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Por Bartolomé Leal

Como introducción al homenaje por el centenario del nacimiento del escritor mexicano Juan José Arreola, que se encuentra organizando Letras de Chile junto al Café Literario Parque Balmaceda, presentamos este artículo que entrega luces sobre la obra del destacado autor.

El subtítulo de este libro de título tan sugestivo, “Memoria y olvido”, reza así: “Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso”. Desafío estrambótico, además: un escritor de talla como del Paso, autor de Palinuro de México (1977), una de las mayores novelas mexicanas del siglo XX, ha aceptado ser el amanuense, o sea el que toma disciplinadamente el dictado de parte de un dictador, que es otro nombre cimero en la narrativa de su país.

Gran maestro del relato breve, sobre todo en la vena fantástica (elogiado por Borges), siempre lúdico y bromista, polémico, atrabiliario y al margen del realismo telúrico o revolucionario dominante en las letras mexicanas, Arreola fue un personaje amado u odiado, sin términos medios. Confabulario (1962), donde se recoge lo mejor de su narrativa, es un libro fundamental de la literatura hispanoamericana.

Aquel libro de memorias se publicó en 1994 aunque ya en 1965, en una recopilación titulada Los Narradores ante el Público, Arreola había expresado: “Trabajo ahora en un libro que se llamará Memoria y olvido en el que trataré de rescatar lo vivido y lo aprendido para, en cierta forma, formular lo olvidado, lo que queda en la sombra”. Terminó siendo el registro de una conversación amistosa que abarca desde los primeros recuerdos del narrador, fechados en 1920, hasta su historiado viaje a París, desde donde regresó a México en 1947. Tal fórmula le da una espontaneidad extraordinaria, que es uno de los grandes valores de este experimento.

No hay capítulos ni una cronología estricta. Arreola se explaya de manera libre, al calor de la charla con su amigo Fernando del Paso. De sus primeras experiencias de niñez, muchas y variadas, positivas y negativas, rescata sobre todo su contacto con el cine. Esto se dio de manera especial para él. Recuerda su vivencia con el Cinéma Tour: “El cine, la sala, era un autobús que se apareció caminando por los rieles del tranvía de mulitas. Uno se subía a los asientos del autobús, y éste ponía en marcha un motor especial que lo movía de manera que daba la impresión de que estaba caminando. Enfrente de nosotros estaba la pantalla, que proyectaba, por ejemplo, un paseo por Roma, y entonces nos mostraban el Coliseo, la Basílica de San Pedro, las fuentes, las Termas de Caracalla… Esta experiencia la rescato después en mi cuento El guardagujas”.

Incapaz de terminar la primaria, el niño Arreola trabaja, pero se arranca para ir al cine. Lo castigaban por ello. Afirma: “Las cuerizas eran casi una rutina, pero no sólo en mi casa, en todas las familias. Eran mal vistos los padres consentidores que no les pegaban a sus hijos, y los propios niños también, porque, decían, los están haciendo mariquitas”. Otra rememoración de su niñez: “Mis primeras impresiones en la vida son de infinito y de marea. Sensaciones, ambas, que se reprodujeron en sueños a lo largo de muchos años de infancia y de adolescencia… La sensación de marea corresponde a lo que yo llamo los canjes respiratorios de mi madre”. Tales impresiones tal vez explican la forma en que fue adquiriendo una cosmovisión surrealista que sería la marca de su arte.

Hombre de campo, nació en Zapotlán el Grande, lugar del que da esta bella descripción: “Es un valle redondo de maíz, un cerco de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño. A veces le decimos Zapotlán de Orozco, porque allí nació José Clemente, el de los pinceles violentos”. Agrega: “Nací entre pollos, puercos, chivos, guajalotes, vacas, burros y caballos”. Conoció de cerca la pobreza: “Los tiempos eran tan duros: los pobres a veces no enterraban a sus muertos en cajas, sino envueltos en petates liados con soga de lechuguilla…”.

Es en Zapotlán donde le toca recibir la visita de Pablo Neruda, ya una celebridad continental. Arreola recita de memoria sus poemas durante una celebración. Neruda lo invita a ser su secretario, pero la Hormiguita (esposa de Neruda) se opone al verlo tan esmirriado y con aires de enfermo. El vate se lo pasa en grande, bebe a destajo un ponche de granada, azúcar y tequila, sin que se le noten los efectos, recoge caracolas en la playa e improvisa retazos de poemas. Una imagen de Arreola: “Agitaba los brazos como el hondero entusiasta en su tentativa de hombre infinito…”.

Siendo un comediante de tercera fila, conoce a Louis Jouvet, en gira latinoamericana con su compañía de teatro francés. Europa todavía se hallaba en guerra. Jouvet encuentra que Arreola se parece al gran actor Jean-Louis Barrault y lo invita a París. No es fácil para el joven actor y por ese tiempo, poeta. Finalmente, arriba a la ciudad-luz. Ha terminado la guerra. Hay miseria, escasez y corrupción, lo que no impide que siga la juerga. París es París. Recuerda: “El parque Montsouris, frente a la Ciudad Universitaria, estaba transformado en campo de concentración de soldados alemanes muy jóvenes por cierto”. Entra a formar parte del “grupo de escritores y artistas latinoamericanos que medio se morían de hambre en París, y no se acababan de morir porque los ayudaban a veces”. Le queda en la memoria la calidad del pan, “casi lo único bueno que se podía conseguir”.

No deja de tener contactos con el arte. Conoce a Barrault que se sorprende del parecido con Arreola y le ofrece trabajo en la Comédie Française. Actúa de comparsa en piezas de Shakespeare, traducidas por André Gide. Le pagan bien, afirma. Toma clases de pantomima con Alejandro Jodorowski. Relata un memorable encuentro con Gabriela Mistral, quien recién obtenido el Premio Nobel, llega a Francia. Cuenta Arreola: “Gabriela me abrió los brazos diciendo: ‘Hijo mío’. Yo avancé y me abrazó como lo que fue para mí, como una madre: ‘Hijito mío, ¿por qué estás tan flaquito?’”.Ella había de ser su amiga más entrañable: “Una mujer muy bella que, aunque mestiza, conservaba rasgos de la raza araucana”. Terminarían por pelearse, cosa que Arreola lamenta.

Remata así el libro: “He pensado de nuevo mucho en esto que es la memoria y creo que quizás el título de esta autobiografía debería ser memorario, que iría muy bien con confabulario y bestiario…”. Destaco una idea: “Creo a veces que la memoria está en la sangre, que está codificada en la corriente sanguínea: tenemos la memoria en todo el cuerpo”.

Y una confesión de Fernando del Paso, el abnegado copista: “Mi tarea, modesta y pesada, pero llena de compensaciones, exigió cierta cantidad de zurcido invisible. Con tal de que sea invisible para el lector, aunque no lo sea para Juan José, me doy por satisfecho”.

Memorable contubernio entre dos grandes de nuestras letras hispanoamericanas.

Artículo publicado originalmente en “Ramona”, suplemento cultural del diario OPINION de Cochabamba, Bolivia, noviembre 2010