los miserablesPor Miguel de Loyola

En Los miserables, el escritor francés Víctor Hugo ( 1802 – 1885) se adelanta a lo que en el siglo siguiente será uno de los focos de estudio más importantes para el filósofo Michel Foucault: el problema del Poder,  las leyes y la delincuencia.

En esta obra cumbre de la literatura universal, podemos inferir las agudas críticas de Victor Hugo a la sociedad de su tiempo, regulada por normas severas, tendientes a mantener -al decir del citado filósofo- a los sujetos sujetados, a los individuos gobernados, atrapados en una red de leyes elaboradas por las sociedades supuestamente más adelantadas del mundo. Sin embargo, atravesada durante cerca de un siglo por revoluciones delirantes.

Paradojalmente, observamos que en dicha red creada para atrapar y apartar las manzanas podridas de una sociedad, quedan prisioneros primero que nadie los espíritus más nobles, más sensibles, más vulnerables, como se da el caso del protagonista, Jean Valjean.  En tanto los ruines y villanos,  se las ingenian de cualquier manera para burlar la ley, gracias a su carencia de moral y de absoluta falta de conciencia ciudadana. Es decir, la ley funciona para quienes la cumplen, y no para quienes la trasgreden. He ahí una de las tesis de la novela de Victor Hugo.

Por cierto, bien podría ser esa una lectura posible, entre muchas otras de Los miserables. La red de la cual hablamos, se entreteje al interior de la conciencia de los individuos con mayor efectividad que en los códigos penales, y se transfiere vía paradigmática de generación en generación. Es decir, se clava en la conciencia de quienes comprenden la imperiosa necesidad de la existencia de las normas. Tal y como la vemos y colegimos en la novela. Sin embargo, también se nos demuestra que terminan siendo ataduras para los buenos y acicates de  libertad para los malos, para quienes las trasgreden impunemente. Hay así una fuerte crítica a las leyes creadas por los hombres que, buscando la ansiada igualdad o la equidad, terminan estrangulando las vidas de los seres más puros, temerosos de la ley.

Cabe aquí citar a Tomas Hobbe y su Leviatan, esa bestia bíblica que utilizó para simbolizar el Poder omnipotente del Estado a través de sus instituciones. En Los miserables comprobamos la presencia de esa bestia, simbolizada en la figura del policía implacable Javert, la injusticia que es capaz de proporcionar la propia Justicia, sancionando a quienes trasgreden las leyes, sin la correspondiente y necesaria revisión de sus casos, castigando -como bien dice el viejo proverbio- a justos por pecadores. Esa falta de criterio que impera en las Instituciones públicas creadas por el Estado omnipotente para su propia preservación, mutila la vida de los espíritus nobles, porque se otorga Poder a organismos carentes de conciencia para discriminar entro lo uno y lo otro. Una realidad posible de observar a diario, fuera y dentro de la novela, y a lo largo de la historia. Muchos autores han cuestionado este problema a través de sus obras, denunciando las irregularidades de las instituciones, cuya principal flaqueza es justamente su carencia de humanidad. Piénsese en Gogol, Dostoievski, Kafka, Saramago.

En Los miserables, recorremos la vida completa de un personaje condenado a perpetuidad por la justicia. Su delito ha sido robar pan para sus sobrinos, falta por la que será arrestado y condenado a presidio, otra institución del Estado, donde -sabemos- en vez de corregir la moral y la conducta de los condenados, termina siendo una verdadera escuela de la delincuencia, de la cual salen -y siguen saliendo- mejor preparados para proseguir su vida delictual. Foucault ha cuestionado el poder de estas instituciones y su inutilidad en su libro Vigilar y Castigar, pero no ha encontrado soluciones al problema. Corregir conductas, es hoy día una tarea delegada más a la psiquiatría que a los sistemas judiciales y carcelarios. El delincuente, al igual que el drogadicto, es un individuo que ha perdido el juicio y carece de facultades para entrar en razón, al menos de la forma como lo intentan conseguir las leyes. Debe haber otro camino, postula Foucault, ya que la razón no lo es todo.

En el caso de Los miserables, gracias a la intervención y misericordia de un alto personaje de la iglesia, Jean Valjean cambiará radicalmente su vida y su forma de pensar. Y aquí habría que volver a detenerse a reflexionar sobre este cambio radical del personaje propiciada por la intervención del eclesiástico a quien le había robado sus candelabros de oro. La misericordia del otro -podríamos decir- salva al héroe de la recaída, y termina por transformarlo completamente en un ser redimido. Bien podríamos leer así el supuesto mensaje del autor, insinuando que los individuos actúan de acuerdo a la manera como son tratados y vistos por la sociedad, por los otros, y particularmente por el otro, individualizado en este caso como alto representante de la iglesia. Es decir, la novela agrega nuevamente una hipótesis más a la larga lista que ha venido generando desde un comienzo, esta vez completamente plausible desde el punto de vista de la psicología de nuestro tiempo. Gracias al perdón del otro, del obispo en este caso, Jean Valjean quedará libre de las garras de la justicia, transformándose en el futuro prácticamente en una especie de santo benefactor de la humanidad: el señor Magdalena, propietario de una fábrica y benefactor del pueblo. Pero la historia continúa, no termina allí, como bien podría haberlo hecho. Victor Hugo continúa su larga exposición sobre la vida del personaje, agregándole nuevas tramas, nuevos problemas que vienen a realzar la temática que estamos hablando, del problema del Poder y de las leyes como agentes ejecutores de ese Poder, configuradas por los hombres para blindarse y protegerse de los otros, pero armas mortíferas cuando son mal interpretadas.

La presencia permanente del policía Javert a lo largo de la obra, podríamos interpretarla también como la compañía implacable de la conciencia, de esa conciencia culposa que acompaña a los ciudadanos y al hombre de todos los tiempos. Este sabueso que no se rinde, inquebrantable, que está siempre detrás de su presa, y quien aparece en los momentos más sorprendentes del relato, simboliza también la ley y el poder omnipotente del estado sobre los hombres, un poder que  discrimina a ciegas, que castiga a justos por pecadores, y que tampoco perdona, porque descree de la naturaleza humana, en su capacidad y posibilidad de rehabilitación. Castiga, condena, y niega toda posibilidad de reivindicación, transformándose en la principal negación de su propio sentido: corregir conductas. Sin embargo, y posiblemente hacia allá nos lleva el final de la novela, la ley no puede ser de otra manera, porque de lo contrario, pierde todo su valor y su poder.

Javert es el prototipo del personaje racionalista puro. Es el hombre que interpreta los hechos y a las personas como rotundos. Mira y actúa de acuerdo a principios claramente establecidos y debidamente jerarquizados. Representa al iluminismo, a esa diosa razón que cambiaría el mundo, que traería la felicidad y el goce, tras ser regulado por leyes precisas y concisas para controlar a los hombres. Sin embargo, la novela nos muestra cuánto se equivoca Javert, al punto que en muchos pasajes quisiéramos verlo desaparecer para siempre, porque descubrimos en él a un autómata más que a un ser humano de carne y hueso, incapaz de sentir piedad por el otro.

Miguel de Loyola – El Quisco – Lecturas y relecturas de verano.