Por Rodrigo Fresán
«James Bond no sobreviviría ni cuatro minutos ahí afuera», dijo un oficial retirado de la CIA, hoy uno de los responsables del Spy Museum en Washington D. C.
Es verdad que el agente 007 al servicio de Su Majestad y con licencia para matar pone a prueba nuestra capacidad de credulidad y que mucho más verosímiles resultan las grises criaturas de Graham Greene y John Le Carré.
Pero también es cierto que las vitrinas del Spy Museum donde se desprecia el delirio patentado por Ian Fleming no pueden privarse de exhibir -negocios son negocios- el auténtico Aston Martin acelerado por Sean Connery en Goldfinger.
Y es en esta imposibilidad de negar esa fabulosa fábula que es Bond, donde reside su verdadera seducción: sabemos que todo es mentira, que es imposible que un hombre aguante tantos golpes y que conquiste a tantas mujeres, y aún así? Ian Fleming lo tuvo claro desde el principio: no importa que algo sea increíble; lo importante es creer en ese algo primero y, después, hacer que lo crea el resto del mundo.
La última aceituna. Ahora Bond está más vivo que nunca. Abundan las enciclopedias que analizan hasta la última aceituna de su último Martini (la más delirante, The Bond Code, relaciona y danbrowniza al héroe con una conjura iniciada en el reinado de Elizabeth I, mientras que la más exhaustiva descubre que el primer filme de la serie casi resulta ser Thunderball, con Richard Burton como 007 y dirección de Alfred Hitchcock). Lucas y Spielberg han admitido las raíces «bondianas» de Indiana Jones (y en su inminente próxima aventura lo enfrentan a una mortal espía soviética circa 1957). El respetado novelista inglés Sebastian Faulks ya ha entregado Devil May Care, nueva novela de Bond, que será publicada el 28 de mayo, centenario de Fleming. El Correo Real Británico acaba de emitir sellos conmemorando el mito. Y sus películas -Quantum of Solace se estrenará hacia fin de año- continúan siendo la franchise más exitosa en toda la historia del cine.
Son pocos, sin embargo, los que se interesan por Ian Fleming desde los días en que el presidente John Fitz-gerald Kennedy declarara que este londinense de Mayfair era su autor favorito. Se sabe, sí, que Somerset Maugham y Kingsley Amis (quien «pulió» el manuscrito póstumo de El hombre de la pistola de oro) eran fans del glamouroso ejecutor, pero cuesta pensar que lo que les atraía era su prosa hormonal y adolescente. Las doce novelas y dos libros de relatos de Bond están escritos rápidamente y para ser leídos más rápido aún. El Bond literario es alguien que no tiene nada que perder, sabiendo que en cualquier momento podemos perder todos. De ahí su adicción patológica al peligro y su compulsión de sátiro para seducir a la próxima belleza, que quizás sea la última.
Imagen ideal y sublimada. Este sentimiento de kamikaze irrompible fue, también, el que caracterizó a Fleming; quien creó a Bond no a su imagen y semejanza, pero sí a imagen ideal y sublimada de sí mismo, llegando a, con el tiempo, confundir los límites entre el presente de su personaje y el pasado de su persona y glorificando su difuso paso por los servicios de Inteligencia de la Royal Navy durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, Fleming elaboró extraños planes -con ya «bondescos» nombres como «Operación Goldeneye» u «Operación Overlord»- que incluían al ocultista Aleister Crowley y a la formación de un comando con licencia para lo que les placiera. De ahí a su retiro a una finca de Jamaica y la formulación desaforada de un agente muy caliente para la «guerra fría» que no demoraría en subir la temperatura política, un paso. Tiempos donde un bon vivant asesino con credenciales (Daniel Craig, el último de los Bond cinematográficos, recupera un poco la peligrosidad del personaje de las novelas) era el gadget perfecto para un nuevo orden -o desorden- mundial que a Fleming le causaba bastante gracia. Ha quedado bien documentada una cena junto a JFK en la que el escritor ofreció delirantes métodos para eliminar a Fidel Castro -como arrojar panfletos denunciando su impotencia sexual- mientras oficiales de la CIA confiaban, para pasmo del británico, que estaban trabajando en un tónico que haría que el revolucionario perdiera su icónica barba.
Ahora, los hijos de James Bond se llaman Jason Bourne y Jack 24 Bauer -no en vano comparten sus iniciales- y corren y matan en un paisaje donde ya no importan tanto las curvas de la carne sino el anguloso metal de techno-juguetes adictivos. Fleming buscaba y logró otra cosa: «La estimulación total de los sentidos del lector» con modales muy diferentes a los de Proust. Bebidas bien mezcladas, camisas de manga corta, platos exquisitos, villanos perfectos y mujeres servidas a la temperatura justa.
Máquina de hacer dinero. Fleming murió joven, en 1964, y según uno de sus biógrafos, «fue la única víctima real de Bond». Parece ser que el padre de la criatura presentía -gracias a las películas por venir y ya con 30.000.000 de libros vendidos- que «Bond, James Bond» se convertiría en una máquina de hacer dinero, quería estar en todos los detalles, y su corazón no pudo soportar negociaciones más tensas que cualquier partida de bacará.
Antes de eso, Fleming fue desobediente, temperamental, infantil, insatisfecho, coleccionista de material erótico (su especialidad era la flagelación), y supo definirse mejor que nadie: «Siempre he tenido un pie que se niega a dejar la cuna y otro apresurado por llegar a la tumba». Así vivió Fleming, y cabe pensar que tuvo la suerte de habitar la época justa para sus aspiraciones y no llegara a ver este presente convulsionado donde muchos, «ahí afuera», creen ser James Bond pero en realidad parecen Austin Powers.
En: ABC
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…