Un alegrón estar aquí, no sé si lo merezco. Siempre habrá otros para hablar del libro, del portento del libro, del futuro del libro, esa especie de arcángel que vino del papiro y que ya empieza a ser proscrito del planeta por obra de la hibridez, la malversación del pensamiento, de la plata y la muerte. Usura, usura, caos tecnolátrico, globalización. Áspera conjetura, una vez hubo libros, empresas temerarias de renombre a todo vuelo, en todos los idiomas, casas editoras de máximo prestigio en Buenos Aires, México, en Madrid, en París. Ahora revenden su destello, se comen, se devoran entre sí en la era convulsa de los lagartos venenosos.

Libro, ¿qué será libro?, ya no queda: ése es el vaticinio amenazante en las próximas décadas cuando el pantallazo informático lo haya consumado todo.

Una vez hubo Alejandría, Pérgamo, ya no quedan, pero eso fue ejercicio de las llamas.

Divertido todo, y pavoroso, como la vida misma. Ya no queda, o no va quedando, y no es nostalgia de perdedor. ¿Exterminio o relevo?, ésa más bien es la pregunta.

Moraleja, oyentes míos, no le tengan miedo al miedo, lean, sigan leyendo hasta el amanecer, hasta que se les reseque el seso sigan, sigan leyendo, apréndanle a ese flaco prodigioso, que prefirió volverse loco leyendo y releyendo, y lo dio todo por la caballería, la nariz y el «celebro», como decía él. Personalmente yo soy libro y vivo libro, su aroma, su frescor y su sabor, su zumbido precioso, su secreto.

¿A la basura entonces el pantallazo vil? No me crean tanta perplejidad. Feria del libro para qué, no, no me crean. No soy ave de mal augurio. Soy loco pero eso es otra cosa. Por último los empresarios del libro que se coman entre ellos, los de allí, los de allá. Que se lo coman todo y acabemos, como rió César Vallejo.

Hablando del poeta César Vallejo, el más grande poeta del idioma, de Darío para acá, esta conversación a todo sol debió haber entrado por ahí, ¿no les parece? Pues la Patria Grande de Simón Rodríguez —maestro de Bolívar—, esa Patria Grande que nos dijo también Martí, nos exige nacer y renacer los unos de los otros en una dinastía de galaxias. Lezama, Carpentier, por decir dos estrellas, dos sistemas imaginarios únicos en su luz, gente grande como Cervantes, Góngora, Quevedo, paridos aquí, dos resurrectos de esos que no mueren. Los poetas no mueren, quedan encantados.

Octubre del 59, me parece estar viéndolo al Carpentier: —»No te vine a invitar, hombre, te vine a llevar. En dos semanas más nos juntamos todos los escritores allá abajo en América del Sur. América es la casa». «Lo sé, me dijo Alejo: voy» y fue. Coraje y sacrificio, fue hasta el remoto Concepción de Chile. Allí nos dijo el Mundo, dialogó, polemizó, ventiló finísimo el gran juego de lo real maravilloso, nos deslumbró hasta el portento. Ahí tienen, dijo un minero de esos de Lota que andaba por ahí, «¿no querían oír a uno bueno? Ése sí que sabe hablar en español».

Por su parte Carpentier extendió una alabanza impresionante sobre aquellos grandes encuentros de escritores y científicos que me tocó dirigir, al compararlos con los de la Abadía de Pontigny al cierre de la primera guerra mundial.

Como nunca falta lo mísero y lo pintoresco, tuve el honor de ser excomulgado de la universidad aquella, cuando el rector de dijo: «Ahora se va por querer cubanizarnos. No vuelva más». Otro exilio, pensé yo.

A lo mío otra vez: Nacemos y desnacemos pero nos quedamos, ya se ve. Hablo de los poetas, se me entiende —Alejo es un poeta como Rulfo lo es—, de los que fundan lo permanente como dijera Hölderlin: «Was bleibt aber stiften die Dichter». Pero lo permanente, eso, lo fundan los poetas, conforme a la versión original.

Más claro, y vamos viendo, ¿quién fundó México para empezar a enumerar las patrias destartaladas? ¿Algún virrey peninsular, algún Emperador recién llegado de París? ¿O los mayas que inventaron el cero hará milenios, o los aztecas, o los tarahumaras que siguen siendo mis hermanos allá arriba en Chihuahua? Porque yo soy de ahí y tengo hambre de México como Buñuel o como Artaud.

¿Y el Perú, para seguir por la otra punta?, ¿otro virrey?, ¿o más bien el que fundó al Perú fue Vallejo, ya dije, sin el cual no anda el Mundo?, ¿o Jorge Eduardo Eielson que se nos fue recién el 2006? (Por apurón, se nos habrá ido, pienso). ¿Quién inventó al Perú?, ¿César Moro?, ¿Adolfo Von Westphalen? ¿Nada más los ríos profundos, los grandes ríos, José María Arguedas?

O, volviendo al gran México, que no termina nunca, ¿qué haríamos sin Paz, sin Octavio Paz que nos vio la suerte en el laberinto de la soledad a escala de Occidente? ¿Y Rulfo, qué haríamos sin Rulfo y no me importa nada que no haya escrito nunca un verso?, ¿y Sor Juana y Alfonso Reyes, el de Monterrey?, ¿y Ramón López Velarde?, ¿y todavía, todavía?, ¿y algún Cardoza y Aragón que no será de ahí pero sigue siendo?, ¿y Elizondo?

Pampa abajo por el Río de la Plata allá por la mitad del XIX ¿quién inventó el surrealismo avant la lettre sino ese loco de Lautréamont? A ver, ¿monsieur Breton, quien lo inventó, con humor negro y todo, y dictado automático?

¿Y Darío, Darío, que dijo el fundamento como nadie, desde Juan de la Cruz?, ¿quién se atrevió a llamarlo poeta de segunda clase cuando su centenario? ¿Quién sino el aullido del rencor? ¿Y Borges, Borges, primo de Macedonio el grande?, ¿qué haríamos sin Borges, sin El Aleph? ¿Y sin Lezama?, ¿qué?, ¿quién nos diría el Mundo, el caracol del universo desde la inmensidad de un rectángulo de agua?

Todo ello sin insistir en los cronistas, deslumbrantes precursores de Neftalí, de Vicente, de Gabriela Mistral, con Nobel o sin él, o de algún otro de cuyo nombre no me acuerdo, o no quiero acordarme.

¡Esos cronistas deslumbrantes del XVII y del XVIII que dijeron los mares y las cumbres de esta América hermosa, sin excluir a los adivinos de ayer y a los de hoy igualmente adivinos, pero sin directorios telefónicos ni descaros panópticos, ni figurones de ninguna especie! Total, uno escribe 5 ó 6 poemas, a lo áspero y largo de su vida, 25 páginas como dijera Gottfried Benn, ¿quién ha leído a Gottfried Benn? Eso de obras completas es cosa discutible, ¿no les parece? Juan de Yepes hizo 17 poesías —ahora les dicen textos—, Rulfo esos cuentos 17 igual, fuera de Pedro Páramo. México, México, el otro México que somos todos, del Río Grande hasta la Antártica. De ahí vino el GRANMA aquella vez, de ahí estará viniendo.

Nademos hondo en ese oleaje. ¿Usted cree que es chileno por mistraliano?, ¿que es argentino por borgiano, lezámico por Paradiso o por Dador, carpenteriano por El Reino de este Mundo, cree usted?, ¿que es peruano por vallejiano, que es dariano por esa curva preciosa, martiano por coraje y por martirio, guimeraesrosiano por fluminense, lautreamoniano por montevideano, costino, andino por mero azar; que vino en burro o a caballo porque sí, paisano de paisanería de esas patrias despedazadas, cree usted?

—No, mi señor, usted anda con su México a cuestas desde los grandes días presurosos desde hace tres milenios, su México en el seso y en el corazón, su Perú, su Colombia, su Tiahuanaco airoso, su Venezuela, su Brasil anchuroso, su Chile parto de volcanes. Y sus islas, sus islas, sus bellísimas islas. Esa nariz siempre adivina de lo uno y lo múltiple. Óigalo bien: América es la casa.

Paro aquí. Entro en las aguas de una vez.

Lafkenche como soy, sigo en lafkenche, sigo en lafkenche la ventolera de decir el mundo.

Desde hace 90 años ando en las aguas, vivo de ellas, muero de ellas: las amnióticas ciegas —9 meses diez mil—, las mágicas a lo largo de esas infancias que no terminan nunca, las diamantinas, las secretas —rigor y frenesí—, las obsesas, las ásperas —cuadernas, chumaceras—, las precipicias, las convulsas, todo ese río en fin que somos todos y por lo visto el mar que también somos todos. Me piden que entre en el oleaje de la prosa sesuda y diga qué es el agua, todas las aguas. Que las diga de veras. No lo sé: ¿átomos o sub-átomos?, ¿materia diáfana?, ¿número pitagórico?, ¿impaciencia memoriosa? Dos versos al azar de mi Renata de Chihuahua única, la poeta más bella que habré visto:

«Los niños en el río

miden el fondo de la transparencia»

¡Ella y las aguas vaticinias, mi posesa! Las habré visto sollozar, dormir, reír, extasiarse, aquietarse, remecerse, discurrir sigilosas Leufü abajo, gemir, bailar, ir y más ir, ser este mismo que es mi pensamiento parado en la roca de la identidad. ¿Las habré visto respirantemente? Difícil. Dicen que viene el páramo y empezarán a retirarse a corto plazo desde el viejo 2007. Que ya viene el gran hueco. Confianza. Dios quiere dioses, dice Novalis. En el principio fueron las aguas y andamos todavía en el principio.

Agua libre libérrima, la habrán pintado los maestros por ahí: un Homero, un Ovidio, un Virgilio, un Catulo, y por qué no un fenicio o algún cartaginés, o estos otros nautas más próximos a nosotros: un San Juan de la Cruz, Castilla adentro, con murmurio («aquella eterna fonte está escondida«), un Baudelaire albatros, un Conrad, un Hugó, un de repente Valéry buzo del sol: ¡cementerio marino!, un Celan sub-nadando Sena abajo, un Rilke más hondo y torrencial que el mismo Duino, un éxtasis de Duino, un Lautréamont, un Pund más veneciano que Venecia al que le puse aquella rosa en ese mármol a un metro de Diaghilev. Aún oigo el tableteo fresco de aquellas aguas. ¡Lo único que nos queda de la Roma imperial!

El otro día me leí un verdadero libro grande que me ventiló el seso, me lo intenté leer a nado, trepidante: Dios creó los números, el hombre todo lo demás. Autor: Stephen Hawking, a quien vi hará tres días allá abajo en Valdivia por azar. Un verdadero príncipe de las galaxias, ligeramente parapléjico —tetrapléjico, me aclaran por aquí. Todo se junta siempre. Parece poesía pero no es poesía. No habré entendido nada o casi nada de tanto y tanto número pero sí el ritmo, ¡el Ritmo! Si es que viene de lo más alto de aquellas otras aguas invisibles. Palinurus me salve, misterio y más misterio.

¿Qué le entonces, señores, le voy a hacer? Así se me dio siempre la poesía. Oscura pero no confusa, si entenderla con entendederas lúcidas. Y siempre me gustó el aforismo del ítalo-argentino Antonio Porchia: «La poesía se hace no sabiéndola hacer.»

No sabiéndola, pero eso sí sabiéndola porque sin oficio ¿cómo? Nunca fue la palabra mero fulgor de iluminados y nada más.

¿Quién dijo el mar entre nosotros?

¿Huidobro por ejemplo en «Monumento al mar»?, ¿Neruda en «El fantasma del buque de carga»?, ¿la Mistral en «Beber», una pequeña pieza cumbre de las que no hay en español? Transcribamos sin hermenéutica esa ráfaga única para que se oiga y se reoiga setenta veces siete como habrá que leer siempre la poesía alta. Por puro encantamiento transcribámosla.

Son cuatro movimientos casi músicos de apariencia dispersa y sin embargo urdidos en una sola trama enigmática a contar de las dos líneas balbuceantes del principio. Una tetravisión.

Cada lector podrá elegir la que más le guste, o todas si prefiere. Por mi parte, me quedo con las dos cuerdas perplejas, casi al cierre, que ni afirman ni niegan:

«Será esto la eternidad

que aún estamos como estábamos»

Ni Teresa la de Ávila lo dijera mejor.

BEBER

Recuerdo gestos de criaturas

y son gestos de darme agua.

En el valle de Río Blanco,
en donde nace el Aconcagua,
llegué a beber, salté a beber
en el fuete de una cascada,
que caía crinada y dura
y se rompía yerta y blanca.

Pegué mi boca al hervidero,
y me quemaba el agua santa,
y tres días sangró mi boca
de aquel sorbo del Aconcagua.

En el campo de Mitla, un día
de cigarras, de sol, de marcha,
me doblé a un pozo y vino un indio
a sostenerme sobre el agua,
y mi cabeza, como un fruto,
estaba dentro de sus palmas.

Bebía yo lo que bebía,
que era su cara con mi cara,
y en un relámpago yo supe
carne de Mitla ser mi casta.

En la Isla de Puerto Rico,
a la siesta de azul colmada,
mi cuerpo quieto, las olas locas,
y como cien madres las palmas,
rompió una niña por donaire
junto a mi boca un coco de agua,
y yo bebí, como una hija,
agua de madre, agua de palma.

Y más dulzura no he bebido
con el cuerpo ni con el alma.

A la casa de mis niñeces
mi madre me llevaba el agua.

Entre un sorbo y el otro sorbo
la veía sobre la jarra.

La cabeza más se subía
y la jarra más se abajaba.

Todavía yo tengo el valle,
tengo mi sed y su mirada.

Será esto la eternidad
que aún estamos como estábamos.

Recuerdo gestos de criaturas

y son gestos de darme agua.

No es cosa de eficacia de adjetivos e imágenes. Los poemas se arman. Este poema está bien armado.

Prolijo sería descubrir el tratamiento del agua en un Neruda o un Huidobro, o en otros anteriores del país longilíneo como Pedro Prado o Magallanes Moure o Diego Dublé Urrutia. No sé si proceda. Bueno ese «Monumento al mar», de Huidobro, ¿qué les parece a ustedes?, para mí hizo diana como se dice en buen español: ¿¡monumento al mar!?, monumento (estaticidad), mar (dinamicidad). Un hallazgo a escala de Apollinaire.

¡Digo yo! Igual y si queremos, oigamos cuatro cuerdas elégicas del mejor Neruda en «Alberto Rojas Jiménez viene volando»:

(Imita la voz de Pablo Neruda, risas en el público)

«Ahí está el mar, bajo de noche y te oigo
venir volando bajo el mar sin nadie,
bajo el mar que me habita oscurecido:
vienes volando»

Remontemos las aguas, hablemos de otros dioses.

Digamos Humboldt sin parar. Los grandes ríos arrastran la sabiduría. La frase es buena y responde a los enigmas que discurren a lo largo de la historia. Así el Nilo con sus 6700 kilómetros que van a dar al Mediterráneo; o el Amazonas al Atlántico con sus 6280 o el Missouri-Missisippi que entra al golfo de México con los 6266. O el Yang-Tze Kiang al mar oriental de la China con sus casi 5000 (encima de cuyo lomo habré navegado una semana con la Hilda), o el Paraná o el Volga o el Bravo o Río Grande del Norte, o el Danubio musical o el Orinoco espléndido o el Ganges que va a parar a Bengala o el Rihn tan amado por Víctor Hugo, o el Ródano o el Tigris o el Eufrates o de repente el Támesis. O por qué no el Buy-Buy antes que se llamara Bío-Bío cuando todavía era fiel a la onomatopeya de las aguas, sin olvidar por un minuto al Caroní donde vuela el Salto del Agua rey de la Gran Sabana por donde anduvo Alejo Carpentier y vio como ninguno la belleza.

Literalmente los habré nadado a todos a lo Alejandro, a lo humano, a lo Cervantes que seguro nadó el Pisuerga, río pobre del gran Valladolid cuando El coloquio de los perros. Nademos largo y sin miedo a lo Lautaro, a lo Picasso nademos, a lo Kafka, a lo Mao que era un buen nadador según parece y todavía anda nadando por ahí.

Belleza la de mar, fiereza, riesgo y más riesgo. Belleza la del río, del manantial, del ventisquero, de las grandes corrientes.

¡Adiós por otra parte al charco vil! ¡Adiós esté donde esté! En los Bancos vistosos, en las bolsas mercantiles, en la trampa bursátil que no cesa, en la usura, en todos los petróleos habidos y por haber. Alguna vez no habrá otro combustible que el combustible de las estrellas, ya vendrá.

De los cuatro elementos que dijeron los jónicos hará 2500 años, el más mío es el agua. Cuanto dije o me dictaron los dioses vino del agua y fue a dar al agua. Un agua ígnea, a un milímetro a veces de la lava, cuando pinté el amor — ¿qué se ama cuando se ama?—, un agua a veces ronca y otras pericolosa, vistosa unas veces y otras veces callada, sin excluir el agua gloriosa y seminal de los cinco sentidos con sexo y todo, que serán siempre 5000: táctil, olorosa, turbulenta, ciega a ratos, viscosa. Aceite raro el agua de nacer y desnacer. Échenle agua a los muertos y adiós a la mortaja. Bendita sea la lluvia porque moja la cara de los muertos. Eso lo dijo Lorca y me oxigena.

Por ahí se anda diciendo que estamos en plena quemazón y ya no la para nadie. Déjenlo que se queme al viejo planeta. Para que se haga hombre de una vez. ¡Ese Novalis: «el agua es una llama mojada»!

No sé si todos los ríos son tan grandes pero mi río Renegado es grande y yo lo quiero y pasa como loco por mi casa antes que se suicide tirándose de bruces encima del Diguillín unos cuarenta metros malherido. Lo fugitivo permanece y dura, la frase es de Quevedo. La otra semana anduvimos por ahí. Casi nos desnucamos barranco abajo.

A lo mejor debiera uno callarse. Pero no. Todavía no. Por lo menos todavía no. Estoy viviendo un reverdecimiento en el mejor sentido, una reniñez, una espontaneidad que casi no me explico. Es como si dejara que escribiera el lenguaje por mí. Parece descuido, y es el desvelo mayor. Estoy dejando que las aguas hablen, que suban las aguas, y que ellas mismas hablen.

Sagitario como soy algo habré navegado estos 90 en bote, en bergantín, en trasatlántico, en velero liviano. No hay lluvia ni tormenta que me haya sido ajena, ni costa. Agua y agua; a los 5 a puro llanto; a los 8 el horror; a los 17 puro desenfreno, a los cada tres años por el Mundo la palabra libérrima, hasta esta reniñez.

De las embarcaciones perdurables en el seso se me vienen de golpe las pesqueras a la siga de la corvina, de la sierra, del congrio, del róbalo sobre el amanecer, el ventarrón. Todo eso en estos sures estremecidos, Puluqui, Lebu, alturas de Coquimbo, Caldera, ¿qué será de Caldera? ¿De Iquique qué será a unos metros de Humberstone donde fui a parar tan temprano a todo sol?

Se me vienen los viajes, ¡cuánto viaje! Se me viene el olor a mar, a tormenta, a braveza de mar. No seré Palinurus pero me sé el chillido de las gaviotas de Hamburgo, (de Vigo, de Le Havre, de Tienzing, de La Habana, Buenos Aires, Rostock, San Francisco, Tirúa, Millaneco donde llegó mi padre. Donde él y yo bajamos a la mina, y aún la huelo a la escoria. Eso era mar de hombre: eso sí que era mar, carbón y mar. Oxigenazo para siempre.

Se me viene la Antártica sigilosa y uno llega en el Hércules que le compramos a Vietnam a todo estruendo pavoroso, de sopetón, a vieja hélice, así es como se llega. No hay nadie ahí en el blanquerío del silencio sino otra erosión: la de la eternidad.

Pinto la figura y paro. Soy agua y no soy agua. Tendré 90 en cada uno de estos dos. No, no es llanto, qué va a ser. Lo que me pasa es que no veo. Tiene que estar lloviendo, la oigo al agua. La escribo en pobre prosa, como puedo.

Un alegrón estar aquí. Fidel puso a Cuba en la Historia y eso lo saben las estrellas.

Yo estaba en Roma aquella vez leyendo el diario esa mañana del uno del 59 del otro siglo cuando le dije al Rodrigo, primogénito mío de 15 años que iba conmigo por el Mundo: —»A ver, muchacho, de las dos noticias ¿cuál?, ¿la terrestre de Fidel entrando en La Habana o la otra con lo del razzo en la Luna?».

—»La de Fidel, me dijo, ésa no va a pasar nunca.»

Dio en el clavo. Nunca iría a pasar. Ésa sí que era «nueva» diría Apollinaire hablando de lo nuevo, ésa sí que era nueva de novedad heroica.

Ahora tengo 90 y el otro día los cumplí y sigo siendo fidelista como sigo siendo allendero. Mundano de mundanidad, con todos los riesgos. Habré nacido carbonífero, tiznado de carbón, pero mundano. Marítimo y fluvial pero mundano en ese puerto del extremo sur donde el gran personaje es el ventarrón.

Ercilla que hizo el mito y le dio el nombre a Chile lo hubiera hecho suyo más que el mismo Lautaro. Lautaro, el ventarrón. Permítanme decirles, de viva voz, una octava de fuego escrita a cuchillo en la piel de ese árbol por el joven Ercilla, ¡un verdadero parte clínico del gran parto sangriento! Así se escribe poesía grande. A lo Homero, compañero.

Aquí llegó donde otro no ha llegado
Don Alonso de Ercilla que el primero,
En un pequeño barco deslastrado
Con solo diez pasó el Desaguadero,
El año cincuenta y ocho entrado
Sobre mil y quinientos por febrero,
A las dos de la tarde el postrer día
Volviendo a la dejada compañía.

Me parieron mundano y sigo siéndolo, mundano como todos los poetas, con fascinación de mundo y no de villorrio. Nunca fui del villorrio ni para qué decir del vecindario. Nací tierra, comí tierra, pensé tierra, hice hijos de tierra, me acostaré así mismo tierra, y eso será pronto. Cuanto vengo diciendo es pura tierra.

Ahí también, a un paso en el submar de Lebu, ahí en ese ahí duerme mi padre que anduvo siempre a un metro del grisú antes del estallido.

Oleaje, oleaje, de ahí vengo yo, de ahí tengo que estar viniendo todavía libérrimo y esquizo, inconcluso y larvario. Y por añadidura asmático de asma grande, eso sí. Y, otra cosa, que bien me sé, y ya en el diálogo con mi Heráclito de hará 2.500: seremos villorrio, todo lo que se quiera, pero villorrio traslaticio ¡y el sol, el sol!

Digámoslo a escala de vaticinio:

«Un aire, un aire, un aire,
un aire,
un aire nuevo,
no para respirarlo
sino para vivirlo.»

No es que me canse de estar en pie, eso nunca. Sigo en pie como el gran Quevedo del XVII: -«Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado». El que dijo lo otro fue Borges cuando afirmó con ironía que nunca fue feliz. Allá él. ¡Gran mortal ese Borges!

Mi hartazgo es otro. Lo que me cansa es tanto y tanto riquerío mercader a costa de las costillas de tanto y tanto pobrerío en el planeta de norte a sur, del este hasta el oeste. De eso es lo que me canso. Apúrate le digo entonces a la Historia.

Cuesta, la cosa cuesta.

¿Qué hago en fin para seguir en esto de respirar?

Mortal y todo, ¿qué hago? Digo el Mundo. Todo lo más, digo el Mundo con la palabra que me dieron. Aunque me consta que no la merezco.

Oficio y más oficio, mis oyentes, y no sólo iluminación o inspiración como dicen los necios por ahí. Los poemas se arman. Oficio y más oficio. Poe lo sabía, Edgar Allan Poe. Lo demás son oficios pasables: médico, bioquímico, cuántico y más cuántico, experto en nada, banquero, buzo, equilibrista, inversionista, aeronauta, zapatero, granjero, tabernero, arqueólogo, cineasta, figurón.

Oficio y más oficio, ése es el juego de la poesía, el gran juego incurable: encantamiento y condena. Nadie se cura de ella si te la dan a la palabra.

Pero gánala, hombre, con imaginación y con coraje.

Claro, también puedes callar pero siempre habrá tiempo para el gran callamiento, si es que no hay eternidad.

Soy un desinstalado en fin y sigo siéndolo. El ocio es mi negocio, la libertad, la imaginación, el riesgo y hasta el descaro. No hablo de eso. Un aprendiz, eso soy. Otros serán videntes. Dicen que son videntes. Dicen que son.

Yo no soy vidente, no alcanzo, me gusta eso de Goethe: «Que no puedas llegar nunca, eso es lo que te hace grande».

Pero yo no lo soy, ¿grande de qué? Tendré 90, siempre andaré en las pubertades cíclicas. De niño olí la escoria del carbón allá en Millaneco — Arauco abajo — cuando bajé a la mina, olí la asfixia. Ahora huelo la transparencia. Adoro a Cuba.

Un alegrón estar aquí. Vuelvo al 72 y estoy aquí después de tanto después. Y antes y antes, vuelvo al sesenta y tantos con Cortázar, con Matta vuelvo, con Darío en Varadero. Todo eso a los 100 años. ¿Quién no cumple 100 años?

Vuelvo al martes fatídico del 73, entro en el callamiento. ¡Nos mataron sangrientamente la nieve! Arriemos la bandera ensangrentada con un inmenso viva Chile.

Aquí aprendí la Tierra. Cuánto y cuánto aprendí. De las estrellas aprendí. Y claro de la grandeza, de la dignidad, del gran pacto solidario. Aquí me dieron ustedes de comer o más bien los padres de ustedes de comer mi hambre y mi pena en los abismos del exilio pero siempre estuve aquí: durmiera donde durmiera; en Rostock o en la Antártica, siempre durmiera aquí; o en Berlín, o en Caracas durmiera esos 10 años indocumentado, o en París o en Madrid o en Manhattan mismo o en San Francisco o algo así ¿dónde no? Nadara por nadar la inmensidad de los desnudos y los muertos o de los perdedores, me aullara seco el mar, el Báltico, el Yang-Tsé, el Orinoco enorme, tan lejos del Buy-Buy, tan lejos del Buy-Buy antes que fuera Bío-Bío.

Paro aquí. Ay, mis hermanos, ya me estoy yendo, ténganme por diáfano.

Gonzalo Rojas

En la sala Che Guevara de la Casa de las Américas, el lunes 21 de enero de 2008 durante la inauguración de la 49 edición del Premio Literario Casa de las Américas.