SAÚL REBOLLEDO GUZMÁN
Por José Baroja
«La mayoría de las personas son otras: sus pensamientos, las opiniones de otros; su vida, una imitación; sus pasiones, una cita.»
Óscar Wilde
—¡Ayúdenme, por favor! —gritaba Abel, al otro lado de la mampara de ingreso al Registro Civil.
—¡Ayúdenme! —Escucharon quienes allí tramitaban a esa hora la inscripción de sus hijas e hijos en el Sistema.
Instintivamente, la gente, amontonada por horas al interior del servicio público, se estremeció, como si comprendieran en esos gritos algo que ocultaban profundamente dentro de sí. Los dos guardias del recinto, poco habituados a este tipo de manifestación, rápido salieron a la calle para ver qué sucedía. Al descubrir a este hombre, don Camilo, el más viejo de los dos, atinó a hablarle como si se tratara de un antiguo amigo en problemas. «Me desvanezco», fue lo que escuchó como respuesta. Ciertamente ese hombre no podía ingresar en tal estado a un edificio de gobierno: ojos hinchados como los de un sapo, ojeras que parecían surcos de alguna excavación abandonada, un intenso olor a alcohol, sin duda, no había cerrado los ojos durante toda la noche; ni siquiera se había bañado.
—Señor, no puede entrar así, acompáñeme. —Fue lo que la gente escuchó.
Para Abel, la mañana del día anterior había comenzado de lo más rutinaria. Había solicitado permiso para acudir al Banco Nacional, con el objetivo de pagar algunas cuentas y sacar algo de efectivo. A las nueve de la mañana ya estaba atrapado en una de esas interminables filas de incierto final. Celular en mano, Abel solo buscaba en qué entretenerse esperando que el tiempo se diluyera para poder salir pronto de allí. Repentinamente, lo inusual. Una señora menudita, con una pequeña joroba y con aroma a marihuana se le acercó.
—¿Cómo estás, Saúl? —le preguntó.
—Señora, me confunde con otra persona —respondió sorprendido.
—Tú eres Saúl, por qué engañas a esta vieja, eres el hijo de Delmira —remarcó.
—No señora, mi nombre es Abel Hermosillo Gutiérrez —respondió, ofuscado.
La mujer se alejó enojada, convencida de la mala educación de ese joven llamado Saúl, y nada más que Saúl, hijo de la tal Delmira. Él simplemente atribuyó el hecho a la senilidad, por lo que, todo bien. Después de treinta minutos más: «Pase», escuchó desde una pequeña ventanilla, seguido por un «su cédula de identidad, por favor». La cajera, tras verificar todo, lo miró un par de veces con notoria incredulidad.
—Este no es usted. —Abel de inmediato palideció.
—Mi nombre es Abel Hermosillo Gutiérrez —dijo con firmeza.
—Señor, este no es usted —respondió la cajera señalando el documento en su mano.
Abel comenzó a alterarse, lo que movilizó a los guardias del lugar, ansiosos de hacer algo más que estar de pie todo el día. Ante la insistencia y negativa, Abel se desesperó más. Un breve forcejeo, un «yo soy Abel Hermosillo Gutiérrez», que se escuchó hasta la otra esquina, y sin más, arrojado fuera de la sucursal.
—¡¿Qué se han creído?! —Fue lo primero que pensó.
—¿Qué pasó allí? —Fue lo segundo.
En busca de claridad, decidió llamar a su madre, después de todo qué haríamos sin ellas, reflexionó.
—¿Quién habla? —respondió una dulce voz, al tiempo que Abel agradecía a Dios por una voz conocida.
—Soy yo, Abel, tu hijo —contestó alegremente.
—¿Saúl eres tú? —Fue lo siguiente que escuchó del otro lado del celular.
Espantado dejó caer el aparato para ponerse revisar las tarjetas en su cartera. ¡Horror! Todas decían «Saúl Rebolledo Guzmán». ¿Quién pinche era Saúl Rebolledo Guzmán? Todo su día giró en torno a esto. Toda su noche fue un ir y venir de ideas hasta que, en la mañana, desesperado, salió rumbo al Registro Civil con un grito en la garganta: «Ayúdenme, por favor». El resto, ya lo sabes.
Es raro que no se encuentre este autor en las librerías de Chilito. Como dice el refrán: “Nadie es profeta en su tierra”. El cuento muy bueno.