Por Miguel de Loyola 

El tren baja desde Talca por la ribera norte del río Maule hasta la ciudad de Constitución. Recorre así un largo tramo del río, cruzando pequeños poblados levantados a orillas de las aguas, deteniéndose en diminutas estaciones que parecen copias calcadas de las grandes estaciones ferroviarias de antaño.

Ese tren solía trasladar a los veraneantes provenientes de Talca. Familias completas viajaban cantando en sus vagones con destino a la playa, y volvían melancólicas una vez terminado el verano. Recuerdo haber comido las mejores humitas en González Bastidas, los mejores pollos, los huevos más amarillos y sabrosos, los choclos humeantes que ofrecían las vendedoras en las mismas ventanillas del tren. Ah, y las empanadas, las infaltables empanadas chilenas en horno de barro, calientes, jugosas… ¡Quién no quisiera volver a esos tiempos!, cuando las expectativas estaban puestas en cosas sencillas, pero de tradición. Disfrutar del viaje, salir de la rutina, dejarse llevar sin ninguna responsabilidad, sin auto que conducir, ni tacos ni camiones que adelantar.

El tren rodaba sobre los rieles sacando chispas, haciendo temblar el sueño de los viejos durmientes emplazados para sostener la línea férrea, reventando piedras y cascajos, espantando conejos, gallinas y perros. El tren se movía con un solo destino en mente, manteniendo constante el mismo vaivén, ese movimiento adormecedor sobre los rieles, ese movimiento continuo y cruzado, hipnotizador, multiplicando la vieja melodía del chi-qui-cha-ca/ chi-qui-cha-ca hasta el infinito……que adormecía a niños, ancianos y adultos.

El tren partía muy lentamente, apenas girando sus piernas de hierro, apenas soltando el aire comprimido atorado en sus frenos, apenas insinuando su partida, apenas diciendo adiós con un pitazo lejano, para más adelante terminar rodando a toda máquina, desbocado por la pendiente de los cerros, recorriendo la cintura del Maule, atravesando puentes y bosques, llanuras y sembrados, viñas y trigales.

El tren llevaba un pulso, un compás, una melodía grababa en el alma de los pasajeros, una canción favorita que revivía tras cada nuevo trayecto. El tren tenía espíritu, magia, por eso trasladaba el alma de los viajantes  primero que al cuerpo. El tren imprimía sus historias con su propia impresora de fierro, cargando de leyendas la mente sorprendida de los viajeros.