El viaje del agua: "Reunión" de Julio Cortázar

Por Lilian Elphick

El epígrafe del cuento Reunión [1] es de Ernesto “Che” Guevara, pista importante para deducir que la historia está contada por él mismo, fantasmado por la conciencia cortazariana. El Che recuerda un viejo cuento de Jack London en el que el protagonista “se dispone a acabar con dignidad su vida” (p.537), un hecho de violencia que anuncia que la narración que viene a continuación podría tener características similares. La imagen del hombre apoyado en el tronco de un árbol, sin embargo, se repite para el personaje Luis con una connotación inversa. Luis ha logrado sobrevivir, encarna la vida y la posibilidad de un cambio social. El recuerdo del Che anuncia su propia muerte heroica. Él tiene una muerte digna por su consecuencia.

 Cortázar se basó en Pasajes de la guerra revolucionaria de Guevara para escribir su cuento:

«Alegría de Pío es un lugar de la provincia de Oriente, municipio de Niquero, cerca de Cabo Cruz, donde fuimos sorprendidos el 5 de diciembre de 1956 por las tropas de la dictadura.

Veníamos extenuados después de una caminata no tan larga como penosa. Habíamos desembarcado el 2 de diciembre en el lugar conocido como playa de Las Coloradas, perdiendo casi todo nuestro equipo y caminando durante interminables horas por ciénagas de agua de mar, con botas nuevas; esto había provocado ulceraciones en los pies de casi toda la tropa. Pero no era nuestro único enemigo el calzado y las afecciones fúngicas. Habíamos llegado a Cuba después de siete días de marcha a través del Golfo de México y el Mar Caribe, sin alimentos, con el barco en malas condiciones, casi todo el mundo mareado por falta de costumbre de navegación después de salir el 25 de noviembre del puerto de Tuxpan, un día de norte, en que la navegación estaba prohibida. Todo esto había dejado sus huellas en la tropa integrada por bisoños que nunca habían entrando en combate.

Ya no quedaba de nuestros equipos de guerra nada más que el fusil, la canana y algunas balas mojadas. Nuestro arsenal médico había desaparecido, nuestras mochilas se habían quedado en los pantanos, en su gran mayoría. Caminamos de noche, el día anterior, por las guardarrayas de las cañas del Central Niquero, que pertenecía a Julio Lobo en aquella época. Debido a nuestra inexperiencia, saciábamos nuestra hambre y nuestra sed comiendo cañas a la orilla del camino y dejando allí el bagazo; pero además de eso, no necesitaron los guardias el auxilio de pesquisas indirectas, pues nuestro guía, según nos enteramos años después, fue el autor principal de la traición, llevándolos hasta nosotros. Al guía se le había dejado en libertad la noche anterior, cometiendo un error que repetiríamos algunas veces durante la lucha, hasta aprender que los elementos de la población civil cuyos antecedentes se desconocen deben ser vigilados siempre que se esté en zonas de peligro. Nunca debimos permitirle irse a nuestro falso guía.

En la madrugada del día 5, eran pocos los que podían dar un paso más; la gente desmayada caminaba pequeñas distancias para pedir descansos prolongados. Debido a ello, se ordenó un alto a la orilla de un cañaveral, en un bosquecito ralo, relativamente cercano al monte firme. La mayoría de nosotros durmió aquella mañana.

Señales desacostumbradas empezaron a ocurrir a mediodía, cuando los aviones Biber y otros tipos de avionetas del ejército y de particulares empezaron a rondar por las cercanías. Algunos de nuestro grupo, tranquilamente, cortaban cañas mientras pasaban los aviones sin pensar en lo visibles que eran, dadas la baja altura y la poca velocidad a que volaban los aparatos enemigos; mi tarea en aquella época, como médico de la tropa, era curar las llagas de los pies heridos.

Creo recordar mi última cura en aquel día; se llamaba aquel compañero Humberto Lamothe y esa era su última jornada. Está en mi memoria la figura cansada y angustiada llevando en la mano los zapatos que no podía ponerse mientras se dirigía del botiquín de campaña hasta su puesto.

El compañero Montané y yo estábamos recostados contra un tronco, hablando de nuestros respectivos hijos; comíamos la magra ración – medio chorizo y dos galletas – cuando sonó un disparo; una diferencia de segundos solamente y un huracán de balas – o al menos, eso pareció a nuestro angustiado espíritu durante aquella prueba de fuego – se cernía sobre el grupo de 82 hombres. Mi fusil no era de los mejores, deliberadamente, lo había pedido así porque mis condiciones físicas eran deplorables después de un largo ataque de asma soportado durante toda la travesía marítima y no quería que fuera a perder un arma buena en mis manos. No sé en qué momento ni cómo sucedieron las cosas; los recuerdos ya son borrosos. Me acuerdo que, en medio del tiroteo, Almeida – en ese entonces capitán – vino a mi lado para preguntar las órdenes que había, pero ya no había nadie allí para darlas.

Según me enteré después, Fidel trató en vano de agrupar a la gente en el cañaveral cercano, al que había que llegar cruzando la guardarraya solamente. La sorpresa había sido demasiado grande, las balas demasiado nutridas. Almeida volvió a hacerse cargo de su grupo, en ese momento un compañero dejó una caja de balas casi a mis pies, se lo indiqué y el hombre me contestó con cara que recuerdo perfectamente, por la angustia que reflejaba, algo así como «no es hora para caja de balas», e inmediatamente siguió el camino del cañaveral (después murió asesinado por uno de los esbirros de Batista). Quizás esa fue la primera vez que tuve planteado prácticamente ante mí el dilema de mi dedicación a la medicina o a mi deber de soldado revolucionario. Tenía delante una mochila llena de medicamentos y una caja de balas, las dos era mucho peso para transportarlas juntas; tomé la caja de balas, dejando la mochila para cruzar el claro que me separaba de las cañas. Recuerdo perfectamente a Faustino Pérez de rodilla en la guardarraya disparando su pistola ametralladora.

Cerca de mí un compañero llamado Arbentosa caminaba hacia el cañaveral. Una ráfaga que no se distinguió de las demás nos alcanzó a los dos. Sentí un fuerte golpe en el pecho y una herida en el cuello, me di a mí mismo por muerto. Arbentosa, vomitando sangre por la nariz, la boca y la enorme herida de bala 45, gritó algo así como «me mataron» y empezó a disparar alocadamente pues no se veía nadie en aquel momento. Le dije a Faustino, desde el suelo, «me fastidiaron» (pero más fuerte la palabra), Faustino me echó una mirada en medio de su tarea y me dijo que no era nada, pero en sus ojos se leía la condena que significaba mi herida.

Quedé tendido, disparé un tiro hacia el monte, siguiendo el mismo oscuro impulso del herido. Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida al saberse condenado a muerte por congelación en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo. Alguien, de rodillas, gritaba que había que rendirse y se oyó atrás una voz, que después supe que pertenecía a Camilo Cienfuegos, gritando «aquí, no se rinde nadie…» y un palabrota después. Ponce se acercó agitado con la respiración anhelante, mostrando un balazo que aparentemente le atravesaba el pulmón. Me dijo que estaba herido y le manifesté con toda indiferencia que yo también. Siguió Ponce arrastrándose hacia el cañaveral, así como otros compañeros ilesos. Por un momento quedé solo, tendido allí esperando la muerte. Almeida llegó hasta mí y me dio ánimo para seguir; a pesar de los dolores lo hice y entramos en el cañaveral. Allí vi al gran compañero Raúl Suárez con su dedo pulgar destrozado por una bala y Faustino Pérez vendándoselo junto a un tronco; después todo se confundía en medio de las avionetas que pasaban bajo, tirando algunos disparos de ametralladora, sembrando más confusión en medio de escenas a veces dantescas y a veces grotescas, como la de un corpulento combatiente que quería esconderse tras de una caña, y otro que pedía silencio en medio de la batahola tremenda de los tiros sin saberse bien para qué.

Se formó un grupo que dirigía Almeida y en él que estábamos el hoy Comandante Ramiro Valdés, en aquella época teniente y los compañeros Chao y Benítez, con Almeida a la cabeza cruzamos la última guardarraya del cañaveral para alcanzar un monte salvador. En ese momento se oían los primeros gritos: «fuego», en el cañaveral y se levantaban columnas de humo y fuego; aunque esto no lo puedo asegurar, porque pensaba más en la amargura de la derrota y en la inminencia de mi muerte que en los acontecimientos de la lucha. Caminamos hasta que la noche nos impidió avanzar y resolvimos dormir todos juntos, amontonados, atacados por los mosquitos, atenazados por la sed y el hambre. Así fue nuestro bautismo de fuego, el día 5 de diciembre de 1956, en la cercanía de Niquero. Así se inició la forja de lo que sería el Ejército Rebelde.»

Extracto encontrado en

http://vdedaj.club.fr/cuba/livre_che_es_01.html

Como se puede apreciar hay una gran diferencia entre el texto de Guevara y el de Cortázar. Uno es un testimonio revolucionario real, veraz, inscrito en la Historia; el otro, es una ficcionalización del testimonio que se inscribe en la Literatura, simbolizando situaciones y personajes. En Reunión, el narrador organiza la historia desde dos periplos o recorridos: uno físico: desde el mar y la ciénaga (lo bajo, lo externo) a la sierra (lo alto, lo interno) donde se produce el encuentro; otro psíquico: el cambio del narrador desde la burguesía acomodada a otro estadio que él denomina ‘cesura en mi vida’. Esta cesura, sin embargo, provocará un desencuentro con la familia, en aras de un mundo mejor.

El periplo físico

El entorno natural de la isla en el desembarco es descrito como revolucionado; el narrador denomina esta etapa de iniciación “la jornada de batracio” (p.538): “golpes de mar”, “ola va y ola viene”, “un norte que la cacheteaba [a la lancha] sin lástima” “la ciénaga o lo que fuera”, “sucios pastizales” (p.537); los personajes vomitan, están mareados, cansados, mojados, desorientados. Y mientras huyen, avanzan hacia la sierra. En esta vertiginosidad, el tiempo se borronea y, como el espacio natural, adquiere dimensiones laberínticas: “Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda…” (p.538).

La vida pende de un hilo y la muerte está ahí, totalmente presente: el narrador sufre de asma, Luis y los demás están desperdigados, Roque es un “pobre esqueleto entre las lianas y los sapos”. (p.538).

Al final de la ‘jornada de batracio’ el narrador comienza a ordenar los hechos, vuelve a su centro: “…tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo.” (p.538). La idea de reunirse con Luis es obsesiva. En el sueño –una visión, según el narrador- Luis está junto a un árbol y se saca la cara como si fuese una máscara, ofreciéndola a sus compañeros. Nadie quiere aceptarla. El tema de la máscara (3) se muestra  en El Perseguidor como búsqueda de autenticidad y como necesidad de enfrentar a la muerte, de cruzar a la otra orilla, con una máscara que puede ser la del cazador-perseguidor o la del guerrero. También esta imagen aparece en el poema “Encargo”, del libro Algunos pameos y otros prosemas (1951-1952):

“Yo te pido la cruel ceremonia del tajo,

lo que nadie te pide: las espinas

hasta el hueso. Arráncame esta cara infame,

oblígame a gritar al fin mi verdadero nombre.”

Según Manuel Jofré, el sueño del narrador “representa una negación a ocupar la tarea de Luis, y también la negación de su muerte.” (Jofré.1993:243) [2]. Se trataría entonces del traspaso de una gran responsabilidad y no de un problema de identidad, como en El Perseguidor y en el poema Encargo. El temor a que Luis esté muerto es tan grande que nadie lo menciona, un modo mágico de respeto  que recuerda a las iconografías árabes donde Alá no puede ser representado.

El motivo del hombre junto al árbol se repite para el narrador. El árbol es un elemento natural protector y armónico, tanto así que él se distiende recostándose ‘boca arriba’, permitiendo el paso a la fabulación. Existe, sin embargo, la excusa consciente de la fiebre y la falta de sueño.

Los recuerdos sobre su hijo se hacen irreales, en cambio la asociación de la naturaleza con la música (cuarteto La Caza de Mozart  adquieren un sentido único de vida, la realidad se ensancha en esta comunión del hombre con lo natural (árbol, cielo, estrellas) y con las creaciones artísticas (la música), dando por resultado a Luis como “músico de hombres”. (p.541).

Para Manuel Jofré, “Luis representa […] la figura arquetípica de la búsqueda de un estado utópico, integrador, en cuya acción de transformación de la realidad, el hombre se enaltece.” (Jofré.1993:244).

La difícil ascensión representa el último paso antes del encuentro con Luis que los espera apoyado en el tronco de un árbol. Los anteojos que el narrador y Luis usan podrían simbolizar máscaras identitarias que reflejan  el tema del doble (narrador= Luis. “Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo, sino ser como él…” p.541) y  el intento de traspasar las barreras léxicas (anteojos-espejuelos). La alegría (allegro final del futuro) de este reencuentro queda sellada en la claridad que el narrador imprime al relato: una estrella otra  brilla en el cielo, «brillaba demasiado en el centro del adagio.» (p.547).

El periplo psíquico

«Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado de mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva.» (p.543). (Mis subrayados).

En el momento de relatar la historia el narrador ya está transformado (o en vías de) y el hecho de meditar acerca de su pasado contando  acerca de un amigo (que no es otro que él mismo) reafirma esta transformación. La cueva, como espacio protegido y oscuro (útero) permite la entrada a ese ‘hueco confuso’ de la memoria que va iluminándose lentamente en la comparación entre un hombre y otro, una forma de vida y otra, un país y otro, el continente y la isla. En el ‘pobre país perdido’ queda su hijo que tendrá como único consuelo el testimonio de su padre: «… vos, hijo, que a lo mejor leés todo esto…» (p.545).

El hombre viejo quedará con su ‘literatura de tapioca’ y con su ‘mate con virola de plata’ en el lado de allá; el hombre nuevo, que ha renunciado a las comodidades de la vida burguesa, a esos ‘otros tiempos’, se instala en el lado de acá, la isla, en un espacio -tiempo primigenio y caótico con posibilidades de cambio. Es el agente  que junto a otros agentes (hombres nuevos como él) conquistarán un espacio -tiempo armónico (la “síntesis entre conciencia y voluntad”). Al decir del profesor Jofré, una “utopía colectiva.” (Jofré.1993:237).

Del caos inicial (“Nada podía andar peor” p.537) a la armonía final o llegada al centro donde los hombres se reúnen con Luis (“el centro de las palabras de Luis.” p.547), el narrador va dejando atrás al otro hombre que fue en el mismo acto de contar: “Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en presente…” (p.539). Es decir, el testimonio de una gesta heroica sólo se puede narrar en tiempo presente, gesta heroica  que incluye la reunión del hombre con la naturaleza como experiencia mística. El estado febril  (enfermedad temporal) permite el acceso a esta experiencia, aunque el narrador atribuya el ‘fantaseo’ a este estado.  El único retazo del otro tiempo que el narrador llevará consigo será su enfermedad crónica, el asma, que él maldice. Se trata, entonces, de un narrador-protagonista que es médico y revolucionario con dos enfermedades, una con connotación positiva / ambigua y la otra negativa.

Existen otros personajes con doble profesión en la narrativa de Cortázar. Están, por ejemplo,  Bruno (crítico de jazz y biógrafo)  de El Perseguidor y  Roberto Michel  (fotógrafo y traductor, de doble nacionalidad) de Las babas del diablo. Para estos dos narradores la experiencia escritural nace de la certeza y de la contradicción, lo mismo que para el narrador de Reunión que testimonia dos cambios, uno interno y otro externo, relacionados entre sí.


[1] Cortázar, Julio. Cuentos  Completos. 1994. Madrid,  Alfaguara. (I). 601 p.

[2] Manuel Jofré. 1993. Narrativa argentina contemporánea: representación de lo real en Marechal, Borges y Cortázar. Ediciones Universidad de La Serena, La Serena, Chile.