Por Cristóbal Hasbun
Hay actividades que se explican fácilmente por sí mismas. Fiestas, comidas, eventos, son instancias comúnmente aceptadas y valoradas, probablemente, dado a que su fruto es uno que se comparte. Eso genera júbilo y saludable liviandad; con palabras de unos y otros se entreveran conversaciones e historias para así ahuyentar la pesadumbre que día a día indeseadamente guardamos.
Pero la actividad de darse al silencio, a la lectura o a ver desenlazarse el destino de otros genera desconcierto y suspicacia, su justificación es casi milagrosa. ¿Por qué no habrían de querer compartir con nosotros? ¿En qué sentido puede ser más cautivante el silencio que nuestra agradable compañía? Uno personaje de Coetzee, quien escribe con una sinceridad que nunca fue jactanciosa, pedía que por favor lo entendieran, que le era muy difícil explicar las súbitas y angustiosas ganas que a veces le daban de estar solo.
No contiene lo anterior una pretensión de ser distinto, es sólo una forma de pedir comprensión y disculpas.
Un poeta portugués daba a entender que las flores le parecían tan bonitas que se imaginaba que la primera vez que el hombre interactuó con ellas hizo ademán de hablarles. Preguntarles su nombre, acaso, o hacer una observación de cómo iban vestidas. Esa es la magnitud de la intensidad de lo que nos rodea. La referencia a la reflexión de este poeta no es palabrería (o eso espero), sino la intención de dar un ejemplo de aquellas cosas que ocurren estando solo. Una justificación errática, quizás.
Las súbitas ganas de estar solo son como una noble manera de estar enfermo, aunque no puedo descartar que esta metáfora me visite porque lo estoy mientras escribo. No se trata de un malestar dramático ni grandilocuente, nada hay en él de vida o muerte, es sólo el certero conocimiento de una dependencia a algo, de saberse aliviado cuando en plena reunión o algarabía se descubre un momento para estar en silencio y olvidarse. Para arrodillarse en el arroyo de la propia biografía, tomar agua y recobrar fuerzas.
Diría, con cierto grado de certeza, que hay redención en distraerse de uno mismo, en descansar de la existencia. Y dos formas reversibles de hacerlo son concentrarse en los demás y en la experiencia estética. Pensar en los otros es también serlos por breves instantes; contemplar obras artísticas exige la concentración suficiente para olvidarse de la propia obra que es la vida. Por eso nos redimimos a través de los lazos de afecto y la belleza. Por eso juzgamos a las personas como a las obras artísticas, donde el verdadero castigo no es la sensación de rechazo sino de indiferencia.
Las angustiosas ganas de estar solo se alivian con libros y silencio, y la otra enfermedad que ellas producen, con compañía. Retirarse algunos momentos del trajín cotidiano, dirigirse al cuartel de ideas para elucubrar o simplemente recordar son también formas de fortalecer la ausencia. Eso permite que la compañera de vida, familiares y amigos queden perdidos y suspendidos en el tiempo de la memoria para luego volver a ellos y reencontrarlos, y que ese nimio hecho sea tan feliz como el retorno de un largo viaje. Todo eso ocurre en el plazo de dos días o una tarde, lapso suficiente para todas las cosas.
Hay acciones que se explican por sí mismas y otras que rara vez se explican; vivir con lo que no se entiende parece una condición de la sabiduría. Siempre quedan las personas arrodilladas sobre la tierra, tomando agua del arroyo de sus existencias, rescatando una manera de estar solos. Todo ello para recobrar fuerzas y volver a disolverse en los otros y en la experiencia estética, calmando así la angustia, aligerando las vivencias.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…