Por Juan Mihovilovich

Director: Cristian Arregui  

Editorial Universitaria de Valparaíso.  

238 páginas- 2015- No. 1.  

¿Qué es la provincia, la vida provinciana, el provincianismo, el hombre de provincia, la mujer o el niño mimetizados en la provincia? ¿Es acaso la metáfora de los días finales, el fin de los días que nos agobian globalmente, es acaso el pasadizo de luz que nos aleja de los infiernos, el advenimiento de una antigua profecía, la desintegración a pausas de una civilización, el mundo prístino que se nos acaba irremediablemente? ¿Qué es, al fin de cuentas, esta porfiada obstinación de nacer en ella, de aterrizar en la provincia y subsumirse en ella, en su olvido y en su vitalidad, en su desértica esperanza, en su atavismo inclaudicable?

Mientras leía páginas de la “Revista Provinciana” me retrotraía a la historia misma de quienes hemos ejercido el arte de vivir en la provincia como algo más que un escapismo, como algo más que una humorada creativa o una falsificación contestataria del depreciado retrato cultural que se anida en las grandes urbes. Y es que inmiscuirse en los porfiados límites de las lejanías, así se trate de un simple resguardo periférico, deja al individuo sumido en la soledad compartida, en el enfrentamiento de la identidad extraviada, en afrontar juntos las palabras, cuyos ecos nos adormecen en las pantallas llenas de pixeles o que nos acosan en los contaminados celulares, desde donde emerge el grito destemplado del hombre moderno, ese que ha restringido el mundo al tamaño de un puño y que se ufana con la multiplicidad de mensajes al unísono, con la cantidad de amigos contenidos en los Facebook, en esa multitud reproductiva de las eufemísticamente denominadas redes sociales, inmiscuirse –digo- en esas latitudes apartadas del poderío circunstancial de los gobiernos y las transnacionales, pareciera la huida absurda de lo inevitable.  

No pareciera posible arrancarse de la globalidad y de su entorno inmediato. Ya escribir sobre la patria de la aldea da la impresión de ser un chiste de mal gusto hasta para un Tolstoi asombrado. La aldea está inscrita en los recovecos de nuestras casas, en la porfiada intransigencia con que la tecnología se ha ido apoderando de nuestras excentricidades y las ha acomodado a vista y paciencia de nuestras indolencias.  

Entonces, ¿qué nos queda, donde cobijarnos, en qué miserable resquicio planetario podríamos reproducirnos sin temores, auscultar los senderos de los bosques, caminar a orillas de los ríos, ver los campos todavía vírgenes o subsumirnos en lo inconmensurable de un mar que aún no registra los cancerígenos residuos petrolíferos? Y claro, la palabra, dichosa palabra que se nos está extraviando en las abreviaturas anodinas, que se nos escabullen como peces que repugnan desde unos labios ateridos y fríos, esa palabra que debiera ser el vehículo, el motor, la esencia, el dínamo de nuestra fe y de nuestras esperanzas, pareciera destinada al olvido, a su cosificación irreductible, a su encapsulamiento visceral, a su ahorcamiento residual, a su asesinato, en suma, sin atenuantes, sin derecho a réplica, sin apellidos, sin destinos.  

Y es esa la palabra que esta “Revista Provinciana” desea rescatar, sacar de los pozos del olvido, hacerla letra viva, pasearla sin temores por entre los impasibles ciudadanos de un mundo que se nos cae a pedazos. Hacer revivir la palabra, adjetivarla, recrearla, purificarla, darle forma y contenido desde los mares, los campos y los cielos. La vastedad de la provincia es su antecedente. Entre los hombres y mujeres que asoman su tímida faz a orillas de los lagos y ven el cielo como una fuente inagotable de secretos que tocan la superficie terrenal, es posible reconstruir el verbo y darle matices con olor a vida y muerte y trascendencia.  

Desde la epopeya provinciana, que no es la epopeya de las historias grandilocuentes ni la exaltación de los héroes de mentira, los individuos hacen de sí mismos su propia travesía. El tiempo y el espacio se engrandecen y los quejidos de cualquier nacimiento todavía nos resultan bellos. Desde la  

provincia, donde el poder de los imperios ausculta con codicia alternativa, lo joven aún permanece. La selva fría del sur del mundo sigue siendo impenetrable y el pie humano no horada ese misterio de lo que porfiadamente sobrevive en los confines de sus entramajes.  

Esta revista no es una alegoría, aunque lo parece. No es un clamor, aunque lo insinúa. Esta revista no es el viejo y manido truco del resentimiento provinciano, y no lo parece ni lo insinúa. Esta revista es un llamado, un llamado sencillo y diáfano, y como todo llamado sencillo y diáfano lo hace sin aspavientos. Con la sinceridad de lo real y lo real de lo auténtico. Cierto: no cambiará el mundo, pero es un aporte a mirar el mundo de otro modo. No cambiará el sinsentido del mundo moderno, aunque quién sabe…desde las grandes lejanías los creadores de un arte invisible sí, parecen escribir o pintar o deletrear desde lejos y para siempre.  

Quizás ese sea uno de sus mensajes: la cultura es la vida misma, el alma de un pueblo es su cultura. Rescatarla desde la palabra es luego una necesidad…un imperativo, así se trate de oficios humildes, de lenguajes visuales y espejos sensibles donde la palabra cobra sentido, donde el individuo y la tierra, el mar y el cielo se reúnen para decirnos algo o, sencillamente, para decirnos todo.  

Bienvenida luego la provincia y esta audaz y visionaria “Provinciana” que nos sacudirá la modorra intelectual…  

 

Gracias Cristian Arregui por tu osadía.  

El tiempo que resta te dará la razón…sin duda.  

(21 de diciembre de 2015- Puerto Aysén).