Por Miguel González Troncoso

Cuando Óscar Vásquez salió de la estación, pudo sentir cómo el frío reinante a esa hora de la mañana, calaba sus huesos. De inmediato y en forma apresurada dirigió sus pasos al kiosco cercano -el único abierto a esa hora en el pueblito Los Dominicos-. Compró un café y fue a sentarse al interior de la estación del metro donde el frío era menos intenso.

De su mochila sacó un sándwich que había comprado temprano en la estación -antes de subir las escaleras para abordar el tren-. Se aprestaba a darle un mordisco, cuando sus ojos se fijaron en otros ojos, en los de un perro, el que no dejaba de mirar el sándwich que tenía entre sus manos. Con cautela guardó el pan y se quedó mirándolo. Es un perro grande, de color negro, con varias cicatrices en su cuerpo -observa–.

Óscar y el perro están solos, se miran a los ojos. El hombre escudriñando en busca de recónditos y lejanos recuerdos; el perro, quizás, queriendo encontrar en esos ojos, a su antiguo dueño. Alguna vez tuvo amo –pensó Óscar- sabe del hombre, se nota, ya que, si ve a alguien comiendo, se acerca a él con confianza –reflexiona- pues tiene una mirada tierna, triste, y a la vez plena. El perro, sentado, espera calmo y confiado, algo de comer.

Óscar no puede explicar la fascinación de esa mirada y sin darse cuenta se transporta a tiempos pasados; a días felices, de cuando era niño y jugaba con su perro en el patio de su casa. Su compañero, el perro que siempre lo acompañaba hasta la puerta del colegio y que se quedaba atento, hasta verlo entrar a la sala de clases, para regresar solo al hogar. Su perro, el amigo inseparable que lo acompañó en sus primeras cimarras y travesuras, como aquellas en que caminaban juntos por la línea férrea y se ocultaban detrás de los matorrales a la espera del paso del tren que aplanaría las monedas puestas encima de las vías. Óscar, casi sin darse cuenta, metió la mano a su mochila, sacó el pan y lo partió a la mitad; una para él y la otra que tiró al perro, el que dando un pequeño salto la atrapó en su hocico.

Mientras bebe su café, Óscar observa los cerros cordilleranos cercanos. Es el inicio del invierno y la nieve ha llegado hasta los faldeos del cerro. Antes de subir al bus que lo llevará a sus clases de los días sábados, da una última mirada al perro y se sorprende al observar que éste también lo mira, como agradeciendo el trozo de pan que acaba de comer. Recostado sobre el piso pareciera que espera a que alguien lo recoja y lo lleve con él. Quien lo haga no se arrepentirá, pues este perro, por su apariencia, es de aquellos que sabrá brindar felicidad al que lo haga suyo y libre –asegura-.

El bus ha iniciado su marcha, Óscar observa a través de la ventana al perro que ha quedado atrás; el cielo está nublado, de color gris, es un día después de la lluvia. Sabe que, junto a ese perro, ha quedado también algo de su infancia.