(La Tercera, Suplemento de Cultura, sábado 15 de septiembre 2007)
Pese a los numerosos cultores del micro cuento en Chile, el género no es valorado por las editoriales, quizás porque se le reduce a la categoría de ejercicio de taller literario. Sin embargo, la facilidad de su lectura podría convertir este formato en el gran comodín para el fomento del libro, ahora que tanto lo necesitamos.
Tito Matamala.
La culpa es de un tal Monterroso. Escribió una línea algo graciosa, puso más arriba otra línea que simula ser un título, y le dio con que eso era un cuento: “El dinosaurio”. Se lo aguantamos porque es don Augusto Monterroso, es un lujo que le concedemos, del mismo modo en que hay quienes creen que los discursos, declaraciones y tallas de Nicanor Parra forman parte de la poesía clásica contemporánea. En tanto, el guatemalteco todavía debe reírse en su tumba de todos los sesudos análisis de académicos que intentan probar o negar la existencia de un relato en estas siete palabras: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
No es que Monterroso haya creado el género del micro cuento, pero aquella saga épica sobre un animal antediluviano se asocia enseguida como el gran emblema de los relatos que caben en la palma de una mano. Es tal la influencia en los devotos cultores de este recurso narrativo, que no hay antología o seminario sobre el micro cuento sin una referencia al mentado dinosaurio, o una reescritura sardónica en la que el autor demuestre conocer el texto y ser capaz de darle una vuelta más a su intrincado argumento. “Cuando despertó, Jurassic Park ya había terminado”, dice la versión de Luis López-Aliaga bajo el extenso título de “Monterroso en un cine del centro”. Aplausos en la platea, también para Diego Muñoz Valenzuela, que retruca de este modo el mamotreto lírico del escritor centroamericano: “Cuando despertó, le habían robado el libro de Monterroso”.
Más que objeto de homenaje, el cuento del dinosaurio se transforma en una especie de mantra, una invocación a los dioses entre los diletantes del género. Se me ocurre que debe ser una obligación aprendérselo de memoria antes de barruntar sus propios relatos breves.
¿Y dónde están estos escribidores de micro cuentos? Andan por ahí, se los aseguro. A veces también producen novelas y cuentos “propiamente tales”, pero nunca abandonan la baja pasión por la cosita pequeña, por la partícula narrativa. Ocurre que las grandes editoriales no ven allí un producto que se acomode a sus ansias de mercado, porque el relato breve carece de la fanfarria del escritor gay de moda o del último chanchullo farandulero. Cualquier recopilación de micro cuentos siempre se deberá a un sello editorial modesto, o al esfuerzo económico de sus propios autores convertidos en quijotes del laconismo.
Gran error, mala decisión económica, porque – en un país en que se lee cada vez menos – el micro cuento podría transformarse en un best seller arrollador justamente por su primera e innegable cualidad: su fácil y rápida lectura. No es lo mismo ojear una pesada y pomposa novelota con aspiraciones de convertirse en referente generacional, que un volumen de reducidos párrafos susceptibles de ser digeridos en la fila del banco, en los taxis colectivos, o en la intimidad del inodoro.
¿Y qué es un micro cuento? Una reflexión, un chiste, un argumento condensado, una eutrapelia generosa, algo así. Por fortuna, no lo sabemos todavía. En esa ambigüedad del género nos amparamos todos quienes intentamos asestarle el golpe definitivo al dinosaurio, y vamos por la vida tomando apuntes para luego escribir unas pocas palabritas que cuenten una historia. Oh, ahora que lo pienso, el micro cuento es eso: una historia. Y no se hable más. Por cierto, el espejismo de sencillez del micro cuento atrae a una manga de ilusos sin talento que creen poder configurar una obra maestra en la servilleta de un café. No es tan fácil, advierte Carlos Iturra: “no es de asombrarse que sea mucho más raro un buen micro cuento que un buen cuento”
Naturalmente, es harto más difícil adquirir reconocimiento y premios con un solo cuento en escala reducida. No olvidemos que Monterroso, ni tonto, escribió un montón de otros textos algo más extensos, para asegurarse. Y que, por ejemplo, Leon Tolstoi no se detuvo luego de haber cavilado ese cuento genial que versa “Guerra y paz”, no se tuvo fe, sino que prefirió transformarlo en título y agregarle abajo una larga e intragable novela. Qué desperdicio.
Los cultores del micro cuento en Chile, decía, andan por ahí, dispuestos a sumarse felices a cualquier convocatoria de micro congreso o micro antología de una micro editorial, esperando un vientecito de cambio para que el género sea valorado en su justa medida. De momento, gracias a la virtud del relato breve, se leen entre ellos en extenso, sus obras completas.
¿Cuántos libros de micro cuentos se incluyeron en el maletín literario? Me temo que ninguno, ni siquiera por la gracia de muestra médica que poseen todos los parientes cercanos del dinosaurio. ¡Qué feliz habría sido un colegial que tuviese que llevarse un cuento de apenas diez líneas para leer en casa! Al parecer, hay que esperar sentados la oportunidad que merece el micro cuento, quizás con una nueva paráfrasis de Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía no era reconocido
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.