Desde México, el escritor chileno José Baroja nos envía un cuento bello y estremecedor.
Por José Baroja
«Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria.»
Lousie Glück
Son las siete de la tarde, Joaquín está entretenidísimo jugando con sus matchbox sobre la gran alfombra que cubre casi todo el living. Solo tiene cinco añitos. Ya han pasado varias horas desde que regresara de la escuela por lo que ahora simplemente sonríe. Sonríe, como todo niño o niña debería hacerlo a su edad, sobre todo cuando está acompañado por sus juguetes favoritos y por una imaginación que, afortunadamente, aún permanece viva. Joaquín conoce de memoria el nombre y modelo de cada uno de los coches que tiene allí regados. Me retracto, no están regados, están colocados estratégicamente. Cada línea de la enorme alfombra representa en la mente de Joaquín un camino dentro de la gran ciudad, cuyos límites él mismo ha establecido: al Norte, la cordillera (el sofá); al Sur, el mar (el piso flotante); al Este, un pequeño monte (la caja de sus juguetes); al Oeste, una mínima pirámide (sus zapatos). Él se ocupa con la habilidad de quien da vida a lo que no lo tiene de mover los carros de un lado a otro, de hacer las voces y los ruidos de estos como si fuera un artista mostrándonos su particular mirada. Cada cierto tiempo, se escucha un fuerte ¡brrrum, brrrum! Joaquín sonríe.
A las siete con treinta, un vehículo se ha detenido fuera de su casa. Probablemente sea su padre. Sí, es él. Su madre se lo ha hecho saber al dirigirse con cautela hacia la puerta principal. Joaquín ha dejado sus matchbox para correr a saludar a ese hombre al que no ve muy seguido. De seguro le ha traído un nuevo juguete para así aumentar su ya de por sí numerosa colección. ¡Sí! ¡Una furgoneta! Es igual a la que maneja él. «Gracias, papá», se escucha decir con esa genuina alegría de quien no ha perdido su imaginación por la escuela o por el diario vivir. Rápido se la enseña a su madre, quien le sonríe con amor, aun cuando desde hace varios días solo finge una explícita felicidad. Por su hijo, piensa. Joaquín no ha notado esto; o eso creo. Su mamá es su mamá, punto. Cosas de grandes, punto. Quizá sus pocos años lo protegen de algo más. No estoy seguro. «Joaco» corre de regreso a la alfombra para sentarse entre esos carros que sin él no tendrían vida. En tanto, su padre le ha regalado una dura mirada a Andrea sin decir palabra alguna. Ha salido nuevamente por esa puerta como si el diablo lo empujara.
Joaquín ha vuelto a su juego, ha elegido la furgoneta; afuera, Raúl ha encendido el motor de la suya. Debe reunirse con dos personas con las que previamente ha hecho un trato. Joaquín ha puesto en movimiento el carro que le acaban de regalar. Una media hora después, su padre recogerá a esos dos sujetos cerca de Juárez. Una media hora después, Joaquín escuchará a su madre llorar. Raúl, Mireya y Artemio se colocarán un pasamontañas antes de llegar al destino. Joaquín correrá donde Andrea para abrazarla. Como carroñeros dos se bajarán del vehículo para quitarle la vida a aquello que ya lo tiene. Joaquín abrazará con fuerza a su madre dejando el juego atrás. Ellos golpearán a una mujer en la cabeza. Se la llevarán a la furgoneta. Joaquín llorará desconsoladamente sin tener claro el porqué.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.