Por Jesús Marchamalo
Los asistentes acabaron otorgando a Onetti el cargo de presidente en el exilio dada su pertinaz resistencia a participar en los actos organizados. Corría el año 1979, y en Las Palmas se celebraba el Congreso de Escritores en Lengua Española que Juan Carlos Onetti, como se ha dicho, presidía. Solía esperar a que empezaran las sesiones para escurrirse al bar con su amigo Juan Rulfo, para conversar.
Allí los sorprendió una tarde, a la hora de la siesta, Nélida Piñon, sentados uno frente al otro y cruzando entre sí apenas un puñado de monosílabos:
¿Entonces, Juan, ¿no hay Cordillera?, preguntaba Onetti.
No, Juan, no hay Cordillera, respondía Rulfo.
¿Escribes?, añadía el primero.
Nada, culminaba el otro.
El cruce de preguntas y respuestas se prolongaba durante gran parte de la tarde según los interlocutores, ambos fumadores empedernidos, encendían un cigarrillo tras otro, llenaban de colillas los ceniceros, y expulsaban densas nubes de humo que les obligaban a entrecerrar los ojos.
Onetti siempre contó que había comenzado a escribir por causa del tabaco. A principio de los años 30, recién casado, se trasladó a Buenos Aires, donde estaba prohibida la venta de cigarrillos durante el fin de semana, de modo que los fumadores acopiaban los viernes tabaco para tres días. A él se le olvidó comprar y la desesperación se tradujo en un cuento de apenas cuarenta páginas que escribió en una tarde, sentado ante la máquina de escribir para desahogarse. Era la primera versión de El pozo, que se publicaría nueve años después. Fue lo único en su vida que escribió sin fumar.
Novelas imprescindibles. «Es innegable la relación del tabaco con la literatura», opina J. J. Armas Marcelo. «Al socaire del humo fueron escritas Juntacadáveres, Pedro Páramo, El coronel no tiene quien le escriba y otras muchas novelas imprescindibles. Igual que el cine: cine y literatura, de hecho, están llenos de tabaco. ¿Qué cine?, preguntan algunos; pues el Cine, claro. ¿Qué literatura?; pues la Literatura».
Fumaba el ancho Chesterton; fumaba el delgado Kipling, de quien se conserva una foto en la que sostiene el cigarro en la mano izquierda y la pluma en la derecha; fumaba Barrie, el creador de Peter Pan, que tenía la costumbre de poner nombres a sus pipas: Sirena, Rómulo, Remo… Fumaba Dumas padre e incluso su inmortal Montecristo dio nombre a un puro; fumaba, y mucho, Conrad, y en buena parte de sus libros aparecen manchas de ceniza o quemaduras. Y fumaba Henry James, quien confesaba acudir al tabaco cada vez que le fallaba la inspiración.
El tabaco es uno de los grandes iconos de la literatura contemporánea, y muchos escritores han construido parte de su imagen literaria en torno al humo: es difícil imaginar a Henry Miller, Albert Camus, Ernest Hemingway o Guillermo Cabrera Infante sin un cigarro entre los dedos.
«No creo que exista una literatura del humo, una literatura de fumadores». El escritor y editor Manuel Rodríguez Rivero llegó a comprar y casi fumar cuatro paquetes diarios de tabaco. «Pero sí es cierto que hay libros inexplicables si no se considera el aspecto de fumador del autor. Pienso, por ejemplo, en La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, construido en torno al tabaco. Y hay escritores a los que, leyendo, asocias inmediatamente con el humo: a Faulkner siempre lo imagino fumando en pipa; a Sartre, con uno de sus inevitables gitanes».
Dos paquetes diarios. De Onetti se conservan decenas de fotografías en las que aparece fumando. Fumaba casi dos paquetes diarios de tabaco rubio, y tenía la manía enfermiza de vaciar los ceniceros constantemente, porque no soportaba verse rodeado de ceniza. «Juan no podría viajar en avión ahora porque fumaba toda la noche», afirma su viuda, Dolly Onetti. «En realidad, se pasaba muchas noches despierto y fumando porque era insomne, de modo que leía y fumaba, escribía y fumaba. Incluso comiendo fumaba entre el primer y el segundo plato. Recuerdo que al final, cuando estaba ya muy mal y no tenía casi fuerzas, prendía un cigarrillo y lo veía echar humo: «Tú no sabes lo que es un vicio», me decía». Cuando murió Onetti, una de sus nietas repartió gran parte de sus mecheros. Tenía la casa repleta de ellos; entre los familiares y amigos que acudieron a dar el pésame.
Javier Marías es otro de estos fumadores irreductibles. Amante declarado de la cultura del humo, y de la tradición de los objetos de fumador: mecheros, cerillas y pitilleras, como la que adquirió en una subasta, que había pertenecido al actor Robert Donat y que tiene sus iniciales. En muchas de sus novelas aparecen referencias y comentarios relativos al tabaco, y muchos de sus personajes fuman sin parar. «En Tu rostro mañana, afirma, hay un personaje que hace comentarios sobre una marca rara de tabaco; fuma unos cigarrillos, Ramses II, que yo mismo compro algunas veces. Me gusta, de vez en cuando, fumar cigarrillos exóticos; hay otro tabaco que también sale en alguna de mis novelas, el Karelias, y en mi cuento «Sangre de lanza» aparecen unos cigarros indonesios, Gudang Garam, que tienen un peculiar sabor a clavo. Estoy acostumbrado a trabajar con un cigarrillo encendido; luego no fumo tanto porque es difícil escribir y fumar al tiempo, pero no sé trabajar sin humo».
Lamparón de ceniza. Marías fuma tabaco rubio, suave, con la mano izquierda; es zurdo, como los señores antiguos. Jorge Guillén fumaba con moderación, nunca antes de media mañana, y casi siempre cigarrillos suaves, ingleses cuando podía, a los que se aficionó durante su estancia en Oxford, a principios de los años treinta. Fumaba algún que otro puro Pedro Salinas después de comer, en su despacho. Fumaba Ortega, a menudo con boquilla, como lo hacía María Zambrano, que fumó casi hasta sus últimos días; y fumaba Machado, tanto que aquel torpe aliño indumentario se plasmaba con frecuencia en algún lamparón de ceniza en las solapas que la madre del poeta limpiaba con un cepillo antes de dejarle salir de casa.
Fuma, bastante, Sergio Pitol, y fumaron, o fuman, Juan Marsé, Ángel González, José Manuel Caballero Bonald y Enrique Vila-Matas. «Claudio fumaba mucho, tenía siempre un paquete de tabaco encima de la mesa, pero nunca fumaba mientras trabajaba», recuerda Clara Miranda, viuda de Claudio Rodríguez. «A veces, cuando se cansaba, se levantaba de la mesa y se hacía un cigarro, poco más. Pero, eso sí, en cuanto salía de casa, lo primero que hacía era fumar: encendía el pitillo ya en el pasillo de casa. Fumaba tanto… En la mayoría de las fotos que le hacían aparecía con un cigarrillo».
Faulkner fue otro de estos fumadores empedernidos que encendía una pipa tras otra, de noche, hasta quedar exhausto. Hay, desde luego, distintos tipos de humo. El de Faulkner era de pipa, distinto al de Sigmund Freud, cuya imagen canónica aparece asociada a un habano, y que ostenta el récord absoluto de consumo de tabaco: 28 cigarros fumados en un solo día. Fumaba mucho, también, Jean-Paul Sartre, quien, desde su visita a la Cuba castrista, en 1960, recibía cajas de puros como obsequio revolucionario. Todo cambió en 1968 cuando Castro apoyó la invasión rusa de Checoslovaquia y Sartre empezó a rechazar los cigarros que, de forma cada vez menos insistente, le ofrecía Alejo Carpentier.
La pipa, volviendo a Faulkner, siempre ha tenido una imagen muy literaria. En pipa fumaron siempre el inefable Simenon; Max Aub, hasta que, obligado a dejar el tabaco, se pasó al cigarrillo a escondidas, y Luis Cernuda. Fumaron también en pipa Ramón Gómez de la Serna, Raymond Chandler, Mark Twain, James Joyce y Bertrand Russell, a quien, por cierto, el tabaco salvó la vida: viajando a Noruega en 1948, su avión se precipitó al mar; la mayoría de los supervivientes estaban en la zona de fumadores.
«Yo fumo en pipa pero sólo en casa», afirma Rafael Reig. «Si fuera fontanero podría fumar en pipa tranquilamente, pero siendo escritor y profesor de Literatura, fumar en pipa tiene una pedrada. Así que en la calle fumo cigarrillos liados. Tiene un punto fetichista el tabaco liado: se lo veía a Günter Grass y me parecía bonito. Y, además, mientras lías el tabaco, piensas».
Liaban sus pitillos Baroja, don Pío, y Cela, que preparaba media docena de ellos antes de ponerse a escribir. Lo contrario que Pla, que aprovechaba para fumar los momentos de vacío creativo: liando tabaco buscaba la palabra precisa que requería la frase. Y cuando tuvo que dejar el tabaco, tras un ataque al corazón que casi le cuesta la vida, afirmó que nunca había vuelto a escribir como antes.
Existe una diferencia insalvable entre los escritores que fuman y aquéllos para los que el tabaco es un elemento esencial, imprescindible para la creación literaria. Jaime Salinas afirma que sin tabaco no hubiera existido Travesías, libro por el que le fue concedido el Premio Comillas en 2003: «Estoy seguro de que no hubiera conseguido escribir ese libro si no hubiera sido fumador, porque recuerdo que constantemente, escribiendo, utilizaba el tabaco para desatascarme». Salinas, editor durante muchos años, recuerda fumando a Gabriel Ferrater, a Juan Benet, a Terenci Moix, a Juan García Hortelano y a Jaime Gil de Biedma, entre otros. «Jaime fumaba de una manera discreta, la mayoría de las veces unos puritos filipinos, largos, muy finos, que fabricaba la compañía de tabaco de su familia, para la que él trabajaba».
Dos necesidades enfrentadas. Otro escritor que durante largo tiempo vinculó tabaco y creación literaria fue el Nobel mexicano Octavio Paz, que, obligado a dejar de fumar por un diagnóstico médico, dejó también de escribir. Durante seis meses, Paz no fumó ni escribió. Y contaba en una entrevista publicada en 1979 cómo un día se sentó y escribió una página, cómo al día siguiente escribió otra, y al final consiguió escribir sin tabaco: la necesidad de escribir, acababa diciendo, se había impuesto a la necesidad de fumar.
«No sé si el tabaco guarda relación con mi forma de escribir; lo que sí sé es que no podría escribir sin tabaco», dice, tajante, Javier Cercas. «Mi forma de fumar es esencialmente neurótica. Igual que mi forma de escribir. Cuando escribo, fumo un cigarrillo cada hora y media: ni un minuto más ni un minuto menos. O casi. Fumo casi siempre en el váter, nunca en ningún otro lado de la casa. La razón de esta excentricidad, rara en mí, es simple: antes trabajaba en mi casa y, cuando nació mi hijo, el pediatra me aseguró que el humo del tabaco podía provocar la muerte súbita de los bebés. Me puse verde de pánico y a partir de aquel momento decidí fumar en el baño».
En 1985, Guillermo Cabrera Infante publicó, en inglés, Holy Smoke, una historia del tabaco, y de su relación con el cine y la literatura. Cabrera fue uno de los grandes patriarcas del humo. No sólo su manera de escribir, sino su vida, sus ademanes y hábitos, su imagen, el tono de su voz estaban modelados por el tabaco. Ante la imposibilidad de traducir el texto, dada la profusión de guiños y juegos de palabras que contiene, decidió reescribirlo en español, con el título Puro humo (Alfaguara 2000). En él se habla de Somerset Maugham, que compraba los puros por ruedas (en términos tabaqueros, cien cigarros), y de un nutrido elenco de fumadores ilustres: Brecht, Duchamp, Stevenson, Lord Byron, Lezama, la escritora George Sand y Oscar Wilde.
Adiós al vicio. Falta hablar de los que consiguieron apartarse del vicio: Mario Vargas Llosa, que fumó mucho antes de hacerse ex fumador; Luis Landero, fumador empedernido durante años, y que al final logró convertir sus dos paquetes y medio de cigarrillos en dos paquetes y medio de chicles; y Antonio Gamoneda, que durante treinta y cinco años fumó no menos de dos paquetes diarios, hasta que tuvo que abandonar el tabaco por prescripción médica: «Podría decirse que era un fumador histórico, porque ya con 16 o 17 años tenía mi cartilla con cupones con la que te daban tabaco de picadura, cuarterones que se conocían entonces como tabaco de 90, que supongo que sería el precio, así que he fumado mucho y prácticamente desde siempre. Cuando dejé de fumar pensé que no podría volver a escribir. Siempre había escrito fumando, y para mí fumar y escribir era una actividad conjunta; pero no, seguí escribiendo con normalidad. De hecho, después de una temporada de no fumar nada, ahora fumo ocasionalmente, un poquito cada día, pero nunca cuando trabajo».
Curioso resulta el caso de la poetisa Olvido García Valdés, ex fumadora más o menos resignada, que, en lugar de apartarse de la tentación, busca la cercanía de los fumadores, para poder respirar parte del humo. Y también es singular el de Carlos Franqui, escritor y periodista cubano que acostumbra a llevar siempre un cigarrillo en la mano que, sin embargo, no enciende. Pero el caso más llamativo es el de Sartre. En junio de 2005, con motivo del centenario de su nacimiento, la Biblioteca Nacional de Francia celebró una exposición en la que se mostraban manuscritos, fotos, guiones… La polémica surgió cuando se descubrió que del cartel de la muestra había desaparecido el cigarrillo que, en la fotografía original, sujetaba entre los dedos: había sido borrado. La mano derecha, en primer plano, aparecía blanca, mansa, vacía, como dormida, o muerta. Sartre había dejado de fumar.
Fuente de origen: ABC
También en: Ficción Breve
Gentileza de Roger Michelena
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…