulsando a la gente, y los microfonazos en dos o tres idiomas, y mientras atardecía en el cementerio Montparnasse, fue irguiéndose a unos doscientos metros, contra el horizonte, una monstruosa Torre de Babel, de sesenta o más pisos, la Tour Montparnasse que se iluminaba cuadrito a cuadrito, con gente de vuelta del trabajo, con la iniciación de extrañas ceremonias nocturnas. Pasé por la tumba de Samuel Beckett, con quien conversé en una iglesia desafectada de Berlín Oeste, cuando una parte de Berlín se llamaba así, y el irlandés había venido a ver la puesta en escena de una de sus obras por un fiel amigo y discípulo suyo, entonces colega nuestro en el Programa de las Artes de esa ciudad. Al despedirse, Beckett se excusó, con una sonrisa: I still have to squeeze some more words («Todavía tengo que exprimir unas pocas palabras más»). Y regresé a su lápida, guiando a una japonesa de ajustada malla negra que se desesperaba por encontrarlo. (-¿Lo has leido mucho? -He actuado en casi todas sus obras). Y nada más enfrentarlo, ella entró en trance catatónico, olvidándome. También tengo presente la frase reiterativa de un Impromtu teatral de Beckett: Little left to say («Muy poco más que decir»): ese poco, en su caso, era mucho. Casi a su lado está el documentalista Joris Ivens, quien tan cruda y bellamente describiera la escuela revolucionaria de Mao en Yenán, la guerra de España y también nuestro Valparaíso y su famosa Casa de los Siete Espejos. Fuertes tormentas, huracanes insólitos han derribado el tablero de ajedrez de Alekhine, «Gloire de la Russie et de la France». Y qué discreto parece Baudelaire como allegado en el mismo sobrio monolito funerario del odiado general Aupick, su padrastro. Debajo de éste, general muerto a los 68 años, reza «Charles Baudelaire, son beau fils, décédé a Paris a l age de 46 ans le 13 aout 1867». En compensación, al otro extremo de la necrópolis está la figura yacente, de espaldas, impresionante y solitaria cual Soldado Desconocido, del poeta de Las Flores del Mal, que muriera tan tristemente, como lo recordara Jorge Teillier en un artículo memorable (véanse sus Prosas, publicadas por Sudamericana).

 Ahora sí, hoy jueves, lo encontraré, me propuse unos días después, disponiendo esta vez de dos o tres horas antes del cierre. Había que rastrear la tumba de Vallejo entre unas ochenta, calculé, pues vagamente tenía que estar en tal sector, y comencé a escudriñar sepulturas. La lluvia, las hojas del furioso otoño parisino, que se introducen mañosamente en las inscripciones, borrando nombres, las incisiones apenas insinuadas sobre las lápidas acostadas, hacían difícil la tarea de leer. Y así, huroneando al azar, por aquí y allá, de repente, a bocajarro, aparece en negro sobre blanco un rollo desplegado de piedra que reza nítidamente «Nací un día que Dios estuvo enfermo». Es el estribillo percutor del último poema de Los Heraldos Negros, ese libro de 1918 que comienza con los magníficos «Hay golpes en la vida, tan fuertes..¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios;…» Es lápida de mármol verduzco, y sólo apartando las hojas deletreamos César Vallejo «qui souhaita reposer dans ce cimetiere». Abajo, una frase un tanto enigmática, «J ai tant neige pour que tu dormes» firmada Georgette, quien inhumara los restos de su marido en 1938, en el cementerio de Montrouge; sólo desde l970 están en Montparnasse. En los funerales del gran poeta peruano tomó la palabra Louis Aragon en representación de la Asociación Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. La esquela comunicando la dolorosa nueva y dirigida a los «Queridos camaradas» llevaba las firmas del mismo Aragon, de Jean-Richard Bloch, de André Chamson y de André Malraux.

Había escrito, Vallejo, en el soneto Piedra Negra sobre una Piedra Blanca, entre los inmortales Poemas Humanos, los conocidos versos siguientes:

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París -y no me corro-

tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Años después, en 1984, un gran número de latinoamericanos exiliados en Paris, junto a intelectuales y jerarcas franceses, se dieron cita en este lugar de Montparnasse. Enterraban a Julio Cortázar, a días de la publicación de Nicaragua tan violentamente dulce. Volodia Teitelboim trazó una excelente semblanza del escritor argentino, a su muerte ciudadano francés, en una reedición de la Policrítica en la hora de los chacales (Ediciones lar, a cargo de Omar Lara).

Encontrar a Julio Cortázar pudo ser imposible, porque su tumba carece de toda leyenda, pero esta vez sí ayudó el plan de la administración del cementerio, que ubica a Cortázar exactamente atrás y a la derecha de César, cuya escultura equina, de acero, hecha por él mismo, no puede pasar inadvertida. ¿Y cómo saber que se trata del lugar de descanso del autor de Rayuela? Pues, muy simple, porque la losa sepulcral está repleta de cronopios, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Remuévelos, y no encontrarás inscripción alguna.

En: Miguel de Loyola

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