María Inés Krimer

Con miras al venidero 1er Encuentro de Literatura Negra y Fantástica que se realizará de manera virtual durante los días 18, 19, 25 y 26 de junio de 2021, es que Letras de Chile ofrece a sus lectores breves muestras de la vida y obra de los/as autores/as extranjeros que nos acompañarán en el evento. En esta ocasión, dejamos a disposición del público materiales de María Inés Krimer.

María Inés Krimer nació en Paraná, Entre Ríos. Es escritora, maestra y abogada. Se formó en los talleres de Guillermo Saccomanno. Coordina un taller literario en la Escuela de Letras de Olavarría y otro en Buenos Aires. Su obra, principalmente narrativa, consta de novelas entre las que se cuentan La hija de Singer (2002), Lo que nosotras sabíamos (2009), Siliconas express (2013) y Cupo (2019), además del volumen de cuentos Veterana (1998). En 2015, publicó en la revista alemana Crime & Sex su ensayo “Prostitución en la Argentina. De la tía Malke a Marita Verón”.

El service

[Publicado en Cuentos al sur del mundo]

¿Qué hora es? –pregunta Dora.

–Las siete –dice la recepcionista.

Dora barre los pelos hacia el fondo del salón. Bosteza. Ya tendrían que cerrar, piensa. No dejar entrar a nadie.

Las extensiones de Susi le han terminado por arruinar la tarde. La peluquería tiene las paredes forradas con espejos, luces blancas, brillantes, un televisor en el techo. Atrás está el gabinete de belleza y el reservado donde se guardan las batas y las toallas. Cuando termina de barrer, Dora se sienta en una butaca. Abre la billetera. Sonríe. Mira las fotos de sus hijos: un nene parado en la puerta de la escuela y una chica uniformada.

Afuera está el mar. El golpeteo de ventanas por el viento. El cartel de Coca Cola recién se está encendiendo. Dora piensa que nunca se acostumbró a vivir en Mar del Plata. Los que llegan a esa ciudad vienen huyendo. Busca La Capital. El índice de criminalidad aumenta. Sabe que chorros de bancos y piratas del asfalto arreglan con la policía. Sabe cómo se distribuye la protección a cabarets, confiterías y kioscos: sesenta por ciento al comisario y cuarenta entre los integrantes del servicio. Dora cierra el diario. Va hacia el fondo del salón. Susi está mirando un video de Madonna mientras espera que pasen los minutos del color. Sobre la mesada, ordenadas como en un quirófano, están las extensiones.

–¿Te gusta Madonna, Susi? –pregunta Dora.

La mujer baja la cabeza.

–Está impecable –dice.

Dora dobla una bata.

–No parece de cincuenta –sigue Susi.

–Se separó.

–¿Sí?

–Dicen que el marido no funciona.

Susi se toca las raíces con el dedo. Se limpia con la bata.

–¿Y esa cara? –pregunta.

–Es tarde –dice Dora–. Tengo que buscar al nene.

–Necesito el service –Susi guiña un ojo–. Conocí a alguien.

–¿Sí?

–Lo estoy esperando.

Dora mira el reloj.

–Haceme la gauchada –insiste Susi.

Los ojos de Dora se detienen en las extensiones alineadas sobre la mesada. Al crecer el pelo necesitan un service para volver a pegarlas. Dora abre las manos. Las cierra. Mira hacia arriba. Ahora Ricky Martín está en la pantalla. Dora sube el volumen. Camina hacia la mesa de entradas. La recepcionista está comiendo un sándwich. Le hace un gesto con el mentón.

–¿Pasa algo? –pregunta Dora.

–Afuera hay una chica que quiere verte.

–¿Dijo quién era?

–Decile de parte de Nati, dijo –la recepcionista junta las migas–. Querrá un turno.

Dora se acerca a la puerta. Sale a la calle. El viento helado le sacude la cara. Pese a que todavía hace frío, los días empiezan a alargarse. Se detiene. Mira hacia la peluquería. La recepcionista es nueva y no sabe nada del trabajo de su hija. Dora siempre evita hablar de Nati. Coca, dice el letrero, plata sobre rojo. Cola, dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila crece, círculo rojo tras círculo rojo. El tráfico de Colón casi ni se escucha. En la esquina hay un Monza estacionado. Tiene las luces bajas y sólo cuando está a su lado escucha el ronroneo del motor.

Una chica alta con cola de caballo sale del auto. Camina hacia ella cerrando la campera para ocultar la culata de la pistola.

Se paran una frente a la otra.

–Qué hacés, ma.

–Cómo estás, Nati –dice Dora.

–Te cortaste el pelo.

La chica hace un ademán como para retirar la mano de la culata, se detiene y la vuelve a colocar en el mismo lugar.

–Un poco.

–Te queda bien.

Por un momento están calladas.

–¿Cómo va el trabajo? –dice la chica.

–La gente recién está llegando.

Nati se inclina para acomodarse el cierre de la bota.

–Escuchame –dice–. Estamos esperando a un buche que se quedó con un vuelto. Se tira hacia atrás la cola de caballo–. La mujer que está ahí adentro –Nati señala la vidriera de la peluquería–. Va a venir a buscarla. ¿Entendés? Se puede poner feo.

Dora mira hacia la avenida. Frunce el ceño. Desde el año pasado, cuando ascendió a suboficial, Nati es la amante del comisario Gallina, de Narcotráficos. Esa relación había disparado una pelea tras otra durante las cenas familiares. Al mes, su hija ya no vivía en la casa. Un taxista pasa despacio y arroja un cigarrillo encendido que describe una curva hasta caer sobre el cordón. Dora lo mira chispear sobre el pavimento. Oye el ruido de una frenada.

–Entiendo.

–Hacela salir –Nati enfila hacia el Monza. Se para–. ¿Cómo está el papi?

–Bien.

–¿Y el Cesarito?

–En la clase de karate.

–Dales un beso de mi parte.

Nati sube al Monza. El auto gira en U. El plástico de las luces de posición está quemado. Dora vuelve a la peluquería. Adentro, no hay nadie. Acomoda la hilera de extensiones, la más larga al centro, las más cortas en los bordes. Levanta la cabeza y se queda mirando la pantalla. Va hasta el reservado y pregunta por Susi.

–Se está depilando –dice la recepcionista.

Dora golpea la puerta del gabinete.

–Ocupado.

Bordea las piletas y destapa un envase de crema de enjuague. Lo acerca a la nariz y lo huele. Hace girar el envase entre los dedos y lo vuelve a tapar. Se pregunta si Susi sabe lo que está pasando ahí afuera. Si está en complicidad con la patota. Escucha un ay. La recepcionista aparece envuelta en un vaho de perfume. Dora la agarra del brazo y la acorrala en un rincón.

–¿Por qué le diste turno?

La chica mete la mano en el bolsillo y saca un billete de cinco pesos.

–Necesitaba el service –dice.

Dora afloja la presión.

No se mueve hasta que la chica entra al reservado. Después camina hasta la mesa de entradas, se para frente al mostrador mirando el fichero, la pantalla de la computadora. La figura del hombre se recorta bajo la luz roja. Abre y cierra la puerta. El hombre es alto, de pelo negro, cara blanca y angulosa. La mandíbula se contrae y relaja como si estuviera masticando chicle, cuando en realidad no está masticando nada. A través de los párpados surcados con venas azules Dora ve cómo las pupilas se mueven y dilatan.

–Estamos cerrando –dice Dora.

El hombre camina con una electricidad contenida. Se sienta en una butaca. Mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza. A través del saco entreabierto, Dora ve la sobaquera con el arma. El hombre se estira hacia atrás en la butaca. Después se inclina hacia adelante, con las manos en las rodillas.

–Necesito un corte –dice.

Las palabras no suenan como palabras. El silencio se desploma en la peluquería. El hombre se endereza. Dora acomoda las tijeras y los peines al lado de las extensiones. Se para detrás de él, le extiende una bata sobre los hombros y le ajusta las tiras detrás del cuello. Le hace girar la cabeza en dirección a la puerta justo en el momento que los faros del Monza barrenan la calle. Siente el voltaje de la espalda del hombre, la rigidez del cuello.

–¿Hay otra salida? –pregunta el hombre.

Dora señala el fondo del salón.

El hombre arroja la bata sobre las extensiones. La alfombra de goma ahoga el ruido de los pasos. Cruza las piletas y desaparece por la puerta de atrás. Dora entra en el gabinete de belleza. Susi está acostada en la camilla, con una tanga de leopardo. Al lado, sobre una mesita auxiliar hay un hervidor con cera fundida.

–¿Llegó? –pregunta Susi.

Dora niega con la cabeza. Sale. No sabe si el hombre ha escapado, el reflejo plateado lo busca, la pupila. Respira hondo. La peluquería huele a colonia, a crema de enjuague, a amoníaco. Se sienta en la butaca tibia que dejó el hombre. Presta atención. No al sonido del televisor sino a cosas lejanas, gaseosas. El silbido de un tren. Un grito ahogado. El ruido de una moto.

–Mi nenita –dice.

Se para y cruza el salón. No puede quedarse quieta, va de un lado a otro. Acomoda un calendario con fotos de unas modelos. Se estira para enderezar los diplomas colgados en lo alto de la pared. Vuelve a la mesa de entradas y durante unos segundos se queda con los brazos cruzados sobre el mostrador, escuchando la sirena de una ambulancia. La recepcionista se ha dormido. Dora no parpadea, como si estuviera hinoptizada.

Suena el teléfono. La recepcionista cabecea mientras estira la mano. Escucha. Le alcanza el tubo a Dora.

–Para vos –dice.

La voz tiene un timbre metálico.

–¿Dora? ¿Dora Maure?

–Sí.

Dora hace un gesto con la mano a la recepcionista.

La chica sonríe y se para.

–Sí –repite Dora.

–Tuvimos un problemita. Agarramos al buche cuando se las tomaba. Nati tuvo un presentimiento y lo esperamos del otro lado. Se puso como loco.

–¿Qué pasó?

–Nati me pidió que le dijera…

Dora se apoya sobre el mostrador.

–¿Entiende? –la voz titubea un momento–. Son muchos sueldos y un ascenso post mortem.

Dora aprieta el tubo.

–A sus órdenes.

El click suena como una piedra.

Dora cuelga el tubo. Se enjuga la frente con una toalla. La recepcionista vuelve a la mesa de entradas.

–¿Vos tenés franco el lunes?

Dora asiente con la cabeza. Dobla la toalla y palmea la superficie esponjosa. Da media vuelta y camina hacia el centro del salón. Se deja caer en la butaca. Acomoda la hilera de extensiones, la más larga al centro, las cortas en los bordes.