El desenredo, de Miguel de Loyola

Por Hernán Poblete Varas

Sería buena idea que algunos editores volvieran a los antiguos correctores de prueba y que ciertos escritores se acostumbraran a consultar el diccionario. Tendríamos un gran ahorro de disparates y los lectores menos razones para sorprenderse con elementos ajenos a la literatura.

Por ejemplo: en una novela chilena leo la descripción de un sucio y desordenado recinto con “pululación de sendos roedores”. ¿Serán grandes roedores o un roedor para cada montón de mugre?

Otro habla de “los dos sendos Fiat 125”. Aquí, al menos, hay una excusa pues en El desenredo, novela breve de Miguel de Loyola, el narrador habla en primera persona, y como se trata de un estudiante de enseñanza media, el disparate puede correr por cuenta de él.

Sendos aparte. Miguel de Loyola ha creado un personaje que interesa desde su aparición en las primera páginas: aunque sus compañeros lo llamen “el filósofo”, es un ser extraviado en sus propias dudas e indecisiones, temeroso, vacilante, desconfiado de sí mismo y de sus propias fortalezas, tímido y enamorado de una compañera de clases que –mujer al fin- es mucho más segura, más resuelta. Pasearle la cuadra, como se decía entones, y observar desde la acera la lucecilla de lo que puede ser su dormitorio es lo más que el Filósofo puede exigirse.

¿Por qué podría interesarse en en él una muchacha tan dueña de sí misma, tan bonita, tan asediada por casi todos los demás compañeros de curso? El Filósofo no cree en sí mismo. Es, en esencia, un adolescente.

Adolescencia no es desamparo: siempre habrá algo, una mano, un acontecimiento, un gesto, que ayude a despejar las tinieblas de las dudas y la inseguridad. Para el Filósofo, esto ocurrirá en esa fiesta “de toque a toque” (estamos en plena dictadura), con tragullos, sánguches, tortas, pasteles y mucho bailoteo movido o aperrado, que el Filósofo observa desde un sillón, ajeno por timidez a todas las audacias de sus compañeros. Mientras él mira y se lamenta de sus indecisiones, algo se teje en las sombras, y al terminar la noche habrá algo más que la luz matutina.

Por medio de su personaje, Miguel de Loyola se maneja bien en el relato de estas aventuras y desventuras, y si por momentos la narración es confusa, no lo es menos el estado emocional de éste. Las comparsas –amigos y compañeros de colegio- son mucho más que eso y podemos reconocer en ellos algunos rostros vislumbrados en la propia adolescencia.

El desenredo es una breve novela que se deja leer, que atrae y que conforta en medio del maremagnum de sandeces de que somos víctimas, a menudo, los lectores.

Fuente: Revista de Libros El Mercurio, viernes 10 de marzo de 2006.