Por Mario Valdovinos

En una antigua entrevista, García Márquez declaró que, siendo joven, cuando se paseaba en tranvía por Bogotá, huyendo de sus estudios de abogacía, leyó La metamorfosis de Franz Kafka y la sola línea inicial lo dejó estupefacto y posibilitó en su futura carrera de escritor una certeza, tal vez la única: en literatura todo está permitido, situación que no ocurre en la vida real. El incombustible arranque de la novela aún hoy, a cien años de su primera edición en Alemania (1915), produce un efecto imborrable, puesto que el tono del relato estará presidido por la misma actitud de un narrador impávido ante la tragedia: Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregor Samsa se encontró en su cama transformado en un insecto monstruoso… 

Cuesta creerlo, sin embargo el lector atento y sensible muerde desde el inicio el anzuelo y de allí en adelante, las pocas más de cien páginas de la novela, leerá sin pausa la historia de Samsa, el vendedor viajero que vive con sus padres, su hermana, Grete, y su criada, esta última parte de lo que en la autoritaria cultura alemana de principios del siglo pasado se llamaba el Personal. Antes de iniciar el aseo de la residencia de la familia Samsa, la criada canta y su optimista actitud es interrumpida por un grito de espanto. En el cuarto del joven Gregor no está él sino un sucedáneo, una asquerosa cucaracha. Durante toda la historia, que el narrador relatará al modo de una crónica espeluznante pero descrita con distancia, sin involucrarse emocionalmente, con la perspectiva de un abogado que deja testimonio de la transformación de Samsa en insecto, asistiremos a la desesperación de Gregor, que no pierde su conciencia humana, su lenguaje ni su capacidad de introspección, por no poder salir a trabajar, ya que es el proveedor de la familia, y deberá convencer al prójimo, al otro, cuya mirada será de horror, que lo suyo no es un disfraz en época de carnaval, sino una inédita condición. También lo angustia otro temor: la forma en que deberá relacionarse con sus padres y su hermana, sin que se le escapen las rutinas, los movimientos inevitables por la casa, los minúsculos desplazamientos que se han vuelto una odisea: dormir, comer, asearse y, por encima de todo, aceptar su cuerpo de insecto. Temporalmente, en el relato pasan cerca de seis meses, en los cuales el padre pasa del rechazo absoluto a la indolencia. El progenitor lleva cinco años de cesantía luego que quebró su negocio y decide, a propósito del caso de su hijo, aceptar tres huéspedes en la casa, a quienes les arriendan un cuarto. En adelante el temor será que los intrusos no se enteren de lo ocurrido a la familia: albergan a un monstruo, pues saldrían corriendo y los Samsa perderían el dinero del alquiler. Grete ama la música, como Gregor, y quiere ser violinista. Su hermano está dispuesto a pagarle los estudios en el conservatorio. Todos estos proyectos familiares se verán interrumpidos por la metamorfosis, de la que no hay explicación posible. El texto de Kafka rompe esa causalidad inicial y emplea un recurso de la literatura fantástica, el hecho sobrenatural infiltrado en un mar de trivialidades, para dar verosimilitud a su historia. Es impactante el episodio en que Gregor intenta beber leche de un cuenco que le dejaron o la manzana que le arroja el padre y se incrusta en su espalda.

Llama la atención el tamaño del insecto. El narrador habla de la anchura del cuerpo y de las numerosas patitas, al tiempo que describe cómo, tras los largos meses de enclaustramiento, Samsa se mete bajo el sofá para ocultarse de la mirada de los otros, el padre, la madre, su hermana, la criada y, al final del proceso, de los huéspedes aceptados como inquilinos en la casa.

Kafka vivió metamorfosis y procesos recurrentes: la transformación de su cuerpo empujado sin remedio a la tuberculosis que lo destruiría; el proceso de rechazo a su padre, por autoritario, y a sus prometidas con las que anhelaba casarse y formar familia, pero que debían esperar de él sólo palabras, pues era un hombre de papel, sin cuerpo; la metamorfosis de su literatura, hecha de fantasías e irrealidades, lo único que valoró en su existencia, pero el envío de sus libros -publicó siete en vida-, a su padre, de quien buscaba por encima de la mirada de cualquier otro lector o lectora el reconocimiento, había provocado en Hermann Kafka una frase paralizante, dicha mientras jugaba a las cartas:

-¡Déjalo en la mesa de la lámpara!.

El deterioro y la decadencia del cuerpo del insecto avanzan, la humillación de quien arrastra ese soporte también; hay una tiranía peor que la del poder: la del cuerpo que se rezaga en todo vuelo. Samsa será hallado sin aliento por la criada, quien, previo a gritar ¡está muerto, está muerto!, canta antes de iniciar el aseo matinal.

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