Por Rodrigo Urquiola

a Andrés, Sergio y Leonardo

––¡Akssttóóó!

La voz que escapaba de la garganta de Leonel era un chillido agudo que con el pasar de los días se había ido transformando en un filoso cuchillo hecho de sonido, capaz de herir los oídos de cualquier persona que estuviera cerca de su cama de enfermo.

Los ojos de Jaime no dejan de observar la mirada extraviada de Leonel. Jaime vuelve a insistir, dice, Vamos, ¿qué podría suceder esta vez? Su hermano observa el cielo, las nubes blancas, el viento, una maría vuela de una montaña a otra llevando algo en su pico, una rata tal vez. Leonel contesta, No sé, si mamá se entera nos castigará, no sé, ella tiene razón, hay algo muy malo en ese lugar, no debemos ir. Jaime arroja una roca puntiaguda a la montaña que tienen enfrente y un poco de greda se desata y cae al río, salpica la arena plomiza contaminada de piedras redondas, le propina un ligero golpe en la frente y le dice, No tengas miedo, es solo un río. Imagina que es una aventura en la selva, en Rhodesia, como si fuéramos Indiana Jones, imagina que encontremos el arca perdida. Sus ojos brillan. ¿Aquí en Bolivia, aquí en La Paz, en Santa Fe, precisamente en este río? Solo imagina eso, ¿puedes hacerlo? Leonel no pregunta nada más, solo sonríe, piensa que es muy difícil llegar hasta el nido de la maría, que podría trepar si tuviera garras en lugar de dedos, que no sabría qué hacer una vez estuviera allí, que no sabría cómo enfrentarse al ave si es atacado y está por caer, que no podría utilizar las garras que lo ayudaron a trepar para volar.

––¡Akssttóóó!

Mamá, la mayor parte de las veces, solía estar sentada en una silla a la cabecera de Leonel, con la mirada gacha, como si escudriñara un misterio, el color del silencio inexistente. El tiempo, la presión, ese ruido constante, su propio nerviosismo, fueron cavando pozos sobre su piel, enflaqueciéndola. Las cuencas de sus ojos se oscurecían debido a la irregular iluminación de la lámpara y esto le daba la apariencia de una mujer muerta que aún es capaz de sentarse sobre una silla y observar todo lo que pasa alrededor suyo.

––¡Akssttóóó!

Por las mejillas de mamá corrían torrentes de lágrimas secas que hubieran hecho pensar a cualquiera que solo hubiera visto su rostro, que ella tenía el cuerpo desnudo debajo de la última imagen de su cuello delgado.

Sí, dice Leonel, me parece muy triste pero así fue. Jaime no le presta atención a lo que dice su hermano, sonríe, le gusta sentir la emoción de conocer algo nuevo, disfrutar de ese preciso instante precedente al paso que abriría una nueva puerta. Leonel mira el cielo, siempre hay algo que consigue ponerlo triste, observa las nubes diáfanas y cierra los ojos, respira profundo, tose, sabe que Jaime no escucha lo que dice, aún siente miedo, mucho miedo de llegar a sentirse mucho más triste que de costumbre, pero dice, Vamos entonces, vamos de una vez, para que veas que ya no. Sí, dice Jaime, es mejor que vayamos ahora y no cuando llueve, como aquella vez. No pudimos ver bien el. Leonel se agacha, desata y vuelve a atar los cordones de sus zapatos, esta vez muy fuerte, se pone de pie y le dice a Jaime, seriamente, Ni una sola palabra de esto a mamá, promételo. Lo prometo. Jaime abraza los hombros de Leonel, presiona con la yema de sus dedos como hace el tío Ariel para darle confianza y continúan caminando, descienden el barranco, lentamente, evitando los pedazos de vidrio de las botellas de cerveza desparramados por doquier.

––¡Akssttóóó!

Pese a que mamá le había dicho que no, Jaime, aún más allá de un simple presentimiento, tenía la certeza de que su hermano moriría pronto. Le parecía que su fin estaba mucho más cerca desde el anterior domingo, día en que Leonel había empezado a sacar de dentro de sí ese estridente grito que, a momentos, cuando su garganta se cansaba o secaba, parecía un estornudo.

––¡Akssttóóó!

A unos cincuenta metros de casa, más o menos, se halla el río Santa Fe. Siempre parece ser la primera vez que venimos, dice Leonel, ¿verdad? Te equivocas, Leo, nunca será igual. No te creo. Descienden a tropezones a través del abrupto sendero lleno de rocas. Ambos saltan sobre la arena pedregosa del río que, en esta época del año, es apenas un pequeño riachuelo de aguas turbias a punto de ser devorado por la misma arena que lo circunda. Huele muy mal, dice Leonel, huele a vómito, huele a frutas podridas. Somos exploradores, dice Jaime, no lo olvides, detrás de cualquier roca puede estar esperándonos un fantástico descubrimiento. Leonel observa las manos de su hermano y le parece que están temblando, luego observa las suyas y le parece que también lo hacen.

––¡Akssttóóó!

El grito de Leonel atravesaba las paredes y llegaba hasta los oídos de Jaime, que dormía en la habitación contigua.

––¡Akssttóóó!

––¡Basta ya!–– ésa era la voz llorosa de mamá que, desde hace incontables noches, hacía vigilia junto a él ––¡deja de decir eso! ¡Basta!

––¡Akssttóóó!

––¿Qué, no puedes decir nada más que eso?

––¡Akssttóóó!

––¿Qué significa? ¿Aquí estoy? ¿Aquí estás? ¿Dónde? ¿Qué pasa?

––¡Akssttóóó!

––¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!–– y mamá había empezado a llorar de una manera más elocuente y desesperada––. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué?

Jaime escuchó pasos sobre el crujiente piso de madera y debajo de los chillidos de Leonel. Luego, inconfundible, oyó la voz gruesa del tío Ariel que le decía a mamá que se fuera a la cama, que ella era quien más necesitaba descansar, que ahora él iba a pasar la noche junto al pequeño en lugar de ella.

––¡Akssttóóó!

Intentaré recordarlo, dice Leonel, pero es difícil, con este olor a perro muerto. Al principio, no encuentran nada excepcional: muchas tapas metálicas y plásticas de botellas de licores o gaseosas, el cráneo de algún perro muerto, viejas monedas oxidadas, un austral argentino partido por la mitad y manchado de mierda, bolsas de plástico que se confunden con la tierra lodosa y el arenal, una charca a punto de secarse donde nadan unos cuantos renacuajos, periódicos quemados, llantas derretidas, greda resbalosa. Debemos ir río abajo, dice Jaime, imagina que encontremos algo, una billetera o un anillo de oro. Escuché que los asesinos tiran aquí los cadáveres de sus muertos, miente Leonel intentando contagiarle su miedo. Quizás algún ladrón ha olvidado su botín, responde Jaime encubriendo el suyo, imagina lo que podríamos comprar, naranjas, panes dulces, chocolates, toda la tienda de doña Carmiña sería nuestra. Tengo miedo, dice Leonel. Un murciélago escapa de una de las cuevas de la montaña que gobierna el andar del río y vuela sobre las cabezas de los hermanos Ugarte. Alzan la vista y ven volar algo que no es otro murciélago, pero que tampoco es una maría ni una paloma. Parece un gato blanco con alas y con una pequeña cola de color negro. Corta el viento al volar.

––¡Akssttóóó!

Aquella noche, Jaime no podía dormir. No era por los chillidos de su hermano porque la verdad era que a él no le fastidiaban para nada, incluso llegaron a parecerle de lo más natural, una reacción perfectamente comprensible al miedo y a la monotonía de la fiebre.

––¡Akssttóóó!

El sudor de Leonel lloviznaba sobre la almohada.

Hace tiempo que Jaime había dejado de sentir esa honda tristeza que lo hacía llorar en silencio por la aparente inminencia de la muerte de Leonel. A partir del domingo en el que habían empezado los gritos continuos, más bien sentía un tenso alivio al saber de esa cercanía. Mamá no quería hablar del asunto, prefería contar historias del tiempo en el que Leonel tenía cabello y era un poco más robusto que su hermano. Pero Jaime sabía que mamá se obligaba a sonreír cuando contaba anécdotas graciosas, sabía también que se esforzaba –aunque a veces fracasara irremediablemente– por no derrumbarse delante de él. ¿Era una enfermedad aquello? ¿Qué otra cosa podía ser?

––¡Akssttóóó!

Ahora sí, Jaime respiró profundo, mamá se había quedado dormida, podía escuchar sus ronquidos tenues. Mamá, desde la muerte de papá, solo dormía si la puerta de su dormitorio estaba abierta. Si no es así, mejor no duermo, solía explicar, sin añadir nada más. Jaime estaba seguro de que el tío Ariel había ido a dormirse ya. El tío Ariel era el hermano menor de mamá y vivía en la casa desde hace mucho, en la memoria de Jaime no hay un solo día que hubiera transcurrido sin su presencia. Bajó de la cama con cuidado, intentó posar sus pies sobre la alfombra con la mayor suavidad posible pero casi tropieza con el cable del televisor. Mamá pensaba que los gritos de Leonel torturaban mucho más a Jaime que a nadie, así que decidió decirle al tío Ariel que subiera el televisor de la sala de estar para que pudiera distraerse con algo.

––¡Akssttóóó!

¡Mira! un pelícano, dice Jaime señalando un claroscuro en la montaña y le parece que aquella ave escapó de algún lugar oculto en su imaginación, allí donde se guardan retazos de los sueños. No lo vi bien, pensé que era una mariposa gigante y blanca, contesta Leonel asustado, mirando el cielo e hiriéndose los ojos con la luz del sol, aquí no hay pelícanos, vámonos a casa. El pelícano saca fuera de sí un par de graznidos agudos –ojjstó ojjstó– incrusta sus patas entre las piedras. Un poco más, no temas, estoy contigo, quiero verlo. Caminan sobre la arena y miran alrededor, varios pájaros vuelan sobre los altos pinos plantados a lo largo del río, ven un gato gris que se esconde entre la maleza y los acecha. Jaime resbala y se moja la pantorrilla del pantalón en el agua del río. Leonel lo observa y ríe, El cazador cazado, dice. Jaime se abalanza sobre él y caen sobre la arena, Ya verás cómo caza este cazador.

––¡Akssttóóó!

Jaime, recién adaptándose a la oscuridad, caminaba lento, haciendo lo posible por no tropezar, quería ver a su hermano Leonel porque, desde que empezaron sus gritos y a partir de un sueño nítido, tenía el violento e inexplicable presentimiento de que mañana, viernes, él fallecería.

––¡Akssttóóó!

Mientras más cerca estaba de la habitación de Leonel, Jaime podía oír la estridencia de sus chillidos con mayor fuerza y sentía miedo, un escalofrío revoloteaba detrás de su nuca y él creía que era sudor.

––¡Akssttóóó!

Escuchó ladrar a los perros en medio de la noche y este ruido –tan débil desde aquí, ¿no es verdad, Jaime?– le pareció increíblemente molesto, como si se tratara de una colmena que pende del techo zumbando amenazante.

––¡Akssttóóó!

Al pasar apenas por la ventana del pasillo que daba a la calle, vio reflejada en el espejo, fugaz, la ciudad dormida y unas pocas luces encendidas y sintió temor, mucho frío, soledad, ganas, una vez más, de llorar gritando.

––¡Akssttóóó!

Jaime entró en la habitación de Leonel y se sentó sobre una orilla de la cama, a los pies, haciéndolo muy despacio, quería evitar perturbarlo más.

––¡Akssttóóó!

Los hermanos están en el suelo, forcejeando. El pelícano parpadea lento, extiende sus alas enormes y se eleva extraviándose en el fondo de alguna nube. Jaime, que tiene más fuerza, arroja a Leonel hacia un arbusto espeso. Varias moscas vuelan alrededor de las ramas empolvadas. Un olor repugnante proviene de allí. Leonel cae, se rasmilla los codos. Los hermanos Ugarte han encontrado algo.

––¡Akssttóóó!

Ante Jaime, ahora, estaba Leonel. La lámpara continuaba encendida pero su luz era muy tenue.

––¡Akssttóóó!

Jaime vio a Leonel más allá de sus chillidos que, de repente y pese a que Jaime continuaba viendo su boca abrirse y cerrarse, dejaron de tener sonido. Vio sus labios secos y su lengua blanca. Su cabeza calva. La piel amarilla asentándose sobre sus huesos. Las cuencas profundas como cavernas de sus ojos. Parecía haber vuelto de un viaje de siglos y siglos. Se detuvo en uno de aquellos ojos, el derecho, y le pareció brillante a contraluz, ¡un ojo con el iris blanco!, alguna vez antes vio algo similar, pero no supo dónde, ¿en el río, detrás de los arbustos?, ¿en el río, descendiendo de la montaña?, ¿o era el reflejo al sol de un pedazo de alguna botella de cerveza?, ¿o era aquella curiosa bestia alada extraviada en nuestro río? No pudo apartarse de la imagen de ese ojo hasta que, por alguna razón, volvió a oír los agudos chillidos de Leonel.

––¡Akssttóóó!

El chillido de un cerdo hace que Jaime se asuste. Leonel, inmóvil, observa desde el suelo la misma escena. El hocico del cerdo se mancha de sangre cada vez que éste lo introduce en las entrañas de un bebé muerto. Hay sangre manchando las ramas secas. A Jaime le vienen arcadas, se resiste a vomitar y empieza a correr. Leonel continúa en el piso, no puede reaccionar. ¡Vamos!, grita Jaime a unos cuantos metros de distancia, ¡vamos, Leonel!, ¡Leonel!

––¡Akssttóóó!

Los labios de Jaime temblaban. Quiso hablarle a Leonel, pero no logró convencerse. Le dio un beso en la frente y lo conmovió la forma tan violenta en que su hermano temblaba y, a pasos presurosos, volvió a la cama sintiendo profundo miedo. Ya dentro de las frazadas pensaría en lo fría que estaba la frente de Leonel, fría como un muro de hielo, se dijo, hielo, hielo, hielo.

––¡Akssttóóó!

¡Leonel!, grita Jaime, ¡Leonel!, Jaime ha regresado sobre sus pasos. Leonel no puede moverse y Jaime observa la escena con más calma. Ve cómo los brazos del bebé se agitan tras cada arremetida del hocico del cerdo. Ve que el cerdo ya le ha arrancado una pierna. Ve sus delgados huesos tan blancos. Ve los ojos del bebé, increíblemente abiertos, redondos, saltando de su pequeño rostro sucio de sangre y lodo. Le arroja una piedra grande al cerdo, que escapa luego de haber chillado de dolor, y vuelve a gritar, ¡Leonel!, ¡Leonel!, y Leonel, por fin, contesta, como si hubiera acabado de llegar de un largo viaje, Aquí estoy.

––¡Akssttóóó!

Era ya el mediodía del viernes, día en el que, según el violento presentimiento de Jaime, Leonel moriría. Jaime continuaba durmiendo pese al sol que entraba por su ventana abierta y que chocaba contra su rostro. Fue cuando sintió una ráfaga de viento helado –hielo, hielo– cuando despertó de un salto. Leonel, se dijo y caminó rumbo a su habitación.

––¡Akssttóóó! ––incansables, los chillidos continuaban sonando, saliendo de ese cuerpo que iba haciéndose cada vez más pequeño, golpeando las paredes de la habitación y resonando en el eco pertinaz del vacío.

Los hermanos Ugarte empiezan a correr. Leonel llora, Jaime grita, ¡Vamos!, ¡no mires atrás! Parece ser que la distancia que los separa de la salida ha aumentado. Es difícil correr sobre la arena, Leonel cae sobre la basura amontonada y ve un crucifijo enorme, partido en dos, se levanta y continúa corriendo. Cuando llegan a la salida del río, ambos se ponen a vomitar. Jaime dice, Qué inmundicia. Leonel no dice nada, lucha por calmar la agitación de sus pulmones.

––¡Akssttóóó!

Mamá lloraba, el doctor Cisneros estaba en la habitación de Leonel y movía la cabeza como diciendo no, no, no. Nadie vio a Jaime porque Leonel lo ocupaba todo. Pero Jaime volvió a ver el ojo de iris blanco de su hermano, sí, ese ojo tan extraño que refulgía a contraluz como el de los gatos, que se elevaba como los pelícanos fugitivos y extraviados en tierras lejanas, pero quizás no ajenas. Muchas veces antes de este día y después de haber visto los ojos abiertos de aquel bebé siendo devorado por el cerdo en el río, había soñado con un ojo gigantesco que lo observaba, un ojo con el iris blanco, que, después de observarlo, extendía sus alas y desaparecía entre las nubes llevándose algo suyo en la bolsa de su pico. Ésta era su certeza. A Jaime le dio un mareo, probablemente a causa de la profundidad de la tristeza y, después de haber bajado todas las escaleras necesarias, llegó al jardín. Una vez allí, atravesó el césped tan verde y llegó hasta la hilera horizontal de pinos que cubría el fondo del jardín. Jaime fue hasta detrás de los pinos atravesando entre sus troncos y, arrodillado sobre la tierra mezclada con abono, empezó a llorar. Casi siempre que necesitaba llorar, Jaime corría hasta detrás de la hilera de pinos, donde nadie podía verlo. Pero había algo distinto esta vez, algo que jamás habría decidido presenciar en aquel lugar: algo como una imagen fantasmal, una imagen que se puede atravesar con los dedos. Vio el ojo de iris blanco, enorme, mucho más grande que su propia cabeza, observándolo. Dejó de llorar, estaba impactado, aterrorizado, no sabía si estaba dormido, creía estar dentro de una pesadilla. ¿Cuándo había empezado la pesadilla? En medio de su terror, sin embargo, sintió ganas de dormir, sintió mucho sueño. Entonces, Jaime cerró los ojos y varias imágenes del recuerdo, que solían acompañarlo, se evaporaron de su mente. El ojo no dejaba de observarlo. Jaime comenzó a sentir retorcijones en el estómago y, sin poder contenerse, vomitó. Empezaron a dolerle las rodillas como si alguien le estuviera clavando astillas. Su piel se puso pálida. Sintió que sus ojos lagrimeaban y, con cada lágrima que escapaba, sentía como si sus ojos estuvieran siendo quemados con gotas de limón. Volvió a vomitar. Sangre salía de sus labios repentinamente secos y también de sus encías adoloridas. Su pecho le dolía, sentía el palpitar de su corazón como cuchilladas, como gritos silentes e indescifrables. Y su aliento había empezado a apestar al bebé muerto que él y Leonel habían encontrado en el río. Los huesos le dolían como si no hubiera sido un caluroso mediodía sino una gélida medianoche. Las rodillas le temblaban. Y su frente, su frente, él la sentía fría. Hielo, hielo, hielo. El ojo extendió sus alas y se elevó al cielo llevándose algo en el pico. Todo era borroso, la confusión y esa extraña y apacible sensación que quisiéramos nombrar esperanza se entremezclaban. Arrastrándose, sus ropas manchadas de tierra, abono, sudor y sangre, logró cruzar todo el jardín. El dolor no se marchaba e incluso parecía ganar terreno dentro de sí conforme pasaba el tiempo. Subió las gradas del jardín a rastras, atravesó el frío piso de la cocina y subió, ensuciándolas, las gradas alfombradas rumbo al dormitorio de Leonel.

––¡Akssttóóó!

Pero Jaime ya no podía escuchar ese sonido tan misterioso como la presencia de un ojo detrás de los pinos o un pelícano en Santa Fe, tan lejos del mar que se llevaron los chilenos, como diría el profesor Peña, de quinto de primaria.

Extenuado, se dejó caer al piso, a los pies del doctor Cisneros, del tío Ariel, de mamá y de una vela débil que reemplazaba a la lámpara. Nadie parecía haberse percatado de su presencia.

––Mañana…–– escuchó decir a la voz del doctor Cisneros, el tono optimista, como nunca antes ––mañana tal vez…

El río ha quedado atrás. Nunca más volvamos allí, dice Leonel. Jaime se queda callado. Los hermanos Ugarte se abrazan. El cielo oscurece de pronto, densos nubarrones emergen, crecen y conversan en el idioma de los relámpagos, lloverá.

Jaime se preguntó por qué no se le caía el cabello como a Leonel y, suspirando de agotamiento, cerró los ojos.

––¡Akssttóóó!

Mamá había dejado de llorar, ahora sonreía, y afuera, el ruido persistente de una lluvia repentina le hacía pensar que no escamparía en mucho tiempo.

 

 

Rodrigo Urquiola Flores nació el 1 de noviembre de 1986 en La Paz, Bolivia. Es autor del libro de cuentos Eva y los espejos(Gente Común, 2008), de las obras de teatro El bloqueo (Premio Adolfo Costa du Rels, 2010; Ecdótica Biblioteca Digital, 2011) y El retorno (Premio Municipal de Dramaturgia Cochabamba, 2015), y de las novelas Lluvia de piedra (Mención de Honor Premio Nacional de Novela, 2010; Alfaguara, 2011) y El sonido de la muralla (Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, 2014; Kipus, 2015). Es también autor de los cuentos La caída (Finalista Premio Copé Internacional, 2010; Perú), Mariposa nocturna (Premio Adela Zamudio, 2013; Bolivia), El pelícano (Premio Binacional ArBol –Argentina Bolivia–, 2014; traducido al quechua), El amante (2do Premio Internacional Antonio di Benedetto, 2014; Argentina), El espantapájaros (Mención Premio Iberoamericano Julio Cortázar, 2015; Cuba), Mientras el viento (2do Prêmio Catâratas de Foz do Iguaçú, 2015; Brasil) y El cazador (2do Premio Franz Tamayo, 2015; Bolivia).