Por Cristián Cisternas Ampuero

La gente ya no se aparea, no nacen niños. La gente nace de los muebles. Hay cómodas y sillones y trincheros inteligentes. Los homúnculos se hornean suavemente en cunas-micro-ondas. Como las cabritas, como los suflés, llegado el momento, los hombrecillos y mujercillas saltan, dan unas cuantas cabriolas en el aire y caen parados. Literalmente, vienen con hogazas bajo el brazo. La gente pobre, o sea nosotros, tenemos que incubar el protoplasma concentrado (con información genética estándar) en los muebles viejos. A veces, hay que ponerlos al sol para que las pequeñas criaturas puedan crecer. La madera guarda calor y luz, además de agregar un olor y saborcillo rancio que nos gusta para nuestros descendientes. En invierno, hay que arrimar estufas a las cajoneras y escritorios llenos de gente menuda, embolsicada, casi microscópica. En otoño, le damos cuerda a la victrola para que los homúnculos escuchen música y no nazcan con oído de tarro. Mi peor pesadilla es que nuestro hijo (a) no alcance a desarrollarse y no tenga fuerzas para abandonar el envoltorio de polietileno y materias nutricias. Lo que nace en realidad es una especie de larva gigante, un gusanillo, una pequeña almohada o cojín, que salta de un cajón a medianoche, gritando en silencio la angustia de venir al mundo sin órganos, sin alma: solo un notocordio blando que no termina nunca de solidificarse. El relato debería llamarse Embryo