Tomás Veizaga

por Tomás Veizaga

El padre recibe la carta sin mirar, el hijo da las gracias tímidamente. La música es genérica, mezclada con bullicio de muchas voces. El hombre sonríe, y mirando el lugar, dice:

—Qué encachao, ¿ah?

El joven lo mira y asiente levemente. Sigue mirando la carta.

—¿Y? ¿Qué vas a pedir?

—Eh… no sé… el menú de niños, yo creo.

—Pero si ya tení quince años. No po, pídete la pechuga de pollo si querí, pero con puré…

—¿No puede ser con papas fritas?

El padre suspira y mira alrededor; luego levanta la mano y la agita un poco. Llega un mesero.

—Quiero una copa de vino.

—Buenas tardes. ¿Qué vino desea, señor?

—Eh… no sé… algún tinto de la casa. El más caro. —Se ríe—. Cualquiera, pero que sea güe-no.

—Y yo quiero una limonada —interviene el joven.

El papá se ríe, meneando la cabeza.

El mesero asiente, toma nota y pregunta:

—¿Desean pedir ahora la comida o les traigo los bebestibles primero?

—No, ya nos decidimos, queremos pedir ahora. Yo quiero… el lomo vetado… no, no. Los medallones de filete con tocino mejor; y él quiere una pechuga de pollo a la plancha con puré picante.

—No, que sea con papas fritas, por favor. Pollo con papas fritas.

El padre se alza de hombros.

—Por supuesto —dice el mesero—. ¿Desean agregar algo más?

—Ah… estos jóvenes… No, eso nomás, gracias. Y nos traes todo apenas esté listo, ¿ya?

—Sí, por supuesto, señor… en seguida.

Al quedarse solos, se miran fijamente.

—¿Y? ¿Qué tal, hijo, te gusta el lugar?

—Eh… sí…

—Ya po… estai de cumpleaños, te traje a almorzar acá… Vamos cambiando la carita.

—Perdón, papá, gracias. Es solo que… no sé… a veces no sé qué decirte…

El joven desvía la mirada.

—¡Bah! —El padre carraspea fuerte, mirando fugazmente a las mesas vecinas—. A veces se me olvida que eres igual a tu madre. Mira donde estamos. ¿Sabes qué diría mi viejo si me viera ahora?

Su hijo niega con la cabeza, y baja la vista. El hombre agrega:

—En realidad, no sé qué diría, pero debe estar revolcándose en su tumba, de puro picao. —Se ríe y tose.

El hijo inclina la cabeza hacia la izquierda y frunce un poco el ceño. Busca al mesero.

—Yo a tu edad hacía volantines con papel de diario, y habría vendido a mi hermano chico a cambio de un almuerzo acá. —Vuelve a reír—. Oye, y vo deberíai juntarte con tus compañeras de curso que vienen pa acá, sino vai a salir virgen del colegio. —Arquea las cejas, esperando una respuesta.

Su hijo sonríe a medias, mirando alrededor. Aparece el mesero con los bebestibles.

—Gracias —dice el joven, y empieza a beber inmediatamente.

—En seguida vienen sus platos —replica el mesero, mientras sirve el vino diestramente. Lue-go, se retira.

El padre levanta la copa y toma dos tragos largos.

—Ah… Medio amargo —dice, arrugando la cara—, pero con lo que cuesta, hay que decir que está rico nomás… Uff… Cuando yo tenía tu edad, por esta misma plata habría alimentado a to-dos en mi familia, por un día. Imagínate: cinco hermanos…

—¿Cinco? ¿En serio? ¿Y vivían todos juntos, con tu papá y tu mamá?

El padre estalla en carcajadas. Pasada la risa, escupe un poco de flema en su servilleta.

—Nooo, estai loco —responde, poniéndose serio—. Mi viejo se fue de la casa cuando yo te-nía como seis años. Mi vieja andaba puro preocupada de traer hombres a la casa. A mí me tení-an cuidando a los cabros chicos. Por eso me fui, si no, nunca habría podido estudiar… Pero no vale la pena hablar de esas cosas acá po, hombre… y menos en tu cumpleaños. Ya, se acabó este tema.

—Emm… está bien, perdón. Es solo que no sabía…

—¿Y cuándo traen esos medallones, por la cresta?

—Tranquilo, papá… ni siquiera han pasado diez minutos.

—Con lo que uno paga…. —Se calla tomando más vino—. Uff… me debí haber pedido la bo-tella nomás.

Durante unos minutos no hablan.

Solo beben y miran alrededor: las escaleras mecánicas, la gente subiendo y bajando, todos con bolsas de multitiendas.

El padre alza la copa vacía cuando se cruza con la mirada del mesero, el cual le replica con un breve gesto afirmativo. Luego, despreocupadamente comenta:

—Chuta, hijo… verdaderamente está mejorando la raza, ¿no? ¿Son así tus compañeras de curso?

—¿La raza? ¿Qué?

—Mira, po… —Alza una ceja en dirección a la mesa contigua, donde comían dos mujeres bastante jóvenes—. Debiste haberte pedido una pechuga como ésa, ¡Ja, ja, ja!

—Papá…

—¡Bah! No seái amargao… Oye, pero, en serio… ni siquiera has mirado.

Llega el mesero con el vino y comienza a llenar la copa. Se le indica que deje la botella; él obedece y se va.

—Oye, ya po, ¿las viste?

—Sí…

—Pero si ni siquiera has mirado.

El hijo bebe con una seguidilla de sorbos que apenas hacen bajar el nivel del vaso.

—¿Está rico el juguito?

—Sí, papá, gracias…

El padre niega con la cabeza, mientras toma más vino y mira a las jóvenes.

El hijo no retira la vista de las hojas de menta que flotan sobre su limonada. Sus rodillas se frotan una con otra. Se seca las palmas con la servilleta apoyada en su regazo.

—Papá… Te quiero contar algo…

—Deja que yo te cuente una cosa primero.

—¿Sí? Sí, papá, dime…

—Haberte traído aquí a almorzar, el día de hoy, en tu cumpleaños número quince… Estar en este lugar, en esta ciudad, comiendo esto, y con esta ropa… En fin, estar acá… —Bebe más vi-no, y luego de una pausa agrega—: Esto es el punto cúlmine. Mi sueño de toda la vida es este, poder comer acá con mi hijo. ¿Entiendes lo que digo?

El padre mira sus pupilas, fijamente.

El joven sorbe de su vaso, con el ceño fruncido de manera interrogatoria. Trata de sostenerle la mirada, pero luego de un breve silencio relaja algunos músculos de la cara y suspira por la nariz. Sus hombros bajan, y se deja caer sobre el respaldo de su silla. Inspira penosamente y dice:

—Sí, papá… Entiendo.

—Ya… qué bueno.

Siguen bebiendo en silencio, hasta que llega el mesero con los platos. Los deposita sobre la mesa y se retira. El hijo mira las papas fritas, intentando disimular su decepción: estaban fláci-das y eran de esas congeladas.

—¿Viste? —dice el padre, abriendo los brazos—. ¿Qué más se puede pedir? Esta vista, estos platos, el vino, en fin, todo… ¿Me cachai?

—Sí…

—¿Pero, me cachai o no?

—Sí, papá.

Mientras mira a su padre masticar con la boca abierta el tocino de sus medallones, decide callar y abordar su propio plato.

*****

Tomás Veizaga nació en Antofagasta en 1990. Se ha especializado en narrativa breve.