Tres cuentos breves

Por Andrés Reveco

Noctámbulo

Es todo…; apagan la música, comienzan a subir las sillas, barren a mi costado. Soy el último parroquiano y son recién las tres; hambre y sed saciadas, ahora sólo falta otro poco de vino. Mis súplicas por la última copa no dan resultado. No concuerdo con la garzona en su definición de mi estado etílico, al parecer en esta ocasión el cliente no tiene la razón. Dejo unos billetes sobre la mesa y me marcho.

Afuera, un foco quebrado, poca luz, y dos muchachas me proponen cosas que, aunque quisiera, no puedo financiar, a pesar de los descuentos y sórdidas promesas. Una de ellas se acerca, me lame los labios dejando sabor a trago barato, introduce su lengua en mi boca, se enreda con mis dientes, mientras la toco sin pudor. Finalmente, me alejo sin concretar; mi historia para hoy es otra.

Decido caminar, vagar por estas calles solitarias, quizá encuentre otro bar en donde ser recibido amablemente, distingo luz unas puertas más allá, pero las cortinas rojas me hacen descubrir que no es precisamente un bar. Qué le vamos a hacer…, sigo buscando, son cuadras las que pasan bajo mis pies alejándome de la calidez de mi hotel, sumergiéndome en los suburbios de esta ciudad ajena.

Unas luces y un imbécil que no respeta un paso señalizado, espero, recibo sus insultos con mi acostumbrada sonrisa irónica, lo observo y prosigo mi viaje como ya determiné que sería esta caminata.  Giro en las esquinas al azar y, poco a poco, comienzo a encontrar la razón a la garzona y sus comentarios. Me tambaleo ligeramente, al menos así lo noto. De cualquier forma, la noche fresca me devuelve un poco de conciencia; sigo, otro temblor, el aire está comenzando a realizar aquel efecto de mito urbano. Me detengo.  Trato de ordenar las ideas y enfilar en una dirección clara, el tambaleo sigue, me acerco a un árbol y unjo sus raíces con mi vómito. En realidad, la chica tenía razón. Uff…, no es un agrado, pero me siento mejor…; vuelvo a caminar.

 Regreso al hotel, me da la impresión de estar bastante lejos de él y las cuadras comienzan a retroceder bajo mis plantas, hasta que  distingo sus banderas de colores. Subo aquella escalera interminable para reclamar mis llaves a un adormilado recepcionista que no es capaz de entender mis palabras, hasta que se me ocurre apuntar 7 de mis dedos al cielo para indicar mi habitación; me mira, sonríe, y me entrega un llavero enorme que siento pesado entre mis manos albas.  Me apoyo un par de veces en una amigable muralla que me encamina hacia la puerta de la habitación con un siete dorado clavado a media altura, apoyo mi frente contra él y su frescor me alivia. Comienza ahora la siguiente aventura, la de abrir… Lo consigo con menos esfuerzo del sospechado.  Enciendo la luz y el desorden no me sorprende, el olor a cigarrillos menos; cierro la puerta y me aseguro de poner las llaves en donde las encuentre.

Al baño, a la ducha y, luego, a la maleta, a descorchar el siguiente vino, el que todo viajero debe llevar consigo para estas situaciones. Opto por un cabernet, quiero algo un tanto más áspero para aliviar la ansiedad.   Delicioso como siempre, seca mi lengua y tiende a agudizar mi pluma; es hora de escribir algo, contar alguna historia, quizás escribir la mía.

Unos minutos frente al papel y me doy cuenta que la inspiración no me visitará esta noche, las letras están hoy en otra mano.  Será, no es mi día, al menos el vino sabe bien. Son recién las cinco, todo ha pasado muy rápido, no quiero ni puedo ver el amanecer, espero que tarde, que no urja a la noche a marcharse.  Insisto con el papel, pero no hay caso, hoy no es mi noche.  Insisto con el vino, y el sí, él está, dice presente con una arcada que tiñe de rojo las ropas de mi cama, pero que me vuelve rebelde apurando el resto de la copa y estrellándola luego contra la muralla, consiguiendo así una lluvia de cristal por doquier. Mi explicación del tropiezo y la copa saltarina no convencen mucho al recepcionista, pero amablemente me trae una nueva, aunque me recuerda que tanto aquella como la limpieza de mi cama estarán en la factura de mañana; gajes del oficio. Me deja solo otra vez, ataco el papel pero salen rimas de mala muerte, lo rompo y lanzo sobre los restos de vino y cristal que hay en la alfombra, me paseo nervioso, creo que amanecerá  y temo haber olvidado algo.

 Queda el cabernet; el Valle del Maipo sigue siendo mi favorito.  Pasa un minuto, dos o diez, ya no hay mas vino.  Me arrojo sobre la cama sin hundirla, ya desnudo de ropas y caretas, hurgando en mi mente revuelta para encontrar algo que escribir sobre la blancura del papel inerte que me observa desde un rincón, y nada, me desespero.

 Entonces, comienza mi delirio, y vuelvo a mis paseos, siento una puntada bajo mis pies, ahogo mi grito de rabia  y descubro un trozo de la copa clavado en mí.  Lo retiro violentamente y lo arrojo contra la misma pared donde reventó en un principio. No sangro, veo el corte limpio, no cuestiono, es tema de mañana, entreveo luz afuera y vuelvo a arrojarme sobre la cama, apago la lámpara.

Poco a poco mi habitación se ilumina, ya amanece y siento cómo me invade el calor. Mi piel va secándose y un leve sopor me adormece, mi temperatura sube, hasta que todo comienza a convertirse en un infierno con los rayos de sol entrando ahora sin piedad. Y me resquebrajo, veo los vapores a mi alrededor, siento el ardor.  Surgen las llamas.  Ahí, tan solo ahí, recuerdo cuál fue el olvido: el de dormir bajo mi cama.

Esquirol

Se levanta temprano esa mañana, hoy tiene un motivo potente, es su primer día de trabajo. De un salto entra al baño, la ducha lo activa, se lava los dientes y se observa al espejo. Una cara que comienza a ajarse, demostración de un pasado no muy favorable. Se viste rápido,  mira la despensa y sólo encuentra un pan añejo. Los cuatro meses de cesantía hicieron lo suyo. Calienta agua, la bolsa de té ya no da color, pero no hay otra. Apura el deslavado líquido y sale camino al paradero. En su mano lleva un arrugado papel con los datos de la construcción, él sabe que dijo algunas mentiras para que lo contrataran, aunque no todo. Es albañil, pero en realidad nunca trabajó en altura, a lo más una vez en un tercer piso.

Ya parado en la Alameda espera rodeado de escolares que la micro pase. Cuando se detiene el monstruo amarillo se desliza no sin dificultad entre los pingüinos, paga con los mil pesos que le prestó el compadre Julio la tarde anterior cuando le dijo lo de la pega. Es el único dinero que tiene, pero aliviado piensa en el ‘pago diario’ que le prometieron. Los vaivenes del viaje lo adormilan mientras cuelga de un fierro y se apoya en la multitud que llena todo el lugar. Hoy es su día de suerte, se levanta una persona ante él, un asiento vacío, lo alcanza y se acomoda poniendo la frente contra la ventana. Duerme.

Abre los ojos y se da cuenta de que se pasó de largo, diez, quizá quince cuadras. Afortunadamente se ubica en el sector. La micro está más vacía así que corre por el pasillo hasta el timbre, se cuelga de él en un apretón desesperado, el chofer lo mira despectivo mientras él en lo único que piensa es ‘Primer día, no puedo llegar tarde’. Se lanza abajo antes que el vehículo se detenga completamente y comienza a retroceder las cuadras excedidas. ‘No me la perdonan’, se dice mientras hace lo posible por apurar el tranco. ‘Las cuadras de La Reina son cuadras de campo’ se repite y arruga con más fuerza el papelito que contenía sus esperanzas.

‘Falta poco’, piensa, cuando comienza a escuchar los gritos; a lo lejos ve personas que, con cascos pintarrajeados y pancartas, reclaman algo en las afueras de una obra. Su estómago se transforma de inmediato en un nudo y teme que su ilusión se haga trizas en segundos. Relaja el paso y observa. Problemas con las platas al parecer, eso al menos dicen los letreros que esgrimen. Se acerca al grupo, cuando se dan cuenta de su presencia los obreros se apartan dejándole un sendero humano hasta la caseta del guardia. Sólo lo observan, él trata de aparentar normalidad, aunque no entiende nada. Llega y dice al hombre de azul ‘Soy Mario Bustamante, albañil de altura’. El tipo lo mira con desconfianza y consulta una lista. ‘Claro, adelante’.

 Mario no entiende qué pasa, pero de todas formas atraviesa la puerta que al parecer todos quieren cruzar. Entonces comienza a sentir un murmullo: ‘Maricón’, sale de pronto un grito de entre los que quedan atrás. ‘Vendido’. Entonces siente caer una piedra, escucha un grito del guardia y los golpes en la puerta. Sigue caminando y se encuentra con un puñado de hombres con cara de pánico. ‘Los huelguistas nos quieren matar amigo’,  le dice uno al pasar.

Cede la puerta, entran corriendo. Mario se gira rápido, sólo para ver como una pala se acerca a su rostro.

Crepúsculo

–     ¿Hoy es mierjueves, cierto?

–     Sí, desde ayer.

–     Estoy cansado.

–     Demás poh, esta semana ha sido como las hueas. Trabajar todos los días hasta las seis de la mañana cansa a cualquiera.

–     Sí, pero no es eso no más. También tiene que ver con el abuso. Si llegáramos a dormir…

–     Vos sabís que eso nunca resulta.

–     Deberíamos intentarlo. Por algo se empieza.

–     Siempre nos atrapa la vida en el camino.

–     Puta el hueón filosófico.

–     Ahora no se puede decir nada sin que te agarren pa’l hueveo.

Una nube de humo sale de su boca al lanzar las últimas palabras. Está tirado sobre la cama deshecha. Un velador al costado y luego otra cama, otro fumando, otra nube de humo. Las volutas se mezclan.

–     Hueón, ‘toy chato.

–     Ya, y ahora ¿de qué?

–     De esta mierda…

–     Ahora estái chato… ¿y qué vas a hacer?, ¿dejar todo tirado?

–     Puede ser.

–     Claro, ¿y el arriendo? ¿Querís que te mantenga yo?

–     Puta el hueón agresor.

–     Quiero cachar qué estái insinuando.

–     Sólo que estoy chato.

Con volumen bajo la radio suena con un pequeño chicharreo. El atardecer comienza a entrar por la ventana tiñendo todo de naranja.

–     ¿Qué hora es?

–     No sé.

–     ¡Mira el reloj, mierda!

–     Huyyy, que andamos amables hoy día.

–     ¿Qué te cuesta?

–     Ándate a la chucha.

–     Ya, poh.

–     Son las siete.

–     Queda hora y media no más.

–     Sí.

–     ‘Toy chato.

–     Y déle. Quejándote no haces mucho.

–     No sé que hacer.

–     La maraca con drama existencial.

–     No sé qué hacer, poh hueón.

–     Lo mismo que todos los días. Levántate y nos vamos a la pega.

El atardecer comienza a cederle espacio a la noche. El dormitorio pierde luz, todo va oscureciendo.

–     Tengo hambre.

–     ¿Vamos a comer algo antes de irnos?

–     No, me da paja.

–     ¿Y entonces?

–     ¿Anda a ver al refri qué hay?

Se quita la frazada de encima, se pone un boxer y camina tres pasos hasta la cocina. Abre el refrigerador, la débil luz ilumina su cara cenicienta dando un poco de luz al metro cuadrado que alberga refrigerador y cocina. Busca y no encuentra nada a la vista, una revisión más profunda da con unos trozos de pizza que no duda en poner en el sartén.

Comienza a gorgotear el queso y tomar un color café mientras se tuesta. Apaga el fuego. Los platos de cartón están sucios, los sacude y los trozos de pizza van a parar sobre las manchas.

–     Ahí tenís.

–     Gracias.

–     ¿Te queda algo de tomar?

Observa el vaso que está al costado de la cama.

–     Un concho de piscola.

–     A mí también me queda un poco en el velador.

–     Ni cagando me la tomo. El hueón de ayer era re-cagado, compró el pisco más barato.

–     Es que a vos cualquier micro te sirve.

–     Habló la más señorita.

–     Come será mejor.

La pizza desaparece rápidamente.

–     Me voy a ir a bañar.

–     Déjame ocupar el baño primero.

–     ¿Ya andái con diarrea, hueón?

–     El doctor me dijo que eso no se me iba a quitar.

–     Yo te dije caleta de veces que teníai que tener cuidado, pero la perra loca se vira con cualquiera.

–     No me ayudan mucho tus comentarios.

–     La cagaste.

–     Filo, hay que seguir pa’delante no más.

–     Te vai a tener que echar el doble de tapa ojeras hoy día, amaneciste más pálido que la chucha.

–     Si cacho.

–     No pensís en esa hueá, vamos a pintarnos mejor.

–     Mejor, además también tengo que ir a comprar unas pantys.

***

Andrés Reveco Arias, tuvo la ocurrencia de venir al mundo una noche de Junio del ‘74 (dicen que los cabernet de ese año son muy buenos). Hoy carga 33 años y una residencia en Santiago después de haber pasado por muchas partes de Chile (norte y sur). Su vida ahora se debate entre el taller literario de Lilian Elphick, el bar donde trabaja, y el que frecuenta (el de la foto).