Por Marco Antonio Campos
A Esther Seligson y Ruth Fine
Desde la clara altura del monte Scopus
contemplo de mañana y tarde las colinas
y resplandece áurea en el centro la cúpula
en círculo del Domo de la Roca, y resplandecen,
en la ladera inferior del Monte de los Olivos,
las cúpulas de oro de la iglesia rusa
de María Magdalena, que parece puesta de pie
sobre un andamio de aire
De tanto en poco y de nuevo en autobús
bajo del monte a la ciudad en sol de viernes,
y atravieso barrios donde pájaros negros
contrapuntean la luz y hablan con Dios, y sólo eso
Y recuerdo a mi madre apoyada en su bastón,
caminar penosamente a través del cuadrángulo
de la nave de San Diego Churubusco,
y me regresan los rostros de los abuelos idos,
que oraban a las nubes en la hora de la labor
en la hacienda aguascalentense de San José de Gracia,
y reflexiono en el impasse de Oriente Medio,
indescifrable más que un escrito cuneiforme,
donde se cede un ápice para después no darlo,
y creo con razón que “la razón engendra monstruos”,
que razón y corazón y templo no se unen con la regla,
que la muerte amista a la muerte que no muere
Desciendo en King George, cruzo la calle,
enfilo hacia Ben Hillel y miro cómo se multiplican
decenas de gatos esqueléticos, que pasan y sobrepasan,
en la tabla aritmética, el número de mendigos
En meses del invierno –me dicen—llovió mucho
y a las aguas del mar de Galilea y a lo largo del Jordán
bajaron las voces de agua de Juan y de Jesús
Me paro y miro hacia abajo en Ben Yehuda
Ayer, o antaño, o hace poco,
la calle parecía abejera,
pero hoy apenas son visibles
puñados de gente
aquí y allá
Llego a Yaffo
Jóvenes soldados, mujeres y hombres,
con el rifle apuntando hacia la cara,
con el rifle apuntándose a la cara,
defienden su niñez y la niñez de otros
Rogad por la paz de Jerusalén
para que prosperen los que la aman
Rogad a Dios que roguemos por él
para que no viva en tristeza y desventura
Y la dicha dónde estaba, dónde estaba
el dinero que ciega y abre puertas, la fama
que ciega y abre puertas, el Amor raído
con su vestido a ciegas
Por la calle de Yaffo, las jóvenes israelíes,
tan respirables, tan mediterráneamente frescas,
con el vientre desnudo y los senos frondosos,
dan miel dulcísima a la boca
y vino que gotea sobre la boca
Hermosas son las hijas de Jerusalén,
pero más codiciables, higueras que dan el higo,
palomas en parvada hacia el hueco de las peñas
Frente al Correo Central, de pie con los ingleses,
busco responderme ahora, en la primavera
del año tercero del milenio, con el fardo
de los cincuenta y cuatro años,
después de atravesar un túnel de larga oscuridad,
por qué seguí una navegación, la cual, desde el principio
yo sabía que la echaría a perder
sin regresar jamás a Ítaca
Oh Jerusalén, color de arena y miel,
ciudad de Dios convertida en un infierno,
donde los hijos caen a filo de cuchillo
y los niños lloran al padre que aún ayer,
después del almuerzo o de la cena,
dejaba en la sala de la casa
el vaso de vino y el humo del cigarro
Llego a la Ciudad Vieja, el centro del cielo vertical
de naciones y tierras, donde el fuego cruzado
de cristianos y árabes, de judíos y de turcos,
perfora la hoja blanca en el pico de la paloma
Por cada terrón, por cada esquirla de calcedonia o vidrio,
de piedra basáltica o caliza, por cada astilla de la madera,
estéril, absurdamente se han sacrificado millares de millones
sin que la vida del asno o del camello se modifique un palmo
Ay Jerusalén, Ciudad de la Verdad, de tu casa
los pájaros se llevan en el pico la hoja del olivo,
se llevan en las alas el higo ya desecho,
regresan y se elevan llevándose el Hijo ya desecho,
y resuenan con dulzura en los muros de la iglesia
los discos de los címbalos y la letra de las Bienaventuranzas
Llego a la Puerta Nueva y de la calle de El Jadid
desciendo por Frères y por St. Francis
y los gritos de los árabes a grito herido
solicitan y claman que regresen
los años del alfanje y del bolsillo próspero
Rogad por la paz de Jerusalén, ciudad de paz,
aunque el hermano recoja en la acera
el cuerpo agujereado del hermano
Desde los once años dejé de confesarme,
dejé de comulgar, me alejé de la práctica y del rito
Para el niño el sacerdote era como un dios terrible
y rencoroso, que lenta y cruelmente lo hundiría
en las aguas agitadas y el fuego de la Gehena
¿Por qué el catolicismo se basa en el dolor?
¿Por qué Cristo permanece en la cruz
y no lo vemos de pie en la Galilea, cortando
la anémona y la rosa, volviéndose agua
en el agua de los lagos, o en la cumbre
de los montes transfigurándose en luz,
sin más mensaje que el claro renuevo del almendro
y la pulpa del níspero en la boca
en la clara mañana que dará el mañana?
Esta es Jerusalén, a quien Dios puso en medio
de las naciones y a la tierra alrededor de ella
Mezquita, iglesia o sinagoga,
Dios se multiplica por Uno hasta ser muchos,
y regresa, con el pan y los peces, con el vino
y los vasos, para terminar desangrándose por
callejuelas y plazas de la Ciudad Vieja
¿Pero qué puede hacer un hombre con el corazón roto?
Un hombre que buscó la orientación sin atlas y sin brújula,
y no quiso saber que a siete kilómetros
permanecía íntegra y abierta la Navidad en la tierra
Todo bajo el sol tiene su tiempo, dijo el Predicador,
pero yo vine en el tiempo equivocado
Un día, en fin, a la verdad, sin darte cuenta,
Dios o los dioses te abandonan, sin darte cuenta
crees que el mundo es ancho y grande y múltiple
y se hizo para ti, y vas a la deriva y no lo sabes
Esa vida, esa gran vida no la hiciste,
diste veinte mil vueltas por veinte mil círculos,
pensando que la hacías, creyendo que la hacías,
cuando ya la velocidad del caballo era un pie roto
y la fuerza del león el llanto del ternero
Dando traspiés, dejando atrás comercios de baratijas,
sangrando de la espalda y de la frente, ensordecido
por el griterío, enceguecido por el sol de abril,
llego, fuera de la ciudad, a la cima del monte,
miro las lágrimas de la madre sin consolación,
miro al verdugo clávandose las manos, y pienso que
a lo mejor alguna vez, alguna vez, cuando el justo
lo sea de corazón y el sufrido de espíritu
no escuche la canción del necio,
cuando el nombre del malvado sea raído y sucumban
el héroe y el mártir fraudulentos, cuando no sea un lloro
el tiempo de la tribulación y el tiempo del infortunio,
el verano se hará una golondrina, el sol verá su luz
en el fruto del naranjo y el vino viejo
se beberá por fin en odre nuevo
Y en ninguna calle de Jerusalén podrá caminarse
porque muchachas y muchachos jugarán en ellas
Marco Antonio Campos [México, Distrito Federal, 23 de febrero de 1949], es poeta, narrador, ensayista y traductor. Entre sus libros de poesía se cuentan Muertos y disfraces, Una seña en la sepultura, Monólogos, La ceniza en la frente y Los adioses del forastero. En 1997, en El Tucán de Virginia, apareció su Poesía reunida (1970-1996). También es autor de las novelas Que la carne es hierba, Hemos perdido el reino y En recuerdo de Nezahualcóyotl, y en el género de cuento ha publicado La desaparición de Fabricio Montesco y No pasará el invierno. Es autor de los libros de ensayos Señales en el camino, Siga las señales, Los resplandores del relámpago, El café literario en ciudad de México en los siglos XIX y XX y Las ciudades de los desdichados. La Editorial Colibrí ha publicado El señor Mozart y un tren de brevedades, Nosotros los de entonces. Es traductor de libros de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Émile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Georg Trakl, Reiner Kunze, Giuseppe Ungaretti, Vincenzo Cardarelli, Umberto Saba, Salvatore Quasimodo y Carlos Drummond de Andrade.
El adentrarse en la novela de Taro Rivera y peinar canas, me hace viajar a un pasado no lejano y…