Nicolás Foti es argentino, estudió Bioingeniería en la Universidad Nacional de Entre Ríos, y luego de graduarse se trasladó a Chile. Actualmente reside y ejerce su profesión de Bioingeniero en la ciudad de Concepción, en Chile, y en los momentos libres se dedica a su pasión: la lectura y la escritura.

El cuento que leerán, en realidad es el quinto capítulo de una novela, pero también puede ser leído como cuento.

LA MORISCA Y EL HIDALGO DE ANDALUCÍA

En la colación de Santa María la Blanca, durante la gélida mañana de un día de San Sebastián, fue hallada expósita, Isabel, recién nacida, en la puerta de la casa de don Pedro de Avendaño Villela.

Este hombre, noble por herencia, y que se proclamaba de estirpe de Caballeros, nunca había tronado su arcabuz contra el enemigo, porque siempre había vivido en tiempos de paz. De los días de velar las armas en una capilla, o de levantar la espada para defender la corona, sólo quedaban las memorias de sus antepasados. Sin embargo, él no perdía oportunidad para sacar a relucir su condición nobiliaria, ya que, de todas formas, ella ahora le valía ciertos beneficios que le eran necesarios y provechosos. Uno de ellos, por ejemplo, era lo que ahora le permitía desempeñarse como Procurador General de Corte para la provincia de tierra firme en el Consulado de Sevilla.

El hallazgo de Isabel, fue una hazaña de Juan de Arbaiza, el joven escudero de don Pedro, quien era la única persona de la casa que tomaba con seriedad las excentricidades de su amo. Con esto, este ingenuo sirviente, creyendo en las palabras de su hidalgo, pensaba que daba un paso más hacia ese momento en el que aquel le tocara los hombros con su virgen espada, para convertirlo a él en otro Caballero. Pues sabía de las dificultades que Dios le había conferido al matrimonio de su señor para concebir, y cuán en gracia le caería poder contar con este regalo para su esposa Mayora. Y esta dádiva del cielo, además, no podría haber llegado en un momento más oportuno, justo cuando aún no había pasado un día entero, desde que la dama había perdido un hijo apenas después de parirlo.

Juan de Arbaiza halló a la niña envuelta en harapos, justo debajo de las armas del linaje que, aunque algo ocultas por el polvo y el moho, aún se podían distinguir esculpidas en piedra tosca, a un lado de las puertas principales de la casa. Y cuando lo hizo, no lo dudó un instante, tomó la bebé en brazos, y salió corriendo para darle la buena nueva al Caballero. Atravesó el zaguán, y llegó hasta la cocina, donde dos sirvientas acercaban el morillo para la hoguera. Les preguntó si sabían dónde podría hallar a Su Merced, y una ellas, aunque desorientada por verlo con una criatura en brazos, pudo contestarle con una ironía:

– Si vos no estáis enterado, su propio “escudero”, menos podéis esperar de nosotras.
– Podría ser que estuviese en el patio… o tal vez en la cuadra, blandiendo su espada al aire contra caballeros imaginarios – agregó la otra, reteniendo la risa.

Así que Juan, ignorando las burlas, salió al empedrado para dirigirse al establo, y apenas lo hizo, la primera sirvienta que había hablado, le agregó cizaña a su ironía:

– Un escudero sin escudo para un caballero sin caballo… – dijo, y ambas soltaron las carcajadas retenidas.

Juan encontró a don Pedro antes de llegar al establo, sentado en el borde del aljibe, tomando los primeros rayos del sol de la mañana. El Caballero meditaba sobre sus antepasados, mientras contemplaba unas bellotas que tenía en una mano; y al ver esta triste figura1, el sirviente se entusiasmó aún más con su acometida, suponiendo que lo alegraría. Entonces interrumpió las reflexiones de su amo, y extendiendo sus brazos para ofrecerle el bebé, exclamó:

¡Enhorabuena, Vuestra Merced! ¡Ved cuán de parabienes os deparaba la Providencia para vuestra bienaventuranza!

Pero el patriarca no reaccionó con la sorpresa que esperaba su escudero, pues él sí conocía con exactitud el origen de este retoño, y veía la aparición de la niña, sólo como la concreción de un plan. Pues Isabel no era más ni menos que la hija natural que él mismo había concebido con una de sus labradoras, con la idea de extender su linaje hasta el infinito, bajo el consentimiento de su esposa y la resignación de la mujer preñada.

El matrimonio había pergeñado la idea de proclamar la maternidad de Mayora, luego de estar seguros de su imposibilidad de procrear, para lo cual ella había tenido que simular el embarazo por todo el período requerido.

Esto había sido así, porque desde hace un buen tiempo a don Pedro le incomodaba tener que compartir los beneficios de su hidalguía con quienes podían acceder a los mismos adquiriéndolos por unos cuantos ducados. Y, por otro lado, daba por hecho que solamente los fuertes brazos de Caballeros de linaje noble podrían darle virtud a la Corona. En esta línea de pensamiento, concluía que la mejor forma de fortalecer su nobleza heredada, era asegurándose de tener a quién heredársela. Y el Soberano, pensaba, privilegiaría esta nobleza genuina y perdurable, frente a la de cualquier pechero rico capaz de comprar una hidalguía.

Sin embargo, al conocer el sexo del bebé, con decepción entendieron que quedaban truncados los planes de propagación de la estirpe. Y teniendo esto en cuenta, prefirieron no correr el riesgo que podría significar en el futuro tener en la familia una mujer con sangre de origen incierto, al menos en parte. Pero, por otro lado, Mayora ya había abrazado la idea de convertirse en madre durante los meses de simulación de su gravidez. Por eso, cambiaron el plan, dijeron que el bebé de Mayora había muerto al nacer, y tomaron la decisión de simular la aparición de la niña abandonada, con el propósito de tomarla solo como una criada protegida.

Así que, desde aquella fría mañana de San Sebastián, esta criada con mitad de sangre ajena, bautizada bajo el nombre de Isabel de Otáñez, fue a sumarse en esta familia que estaba constituida por el patriarca, su esposa Mayora, Sebastiana de Avendaño, hermana del Caballero, y su madre, Catalina de Otáñez.

Isabel fue recibida de buenas ganas por todos, ya que venía a ocupar un espacio que siempre habían deseado llenar. Los primeros meses de vida, los pasaba entre los brazos de cada integrante de la familia, y los pechos de su verdadera madre, para quien la obligación que se le había impuesto de cumplir con el rol de nodriza, lejos de pesarle, significaba un consuelo para su pena.

Pero para el infortunio de Isabel, las aguas no siempre corrieron por el curso de aquellos primeros tiempos. Es que el corazón de Mayora, se fue endureciendo con los años, como consecuencia de nunca haber sido capaz de vencer los celos y la frustración, por haberse visto forzada a criar una hija que llevaba la sangre de su marido, pero ni una pizca de la suya. Y toda su desazón, la volcaba en malos tratos sistemáticos hacia Isabel, que iban incrementándose, y que solo eran atenuados por la tutoría implícita que terminó ejerciendo Catalina de Otáñez.

Porque ante el desamparo de Mayora, era la anciana Catalina quien se ocupaba de la niña, y fue solo gracias a ella que Isabel pudo educarse, y terminar leyendo y escribiendo a edad temprana. Y no eran sino ella y Sebastiana, quienes resguardaban a la niña de la filosa lengua de Mayora, cuyos celos se tornaban cada vez más evidentes.

Y luego, cuando Sebastiana alcanzó una edad en la que la curiosidad por ser madre llegaba más allá de un juego infantil, terminó sustituyendo ella el rol de Catalina. Esto, además, resultó oportuno desde que la razón distorsionada de la anciana, ya postrada, no le permitía distinguir entre su hijo, y su difunto esposo Íñigo de Avendaño.

Pero si bien Isabel, por ser consciente de su orfandad, nunca llegó a sentirse parte integral de la familia, al ser la criada más pequeña, y la consentida de su abuela y de su tía, siempre recordaría los años de su primera infancia en Sevilla con un dejo de nostalgia. Era tan querida por estas mujeres de la casa, como por la servidumbre que allí moraba. Es que todos los sirvientes conocían los rumores del verdadero origen de la niña, y por lo tanto la sentían como parte de ellos. Sin embargo, nunca nadie se hubiera atrevido a manifestar algo al respecto, que pudiera ser escuchado por Mayora o por don Pedro.

La única piedra de tope para no olvidar que Isabel era sólo una criada más, la ponía justamente Mayora, quien siempre intentaba asignarle tareas acordes a su condición. Y por el otro lado de la cuerda, Sebastiana traccionaba para educar a la niña con hábitos de nobleza. Pero el cordel terminó cortándose, cuando los susurros respecto a la verdadera historia de Isabel, llegaron a ser tan fuertes, que los oídos de Mayora no pudieron quedar indiferentes. Entonces, desde aquel momento, y luego de contárselo a su marido, la dama de la casa comenzó a hacer todo lo posible para lograr quitarse este peso de encima.

Durante los próximos meses, Mayora le haría la existencia tan difícil a Isabel, que ella borraría de sus recuerdos esta etapa de su vida. La niña solo buscaba consuelo en Sebastiana y en Catalina, quien ya estaba totalmente evadida de la realidad. Además, siempre mantuvo la costumbre de visitar a los sirvientes y a los labradores, donde era recibida por su verdadera madre, con un cariño que esta no era capaz de gobernar.

Pero como un presagio de su destino cambiante, la vida de Isabel daría un primer vuelco radical por estos años. Todo se empezó a encaminar hacia su desenlace, cuando se firmó el acuerdo dotal por la mano de Sebastiana, entre don Pedro de Avendaño Villela, y don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor.

Este señor, natural de Nueva España, se ufanaba de pertenecer a la segunda generación, en el linaje de los primeros conquistadores de aquellas tierras. Él ya tenía edad de sobra para casarse, y había puesto los ojos en Sebastiana durante algunas de sus visitas a la casa de Don Pedro, de quien se había hecho amigo. Y ella, a estas alturas ya con su curiosidad a flor de piel, no había sabido disimular honradamente su correspondencia.

Don Cristóbal había sido enviado por su padre desde Nueva España, para estudiar un doctorado en la Universidad Hispalense. Cumplir con esta diligencia, era uno de los requisitos que se le exigía para desempeñar el cargo que ya le habían asegurado a través de su padre, como Oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo. Y además de volver con las licenciaturas necesarias, a tales efectos también le sería de gran utilidad, que regresara a aquellas tierras allende los mares, con familia y servidumbre, tal como tan ilustre cargo lo ameritaba.

Luego de finalizado sus estudios, don Cristóbal se acercó a don Pedro, porque se lo habían recomendado para que lo asesorara sobre algunos trámites que debía realizar. Por entonces buscaba obtener la documentación necesaria en la Casa de Contratación, para que un puñado de sirvientes que había reclutado, pudieran acompañarlo en su viaje de regreso que ya se aproximaba. Y don Pedro, al conocerlo, quedó deslumbrado ante su gallardía, sus crónicas increíbles, y la solvencia económica que procuraba no disimular.

El cortejo a Sebastiana no duró más de unos días, hasta que don Cristóbal obtuvo la mano de la muchacha por parte de su hermano, y celebraron el desposorio. Pero antes, tuvo que prometer por escrito la concreción del matrimonio, una vez instalados en Santo Domingo. Y para acrecentar la flamante familia, a ella no se le hizo necesario rogar demasiado a su futuro esposo, para que aceptara la idea de que se hicieran cargo de Isabel. Es que a él también, aunque aún no se lo había confesado a su prometida, Dios le había negado la posibilidad de procrear, tal como sucedía con Mayora.

Por su parte, Pedro de Avendaño no opuso resistencia alguna a la inminente partida de Isabel, ya que comprendía que, ante la intransigencia de Mayora, esto era lo mejor que podría esperar para la niña. Entonces volvió a utilizar todas sus influencias en la Casa de Contratación para que se agilicen los trámites de obtención de la Licencia de Pasajero a Indias, para los nuevos reclutados que iban a acompañar a don Cristóbal en su regreso al Nuevo Mundo.

Con respecto a la niña, que ya contaba casi con una década de edad, don Pedro, más otros dos testigos conseguidos por él mismo, declararon bajo juramento en la documentación solicitada. En su declaración, como intentando alejar cualquier suspicacia respecto al origen de Isabel, decían que, si bien había sido hallada a puertas de la casa de don Pedro de Avendaño Villela, ella había sido criada en el mismo nobilísimo hogar por más de nueve años. Además, juraban que era morena, de ojos negros, rostro redondo y boca pequeña; también que era soltera y por casar, y no sujeta a orden, matrimonio, ni religión en manera alguna, ni castigada, ni penitenciada por el Santo Oficio de la Inquisición. Sin embargo, por su condición de huérfana, no se les permitió agregar en su declaración que su ascendencia era de cristianos viejos, sin raza ni mácula de moros, ni judíos, ni de los nuevamente convertidos a nuestra santa fe católica, ni de los prohibidos a pasar a las Indias Occidentales.

El viaje de don Cristóbal, no podía ser menos ostentoso que su estancia transitoria en Sevilla. Así que, durante los preparativos, firmó contrato con un fletante de la Carrera de Indias, en el que se especificaban los detalles de las comodidades que exigía: Además de las raciones ordinarias de leña, sal, comida y vino, pedía tres cuartillos de agua dulce al día para él, y para cada uno de sus acompañantes, incluyendo su criada y la servidumbre, más una botija perulera a la semana.

En el contrato, también se indicaban detalles de su matalotaje, que debía ir dentro de la cámara de popa del navío, y ser puesto a disposición de su dueño cuando se lo pidiera o fuera menester. Este estaba compuesto por tres cajas peruleras de seis palmos, y una pequeña de tres, con ropa blanca y vestidos, cinco barriles quintaleños de bizcocho, ocho arrobas de aceite y dos de vinagre, un quintal de pasas, dos barriles de aceitunas y uno de cecina. Y a esto se le agregaban tres carneros, más cien gallinas que llevaría distribuidas entre un gallinero grande y dos pequeños.

En cuanto a su camarote, el maestre de la nave se obligaba a construirle antes de emprender el viaje, una cámara estanca, sin goteras, con una anchura que ocupara el espacio completo desde babor a estribor, y con la altura suficiente como para que se pudiera caminar erguido. Debía, además, tener cadalechos y hamacas para él y para cada uno de sus acompañantes, ventanas hacia los lados y hacia la popa, y puertas que abran y cierren, con trabas por dentro para que no pudieran ser movidas por el viento. Y, por último, el broche de oro era la exigencia de una ventanilla corrediza, debajo de la cual, por el lado de afuera, se pusiera una botija llena, de tal forma que el agua contenida fuera accesible sin tener que salir de la cámara.

Así que unas semanas después de la firma del contrato con el fletante, don Cristóbal se encaminaba con los suyos por el Puente de Barcas, hacia el muelle del Barranco en el Puerto de Indias. Él iba junto a Sebastiana e Isabel montando una litera de alquiler, que era llevada por dos mulas delante y una por detrás. Y los sirvientes, iban a pie arrastrando el equipaje cargado en carretillas que también habían alquilado para este propósito.

El espectáculo que allí presenció Isabel no lo olvidaría nunca. Era la primera vez que ella salía de la casa de don Pedro, y el primer lugar que visitó, fue aquel por el cual, a Sevilla, le cabía el apodo de “Babilonia”, según la gente de mal vivir.

Decenas de navíos provenientes de distintas naciones poblaban el canal de Guadalquivir, transportando pasajeros, y con el fletamento de diversas especias. Buques franceses con mercería y ruan, alemanes con lienzo, fustán y vino de Alanís. Los vizcaínos con hierro, pino y cuartón, y las embarcaciones que llegaban desde de Las Indias con perlas, oro, plata y cuero2.

Desde la Puerta de Triana hasta la Torre de Oro, se podía ver una multitud agolpada, corriendo de aquí para allá, empujándose y gritando a destajo. El griterío de los esportilleros y calafates, se mezclaba con el de los pasajeros, carreteros, aguadores, y mercaderes ambulantes.

De estos últimos, los había de los honestos, que revendían especias y productos confeccionados por ellos mismos, y de los inescrupulosos, que adulteraban el vino y el aceite, o le cocían testículos a la carne de oveja para pasarla por buey.

Dios y el diablo negociaban constantemente en aquel escenario caótico: resultaba imposible distinguir entre los mendigos autorizados por algún párroco a pedir limosnas a menos de seis leguas de su iglesia, con aquellos vagos que los imitaban sin más licencia que su oportunismo. Los pícaros merodeadores de playa timaban a los incautos a vista y paciencia de los alguaciles sobornados. Y monjes de todas las órdenes, oficiaban eucaristías entre los muelles, tanto para los marinos que estaban a punto de embarcarse, como para las mujeres del paso que llegaban a tentarlos en sociedad con los venteros.

Muchos de estos religiosos, venían a despedir a las embarcaciones, los días anteriores a su propio viaje, ya que ellos también estaban próximos a partir para misionar en el Nuevo Mundo. Y preparando su espíritu para esta travesía, ellos se alojaban provisoriamente en una hostería del Convento de Porta Coeli, de la Orden de Santo Domingo, donde también recibían a viajeros que iban en busca de sus bendiciones.

Hasta la parroquia de este convento llegó una tarde una bella mujer herida en su orgullo para pedir el sacramento de la confesión.

– Que he venido a deciros que, aunque no lo aparente, soy morisca, padre. Morisca de pura sangre – susurró al oído del fraile arrodillada en el reclinatorio – Andaluza y conversa, pero tan mudéjar como mi padre y como mi madre.

Le contó a su confesor que se había criado en una morería de Campo Calatrava, donde, apenas entrada en edad de merecer, se enamoró de un joven de la misma comunidad, con el infortunio de que su amor era contrariado por sus padres. Pero he aquí, que el amor que se tenían pudo más, y llegaron a comprometerse en secreto, a espaldas de quienes lo rechazaban.

– Mi padre no veía con buenos ojos el desprecio de mi prometido por su procedencia. De hecho, una tarde de licores, había llegado a asirlo de la barba exigiéndole que se desdiga de las calumnias contra su gente. Porque mi prometido soñaba con poder abandonar el modo de vida de las morerías, y convertirse en un castellano más, a quien nadie pudiera tomar a menos.

Así que una mañana, persiguiendo el sueño de este joven, salieron montados en dos asnos rumbo a Sevilla, vestidos como castellanos.

– Aunque por estar tan muchacha, no me venía en gracia, ni me sentía hábil para llevar la carga del matrimonio, me marché por amor, padre. – Le dijo – Pues ha de tener para sí Vuestra Merced que, apremiada por la urgencia, la juventud viste de amor aquello que no es sino apetito y obstinación. Y yo, por joven, hui creyendo que lo hacía detrás del hombre que amaba.

Y allí en Sevilla, pudieron llegar a servir en una morada con armas de linaje noble, siempre ocultando su condición, donde trabajaron como labradores de su señor durante unos años, sin mayores sobresaltos. Aunque los rumores de las inminentes deportaciones de moros les llegaban a sus oídos, ellos se sentían seguros.

– Porque la admiración que él les tenía a los castellanos, había calado tan hondo en su entendimiento, que conocía cada detalle de su forma de proceder. Y de tal suerte aprendimos a ocultar nuestros usos y hábitos imitándolos, que a esta sazón nadie sospechaba de la verdadera historia que llevábamos a cuestas.

Pero el origen de su desdicha, le dijo, radicaba en una noche en que Su Merced la había tomado en la cuadra de la casa, intentando hacer un hijo en ella. Así lo había repetido por meses, en incontable cantidad de oportunidades, hasta que ella hubo de jurarle que estaba preñada, a troca de que dejara de poseerla, y de que su prometido no se enterara.

– Pues por temor a que fuera mayor la desgracia que acaeciera sobre nosotros, yo no le daba cuenta de mi padecimiento.

Entonces, el patriarca le aclaró que ella debería olvidar a su bastardo una vez parido, porque él se quedaría con el niño al nacer, y ella y su prometido deberían guardar el secreto so apercibimiento de muerte. Y recién después de esta advertencia decidió contárselo.

– En aquel momento no lo vi de la forma que ahora mesmo os he de referir, pero más tarde, rememorando comprendí que mi prometido accedió con harta rapidez a mis súplicas de no vengar mi agravio. Él decía que en cuanto nuestro amo tomara razón de que yo lo había delatado, fuera capaz de darnos muerte, o acaso echarnos a galera. Hoy tengo para mí que su cobardía pudo más que su honra.

Y de esta forma, ellos habían tenido que consolarse sólo con ver cómo su hija iba creciendo como criada de aquella noble familia.

También le contó al confesor que, para engrosar las filas de sus desventuras, el terror vino a visitarlos algunos años después de nacida su hija, cuando comenzaron a pregonarse las expulsiones ordenadas por el Marqués de San Germán.

– Una mañana, desde el corral de la morada, quedos, pudimos oír las trompetas del bando de expulsión, y los aplausos acalorados del vulgo de la ciudad. En ese momento mi corazón supo que ya no volvería a ver a mi padre ni a mi madre, quienes habían quedado en Campo Calatrava, y seguramente ya caminarían con las humillantes caravanas de expulsados.

Entonces su prometido intentó convencerla de que fueran tras sus padres, porque nada bueno podrían esperar quedándose en esta casa. Además, lo que él había pensado para sus vidas de castellanos, le decía, distaba de los ultrajes a los que habían sido sometidos.

– Queriendo vivir como labradores vasallos de un señor muy principal, terminamos por siervos de un hidalgo venido a menos, me decía.

Pero ella, dijo, no era del mismo parecer.

– Tenía mis motivos para desoír sus razones, padre. Mientras espiaba el crecimiento de mi hija, no puede evitar llegar a quererla, pues la niña, aunque consentida de sus padrastros, no ocultaba la bondad de su corazón ante los sirvientes. Entonces, verla era lo único que me sacaba fuerzas de flaqueza, y que deseaba cada día, y por esa razón es que preferí no escuchar las advertencias de mi prometido. Además, aunque como le tengo dicho antes había yo creído amarlo, tan presto se despoja el apetito de los vestidos del amor, como la saciedad, la razón o el desencanto, se apoderan de un corazón con luenga experiencia. Así que con esto ¿qué se me iba de echar cuando este hombre lacró su cobardía dejándome y yéndose para siempre tras los pasos de su antigua vida?

Pero también le relató que un día, sin saber muy bien por qué, la niña fue llevada al Nuevo Mundo, para continuar su vida con otra familia en Santo Domingo, y que ella fue expulsada de la morada sin que se le dieran mayores explicaciones.

– Isabel de Otáñez es mi hija, y lo que nunca supo don Pedro de Avendaño, es que también podría ser hija de mi prometido, y no de él. Solo una mujer puede tener esta certeza, padre. Es al menos, media sangre mora lo que corre por sus venas, si no toda ella… sangre prohibida de pasar a las Indias. Esa es la niña que don Pedro de Avendaño Villela dio por criada a don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor. Y no me importa deciros esto ahora, al fin y al cabo, aquí ya no me queda nada ni nadie, y ya tengo tramitada mi propia expulsión para mañana mesmo, en un pequeño bajel que se hará a las velas desde el Arenal con rumbo a El Magreb. Hacia allí he de ir en busca de mis progenitores.

El clérigo sólo escuchaba atentamente, pero no interrumpía a la dama, quien de todos modos no lo hubiera escuchado.

– Hoy he venido a deciros que me marcho de vuestras tierras, y que hagáis con ellas lo que os plazca; que ya no quiero ser parte de vosotros ni de vuestras calamidades. Y también he venido a suplicaros que, invocando a vuestra misericordia por los menesterosos, tengáis vos a bien de concederme un único deseo.

Se acomodó inclinándose hasta que sus labios quedaron tocando la celosía del confesionario, y susurrando agregó:

– Si antes de partir viéredes a don Pedro, padre, tened a bien concederme la merced de decirle que maldigo su existencia con todas mis fuerzas… que ojalá su alma se haga cenizas en las hogueras del infierno… que su mayor castigo sea pasar por este mundo sin dejar más huellas que su crueldad… que su agotada nobleza se disuelva en el agua como la tinta, y que termine sus días suplicando por limosnas a los pecheros y a los mal nacidos.

Sin detenerse, y apretando sus dientes mientras hablaba, continuó:

– Y si lo veis a don Cristóbal allí en las Indias…

El fraile pensó que la simpleza de la mujer le impedía saber que esto era poco probable, pues con seguridad ella ignoraría la inmensidad de aquellas tierras.

– … decidle que ésta sucia mudéjar maldice su existencia, por haber sido él también parte de mi desdicha.

Ahora, el confesor, aunque tarde, entendía que no estaba oficiando un sacramento, sino que sólo prestaba sus oídos a los berrinches de una mujer despechada.

– Y, por último, si lo veis a vuestro Altísimo, al Creador, decidle que… preguntadle… preguntadle vos en mi nombre, porque a mí ha tiempo que ya no me escucha, y también ha tiempo que yo no le hablo. Que qué más quiere de mí. Que yo ya no tengo nada porque Él me lo ha quitado todo. Decidle que me marcho de vuestra Iglesia…

El fraile inspiró sorprendido, pensando que se estaba extralimitando, pero censuró su deseo de reprimirla severamente y exigirle que se desdiga de sus blasfemias, pues prefirió ver hasta dónde era capaz de llegar.

– … que no tengo en mente arrodillarme para pedirle absolución ni clemencia, pues todas mis culpas ya han sido purgadas sobradamente con las penitencias que Él mesmo me ha impuesto en vida… Decidle que lo único que ahora tengo, es mi vida. Y que, si no hallare a mis progenitores en El Magreb, proseguiré buscándolos hasta por las tres Arabias. Mas si aun así mi búsqueda no tuviera más frutos que el fracaso, decidle que también he de entregarle mi vida, porque ya no ha de haberme menester. Y decidle que entonces, Él podrá hacer con mi vida lo que le plazca.

La morisca terminó su confesión, y sin persignarse ni escuchar la penitencia, se levantó y se fue caminando rápidamente, con el ceño fruncido, y mirando sólo hacia adelante.

El clérigo que la había escuchado, Fray Martín de Salvatierra, que estaba pronto a partir misionado hacia las Indias Occidentales, quedó reflexionando.

– Isabel de Otáñez… – susurró – Cristóbal de la Cerda y Sotomayor…

Pensaba en que esta dama herida, por despecho había intentado dañar a don Pedro de Avendaño y a don Cristóbal de la Cerda mediante esta confesión, y que su ofuscación le había impedido ver que también podría estar haciéndolo con su propia hija. Pero también reflexionaba que la confesión de la morisca no podría tener un final distinto que el de caer en saco roto. Porque el destino del funcionario con su familia, era Santo Domingo, muy lejos del suyo, que eran los obispados del reino de Chile. En ese momento no imaginó que, sin embargo, la Providencia terminaría cruzando sus caminos en las fronteras del fin del mundo.

1 Referencia a la arenga de don Quijote de La Mancha delante de los cabreros.

2 N.A.: Referencia al poema de la obra “El Arenal de Sevilla”, de Lope de Vega.