Por Jaime Hagel
Publicar un libro con un título criollista usado y con una portada en consonancia puede ser indicio de un escritor a quien no le interesa impresionar. Lo cual es, por cierto, sumamente impresionante. Pero lo que a primera vista parecen cuentos retro logran transformarse en un prodigio de amenidad con una fuerza, verosimilitud y profundidad ausentes en el costumbrismo al cual alude el título y la portada
Miguel de Loyola vuelve al espacio, personajes y situaciones de la narrativa criollista para presentarnos en forma muy peculiar y con intensidad la condición humana en relatos significativos que narran algo que va más allá de la mera anécdota.
Al comenzar a leer este libro, el lector es sustraído de los acostumbrados ambientes citadinos de la literatura contemporánea para ser sumergido muy gratamente en lo rural, en el campo y sus tranquilos caseríos. La maldad, lo demoníaco están en la ciudad, en las metrópolis; la salvación, la bondad, la paz, el refugio se encuentra en los bucólicos espacios del campo. Este mito nos traiciona en estas páginas que están más cerca de Rulfo y Faulkner que de nuestros costumbristas y criollistas. Tenemos arte allí donde no se nota el artificio. Para el lector desprevenido, estos Cuentos del Maule casi no parecen ficciones sino testimonios directos de una región muy chilena, relatos más populares que literarios sin otra pretención que la de mostrar el color local, costumbres, modos de vivir y entretener. El autor consigue en todos estos quince cuentos la difícil naturalidad. Recién después de una detenida segunda lectura podemos captar los artificios que Miguel de Loyola, magister en literatura, maneja muy diestramente para darles forma de relatos a sus obsesiones, demonios y fantasmas a los que exorcisa a través de la escritura.
Los hombres nacen aristotélicos o platónicos. A los primeros les interesa lo particular, lo íntimo, lo personal; y a los platónicos, las ideas, las formas, lo genérico. Por lo tanto, los aristotélicos son novelistas -giran en torno de un personaje-, y los platónicos escriben cuentos -relato, por lo general, de argumento-. En Cuentos del Maule esta clasificación no es aplicable, pues, realmente, el personaje es la ilustración del acontecer, y el acontecer la iluminación del personaje, y ambos -personaje y acontecer- inseparables del espacio maulino del cual son una emanación al igual que el narrador. Las descripciones están incorporadas a la acción y no caen en el paisajismo. Hay una armonía en los componentes de estas narraciones. Los personajes -algunos inolvidables como el fantasma borracho de calzoncillos largos-, el espacio, el acontecer y el narrador forman un todo inseparable.
El narrador es otro personaje que con la voz de un campesino ya algo viejo que se cree culto, modula muy bien su propio castellano sin perder la calma, el ritmo, y sin entusiasmarse en los pasajes más climáticos. El tono original, convincente, de la voz narrativa produce esa impresión de inmediatez propia del relato oral. Cada vez que un personaje determinado aparece o reaparece en otro cuento lo hace con su característica más visible o notoria como el sucio sombrero negro del Beto o las ojotas de goma de neumático de Lalo. Los personajes flotantes -que aparecen en varios cuentos ya sea como protagonistas o secundarios- junto con la constante presencia del espacio maulino y las reiteraciones de algunos motivos como el alcoholismo, la pobreza,la violencia y la muerte contribuyen notablemente a la sensación de globalidad del conjunto de relatos. Estos tópicos, miseria, brutalidad, alcohol, se mezclan con el viento, el olor a humo, el aullido de los perros, etc. para configurar un mundo infernal, pero no sin esperanza, produciendo la impresión de que el ser humano se está perdiendo un paraíso por no entender bien las cosas. No por nada, personajes que se han alejado de su lar maulino regresan, regresan a buscar algo que perdieron o, ya viejos, vuelven para morir allí, en esas tierras, enfermos de nostalgia de algo que nunca tuvieron, pero que podrían haber tenido.
El amor de buena ley aparece y con frecuencia se frustra por las condiciones del medio, por la despiadada lucha por subsistir y, a veces, por el ensimismamiento que estas condiciones producen en el personaje. Los cuentos de Miguel de Loyola muestran -no demuestran ni proponen soluciones, revelan la vida sin sentimentalismos ni cursilerías. Apartado de todo eufemismo, el lenguaje crudo le da mayor nobleza a los sentimientos, pasiones y nostalgia del relato. El autor logra originalidad, intensidad e incluso asombro con materiales que parecían desgastados, desacreditados por la falta de oficio, profundidad y autenticidad con que solían aplicar su receta los costumbristas. Pero no es solo el oficio, la técnica narrativa, sino también la ispiración, el serle fiel a sus propios fantasmas lo que transforma estas narraciones en algo que tiene que ver con todos nosotros. Mientras más personal, más universal, se suele decir. Pero junto con darle forma a sus fantasmas y demonios, Miguel de Loyola capta una realidad social y este conjunto le otorga una universalidad enorme a sus amenísimos relatos.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.