EL VUELO DEL CUERVO
por Josefina Muñoz Valenzuela
¡El Cuervo se ha ido! Parece increíble que ese Cuervo tan vital, tan consecuente, con una de las más intrigantes sonrisas del siglo XX, haya volado para no regresar. La presencia creativa de Óscar Castro Ramírez, el Cuervo, se inició en la década del 60, en la universidad y en los inolvidables espacios del barrio Lastarria: la Casa de la Luna Azul, el Centro A, la galería de Enrico Bucci, tantos y tan queridos…
Allí hervía la década del 70, en esos años felices de Allende y la Unidad Popular y todos nosotros, aún no contaminados con la espesa telaraña que el modelo neoliberal dejó caer para envolvernos y alejarnos de ideas, ideales e ideologías “perversas”. Día a día vimos elevarse el edificio de la UNCTAD, con el trabajo alegre y comprometido de los obreros; artistas de la pintura creaban sin cesar para adornar sus muros; el teatro y la música daban giros inesperados. Todas las artes dieron un salto cuántico abriendo mundos para descubrir.
Y en ese mundo estaba el Cuervo, desde cuando era estudiante del Instituto Nacional; en 1967, en conjunto con alumnas del Liceo de Niñas N° 1, fundó la notable compañía que conoceríamos como Aleph. Años después, la Universidad Católica les prestó una sala de la casona de Lastarria 90, donde ensayaban las obras que luego presentarían a estudiantes y otros públicos.
Entre las novedades de la compañía estaba la creación colectiva de obras, algo que no conocíamos en nuestra tradición teatral; eran creaciones chispeantes y profundas, asidas siempre a la contingencia de los 70. Entre las inolvidables permanecerán las de la “saga” de “Casimiro Peñafleta”.
Llegó el golpe y, a pesar de eso, el grupo continuó su trabajo teatral. En 1974 estrenaron “Y al principio existía la vida”, en la vieja galería del pasaje de Huérfanos 786, donde funcionaba la Sala del Ángel. Su título jugaba con el texto bíblico y el golpe, que parecía habernos hecho olvidar que alguna vez había sido la vida. El lleno fue total y, al interior, antes de la función, se cruzaban las miradas de incredulidad, de complicidad, de asombro, de miedo, de pensar si saldríamos de allí… Estábamos ya en un terrible paréntesis, por el que desfilaban la muerte, la amenaza, la prisión, la detención, la tortura, la desaparición.
El autor de la música era Ángel Parra, recién salido de Chacabuco, uno de los muchos campos de concentración. Recuerdo la emoción de todos, el estremecimiento de saber lo que estaba pasando y la incertidumbre instalada en la vida cotidiana.
Como era de esperar, poco después todos los integrantes del grupo fueron detenidos. El 30 de noviembre de 1974, su madre, Julieta Ramírez, y su cuñado, Juan Rodrigo Mac Leod, casado con su hermana Marieta, fueron a visitarlos al campo de detenidos de Tres Álamos; ambos fueron detenidos allí y están hasta hoy en el listado de detenidos desparecidos.
En 1976 Óscar fue liberado, subido a un avión y comenzó su largo exilio en Francia; reencontró allí a integrantes de la compañía y refundó el Théatre Aleph, conservando en lo más profundo el deseo del regreso al espacio de la cultura propia. Y cuarenta años después, en 2015, gracias al interés del ministro de Bienes Nacionales, Víctor Osorio, en el segundo gobierno de Michelle Bachelet se les asignó una antigua casona en La Cisterna que acoge hasta hoy al grupo teatral.
La indemnización que recibió Óscar por la desaparición de su madre hizo posible que se levantara allí una sala de teatro, “Santa Julieta”, un homenaje para ella, para el grupo y para nuestra memoria histórica y cultural. A pesar de todo, los sueños podían hacerse realidad.
La versatilidad de Castro le permitió ser actor de teatro y cine, dramaturgo, director, formador de actores. Autor de muchísimas y maravillosas obras, hay una larguísima lista entre “¿Se sirve usted un cocktail Molotov?”, 1969, hasta “La democracia del miedo”, 2019.
El horror de una dictadura no desaparece, aunque el exilio haya sido fructífero, permitiendo a muchos seguir viviendo y creando, porque el desarraigo es un atentado a los derechos humanos. La sociedad, cualquiera que sea, no puede olvidar estos episodios de salvajismo y crueldad extrema, en que muchos murieron sin poder ser despedidos ni enterrados por sus familias; porque casi cincuenta años después, todavía tenemos listas de detenidos desaparecidos que quizás jamás tendrán respuesta para quienes continúan esperándolas.
El Cuervo ha volado. Será recordado siempre por él mismo, por su consecuencia, por su talento, por sus obras, por ser un ejemplo de la fuerza de la vida a pesar de los terribles episodios que debió vivir y sobrevivir. Los apodos son curiosos, tienen relación, a menudo, con alguna característica física o de otro tipo; pero quizás también apuntan a algo más profundo, “invisible a los ojos”.
El cuervo es parte importante de los mitos. El dios Odín, conocido también como el dios Cuervo, se ha representado con un cuervo en cada hombro: Hugin, el poder del pensamiento y la información, y Mugin, la mente y la intuición. Odín los envía a volar sobre el mundo, para que cada tarde regresen con noticias de lo que han visto y oído.
Espero que su vuelo lo lleve a una forma desconocida de vuelta a la tierra, a descubrir nuevos y sorprendentes paisajes, en los que continúe iluminando y acompañando a nacientes colectivos en el amplio camino de la creación y de la generosidad compartida, porque todo puede ser posible, mientras llega el fin de los tiempos.
Para terminar, estos versos del poeta, William Butler Yeats, de “La canción de Aengus errante”:
Aunque ya estoy viejo de vagar
por tierras bajas y tierras montañosas,
descubriré dónde se ha ido,
y besaré sus labios y tomaré sus manos;
y caminaré por la larga hierba de colores,
y tomaré hasta el fin de los tiempos
las plateadas manzanas de la luna,
las doradas manzanas del sol.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…