Con miras ala venidero 1er Encuentro Internacional de Literatura Negra y Fantástica que se realizará de manera virtual durante los días 18, 19, 25 y 26 de junio de 2021, es que Letras de Chile ofrece a sus lectores breves muestras de la vida y obra de los/as autores/as extranjeros que nos acompañarán en el evento. En esta ocasión, dejamos a disposición del público materiales de Rebeca Murga.

Biografía

Rebeca Murga Vicens (La Habana, 1973). Narradora y crítica literaria. Master en Educación, en la especialidad del enfoque comunicativo en la enseñanza de la lengua y la literatura. Es coordinadora del taller para la creación de la novela “Carlos Lobería” y miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. En el año 2005 impartió el taller de narrativa en la Semana Negra de Gijón, España. Se le han otorgado, entre otros, el Premio Ciudad del Che, el 2001 y el 2003; el Premio Revista Videncia, 2003; el Premio Internacional de Relatos Policíacos de la Semana Negra de Gijón, España, el 2003 y el 2004 y la Mención Uneac (cuento) el 2007.

Ha publicado los libros:

  • Desnudo de mujer (Sed de Belleza, 1998)
  • Quemar las naves, jóvenes cuentistas cubanos (Educat, 2002)
  • Historias al margen (Madrid, Editorial EDAF, 2005)
  • Un hombre de vasos capilares en coautoría con Lorenzo Lunar (Editorial Capiro, 2005)
  • La enfermedad del beso (Editorial Capiro, 2006)
  • El esclavo y la palabra (Ediciones San Librario, 2008)
  • Olor a canela (Editorial Gente Nueva, 2009)
  • Y comieron perdices (Editorial Gente Nueva, 2011)
  • Enrique en la República de Labrador (Editorial Matanzas, 2011)
  • Niña (Editorial Gente Nueva, 2012)
  • Los aprendices (Atmósfera Literaria, 2012)
  • Crimen sin castigo (Ediciones Unión, 2017)
  • Caballero de la luna (RUTH, 2017)

 

Las moscas no hacen el amor

por Rebeca Murga

Cuando lo encontraron ya no pedía auxilio. La ropa hecha jirones. Los ojos cerrados, como si la decisión de no gritar hubiera empezado por ellos. Las marcas en la nuca. Y rojo. Mucho rojo.

La primera impresión del sargento Cruz fue la duda. Luego se dijo que también él podía, en contadas ocasiones, añorar la rutina de su buró. Era un policía más de tantos que la Revolución graduaba como emergentes: paso al frente y honor inmenso.

Después vino el miedo.

El miedo que acompañó siempre al pequeño Cruz. Al soldado Cruz. Al sargento Cruz.

Bocabajo, en el suelo, estaba el cadáver del niño. Desnudo. La sangre contenida en coágulos sobre los muslos. Las manos recogidas bajo la barbilla. Las manos que ya son historia: un pedazo de la historia convertido en material de archivo.

Este debía ser el año del sargento Cruz. El momento para demostrar a la academia su carácter y combatividad. ¿Y todavía dudaba?

Había pasado los tres años del Servicio Militar Obligatorio. Imposible olvidarlo. Él, un hombre de siete pesos, que para vaciar sus instintos debía acudir a las negras calentonas de la periferia. Eran madrugadas de marchas, hambre, mosquitos y nostalgias. Meses de cargar en su bolsillo el destino de los siete pesos de salario. Sin embargo, aún no era confiable para la academia.

Pero estaba Leonardo, tan macho para las mujeres y con su fama de volverlas locas.

Y él sabía que era cierto. Se arrimaban como ratas en el vertedero, las muy putas detrás de Leonardo y ninguna para él, joven ejemplar que aprendió a tocar la guitarra al servicio de su patria.

—Soldado Cruz, usted es el más indicado para la tarea.

Ya sonaban en el albergue los primeros acordes.

—Se trata de la honrosa misión de llevar la cultura a todos los rincones del país.

Ya lo montaban en un camión, de campamento en campamento, por llanos y montañas.

Pero las mujeres eran para Leonardo.

—Vigílelo esta noche, capitán, verá cómo salta por la ventana del tercer cubículo —y la voz y el culo de gallina mientras el jefe le daba la espalda.

—¡Maricón! —sería la ofensa de Leonardo horas más tarde.

Y Leonardo para Angola, a cumplir con la patria. Con una única misión: cubrirse el pellejo en la academia de la calle.

Y tras el chivatazo del sargento Cruz la gloria. Mujeres, medallas, las calles limpias. Una vida mejor gracias al esfuerzo de quien no aspiraba a más grado que su causa: la de los pobres de la tierra con los que echaría su suerte hasta eliminar toda la mierda en su ciudad, en su país y donde la patria lo necesitara. Eso había aprendido en la academia. Para él no podía haber más ley.

Ahora, después de un año de teorías, la práctica se le venía encima como un tiro de gracia.

Ahí estaba el niño. Se suponía que esto fuera para él lo cotidiano, el mejor de los mundos posibles y no esa quimera donde somos tierra de nadie. Un mundo que ahora le tocaría poner de nuevo en su lugar. Pero, ¿hasta cuándo? Apenas comienza la excelente carrera que auguraran sus maestros y ya está cansado.

Sintió el calor. La fatiga cubriendo su cabeza y los oídos a punto de estallar como dos bombas. Estaba decidido: guardaba los bueyes, dormía su siesta y luego a vivir.

«Me voy pal pueblo, hoy es mi día», cantaba alguien en su viejo radio soviético en la soledad de las noches del campo.

Más tarde, su sombrero y el trillo serían un solo capítulo en la historia.

Ya en el bar quiso mirarlo todo. Las paredes mohosas, las moscas empeñadas en hacer el amor sobre las mesas y la mujer del trapo viejo recostada a la barra sin un mínimo de esfuerzos por la limpieza, contrastaron con los recuerdos de antaño. Y la gente. Antes había menos a esa hora en que el trabajo debía ser lo principal, porque un hombre tiene que mantener a su familia en lugar de andar perdido por bares de mala muerte. Hombres que, tal vez como él, detuvieron sus maromas en el tiempo para darse el lujo de seguir viviendo.

Nadie ve, nadie escucha las pisadas del hombre, nadie percibe el olor a guardado de su guayabera.

Nadie se acuerda del hombre que quiso amar a la mujer de todos. La de los muslos peludos y ese cerquillo que se hacía, muy parejo, hasta el mismísimo nacimiento de las nalgas, que se imaginaban pecosas como en un sueño. La que se fue, con su manita blanca diciendo adiós y otras, tantas, cosas.

Él también se fue. Pero a aprender de sus bueyes.

Un trago doble y luego otros completaron el precio de una botella. Ya no le importó el flujo de la gente que vaciaba sus escombros cotidianos sobre las mesas. Los había escuchado hablar y en cada historia estaba el corazón de una mujer que podría ser la misma por hermosa y traicionera. Para ellos solo el bar era capaz de ahogar las penas.

Y en el bar quedaban, muertas, las penas; en forma de una sombra blanca que la mujer del trapo sucio fingía enjuagar. Al remover el agua estancada de la palangana, el olor a cloro envolvía el ambiente y las moscas huían, para acabar posándose sobre otra mesa y otras piernas que esperaban con impaciencia la atención de la mujer.

Estaba mareado. El placer del alcohol podía borrarlo todo, mucho más si aquella gente iba, como él, con el mejor deseo de creer en la libertad de sus pecados por unas cuantas horas.

Estaba mareado. Borracho, no. En el fondo de la botella el líquido se alzaba como una deuda pendiente que su hombría no podía discriminar. Lo tomó en un trago que le supo a agua caliente y creyó ver en la mirada de la mujer el silencio cómplice de la culpa. Adulterar el ron no solo era su negocio; era la forma más cruel de hallar venganza.

Se levantó. Nadie escuchó las pisadas del hombre. Nadie percibió el olor a guardado de su guayabera.

La mujer del trapo sucio daba vueltas al dial en un radio soviético que apenas se escuchaba. «Si me comprendieras…» Antes la victrola era como la vida. «Qué feliz sería…» Ya nada es como antes.

Salió del bar con el sombrero entre las manos. Mareado. Borracho, no. Con el único deseo de poseer a una mujer.

Entonces lo vio.

Me dijo nene hazme un favor.

Y le diría ven.

En el fondo del pasillo estaba el otro. Esperándome.

Tú vas a ver lo que es gozar.

¡Ay, no!

Cállate la boca o nos descubren.

Del bofetón me eché a llorar.

Bájate los pantalones.

No me los quiten, no.

Si no te va a doler. Tú vas a ver qué rico.

¡No!

Tócamela.

De nuevo el bofetón.

¡Rico! ¡rico!

Y me lo puso en la boca.

Ahora vírate.

Qué ricura, nene.

Así, carnita fresca.

El otro se le puso atrás.

Muévete.

Y se la mete.

Ay, si te la tengo adentro.

Sí, dale para que vea qué rico es por detrás.

Si lo tienes calentico.

Y a mí también me dan.

Cógela.

Y el otro dice que ya para siempre seré un maricón.

Y luego, ante mí, aquello que parecía obra de otro. El silencio.

¿Miedo? El sargento Cruz quita sus ojos del cuerpo del niño, de las nalgas que ahora son dos mogotes vencidos que agitan sus propios recuerdos de la infancia. Rojo. Todo rojo en la mirada del policía.

El rojo es el calor que hace sudar hasta la muerte al soldado que un día sería el sargento Cruz, aprendiendo a tocar la guitarra de campamento en campamento.

Y ahora que me alejo…

para el deber cumplir…

Cantaba Leonardo a su novia el día de la boda.

El rojo en las mejillas del niño que con los años sería el sargento Cruz, cuando los otros le gritaban al pasar:

Estaba la pájara pinta

posada en su verde limón.

Estaba la pájara pinta…

Ay, ay…

Mientras, el hombre se aferraba a las manos del pequeño.

Ni siquiera se defendió cuando sintió el ruido de las esposas. Estaba mareado. Borracho, no.