Por Iván Quezada
Preámbulo demorado
Como en una sinfonía, las sagas literarias aumentan o disminuyen de intensidad a medida que se acercan a su término. Los intervalos podrían repetirse una y otra vez, eternamente; pero el tiempo transcurrido indica el final. Es la hora de las recapitulaciones. Algo así me ocurrió al leer El segundo deseo, la última novela aparecida de Ramón Díaz Eterovic sobre el detective Heredia.
La vuelta a sus orígenes, al buscar a su padre, parece plantear el desenlace definitivo. La saga cumple un ciclo, pero la última vuelta de tuerca se ve difícil. ¿Cómo Heredia entenderá por fin la realidad de Chile? ¿Cuál será su mensaje para la posteridad?
Al pasar de los años lo hemos visto como un imberbe, luego huérfano; estudiante fracasado en la universidad –mientras militaba en un movimiento clandestino–; lobo estepario, justiciero sin causa… Pero ahora la historia da la impresión de haber llegado a un recodo, más allá del desgano característico del protagonista. La posibilidad de descubrir la verdad de sí mismo, al revelársele la vida de su padre, es un hito imposible de soslayar. Si bien se malogra, porque Heredia necesitaba más que simplemente acumular los datos del “caso” (le urgía tener un conocimiento íntimo, muy hablado, con su progenitor, lo que no sucede), el misterio queda abierto y ya no se ve tan difícil de dilucidar. Ante esta situación, el escepticismo de Heredia es una excusa que no durará por mucho tiempo, o demasiadas páginas.
Desde luego, también se podría argüir que el vuelco en la conciencia del detective depende de aquel cambio profundo en la sociedad chilena que alguna vez intuyó próximo, para después frustrarse por los mediocres resultados tras el fin de la dictadura. Fue la clásica fórmula del gatopardo: todo cambió y siguió igual, lo cual condenó a Heredia a una pesquisa a ciegas de su identidad. Su existencia comenzó a devanarse en los fragmentos de intrigas policiales que no lo convencen, que una vez resueltas le dejan un sabor vacío en la boca. Por lo mismo no puede comprometerse y, al menos hasta esta última entrega, lo hacían ver a todas las mujeres iguales: la rutina de las conquistas que, aún provocándole magulladuras porque es un hombre sensible, lo ensimismaba en su soledad. Pero ahora hay una mujer que le tuerce la mano a su obstinación; llegan al acuerdo de respetar sus libertades individuales, parece una dilación (¿nuevamente el gatopardismo?) y, sin embargo, a diferencia de otras oportunidades, esta vez da la sensación de que todo puede ocurrir, incluyendo lo que más teme: que los acontecimientos lo superen y así aflore su destino venciendo las dudas.
¿Sucederá esto por un quiebre en la política nacional? Heredia no es adivino ni profeta. Siente alguna nostalgia por los movimientos sociales, más por ética que por ideología, incluso contrariando las evidencias que reafirman su pesimismo. Pero no se puede sustraer a su “tercer deseo”. Todavía no sabe cuál es, como si al momento de ofrecérsele los tres deseos, los hubiera escogido de manera inconsciente. Sólo sabe que existe, tomó una decisión y ad portas de cumplirse su predicamento, resulta inevitable recordar la máxima de Santa Teresa de Jesús: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”.
El laberinto de la personalidad del detective puede tener una salida al reencontrarse con la historia del país, pero la dificultad estriba en que la verdad última de sus esmeros radica en él mismo. Las mentiras de la transición le han ocultado su otro yo. Se demora, sigue siendo el huacho que se mete por los intersticios de la ciudad, al borde de las clases sociales, estigmatizado. ¿Acaso su vida es un preámbulo de la nada? Desde este momento posee un indicio, una pista. Un interlocutor puede romper su infructífero diálogo consigo mismo. Y ese nuevo actor es su pasado, las raíces que comparte con los más miserables de Chile, cultivadas en la peor violencia de Estado y Nación. Este fantasma trasciende los límites geográficos del territorio nacional, aunque en lo concerniente a la saga de Heredia importa averiguar cómo se le derrotará aquí y ahora.
Se dirá que esta perspectiva es un artilugio psicoanalítico. El detective subsiste en la misma rutina que el resto de las personas y los personajes de libros en el mundo; aprende de lo inservible, de manera que llega a conclusiones similares al repetir perpetuamente su historia. Este existencialismo es fácil de verificar en la escritura de las novelas: las palabras suelen ser de tono menor, exhaustas y a menudo sórdidas. Ni siquiera en sus sueños el protagonista se libra de sus dilemas; los símbolos que allí le aparecen son palmarios y por tanto se relacionan más con su conciencia racional que con su inconsciente. Sin embargo, no es un conformista y todavía le queda lucidez para llegar a un final.
El segundo deseo
Ramón Díaz Eterovic
244 páginas
2006, LOM Ediciones
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…