A Eugenio Mímica Barassi (1949-2021)
Por Juan Mihovilovich
Hace unos tres meses María, tu querida compañera de fin de viaje, me cuenta que tu médico tratante te diagnosticaba entre tres y seis meses de vida. El cáncer, ese bicho maligno que se entroniza en las células con su toxina incontrarrestable, había dado su veredicto. Una sensación de ahogo y de contenido estupor fue mi oculta reacción.
En una imagen que se disgregaba velozmente te vi con tu raudo caminar por calle Nogueira y doblar por Independencia hacia tu hogar en el pasaje Cope Austral. Allí, en la intimidad de tu hogar, charlábamos largamente sobre cualquier cosa, de los Nonos que a diario envejecían, de tus viajes regulares a Tierra del Fuego a ver cómo funcionaba la estancia, de los programas de radio en que habitualmente participabas, y de vez en cuando, como a regañadientes, sacabas de la chistera, cual tímido mago que teme descubran sus secretos, algunas páginas de tus novelas inéditas.
Nos conocimos en los años 80, en nuestra querida Punta Arenas, en esa década turbulenta de una ciudad y un país que procuraban un lento despertar como un niño que se refriega los ojos con insistencia por temor de ver de un solo golpe la oscuridad. Entonces hacíamos nuestros primeros intentos de publicar algo que valiera la pena. Sin embargo, tú ya venías precedido de dos señeros libros de cuentos: Comarca Fueguina, y el notable Los cuatro dueños, un eslabón imprescindible para entender la evolución de la literatura magallánica.
Luego, como en todas las cosas de la vida, la distancia física nos alejó circunstancialmente, aunque la amistad siempre siguió vigente. Algunas antiguas cartas manuscritas, nuestras telefónicas llamadas regulares, la presentación de una obra nueva en una librería de calle Roca en los años noventa, los alcances oblicuos a una Natalia de ensueño que aparecía en nuestras páginas, algún encuentro programado en el café Vegalafonte, ese lugar remoto donde se fraguaron tantos proyectos y sueños comunes.
Y más tarde tu nueva residencia santiaguina, el disfrutar los contactos inalterables en el café Mosqueto, tu ingreso a la Academia de la Lengua, tus idas a la Vega Central, los paseos por el Parque Forestal, en fin, el descubrimiento de ese nuevo mundo capitalino tan desmesurado y multifacético que pareció acogerte con alegría junto a María y a Slobodan, tu primogénito.
Querido amigo Eugenio, podría hacer un recuento interminable de nuestras esporádicas y extensas conversaciones, pero tu imagen me trae otros recuerdos con una porfiada insistencia. Y no se trata únicamente de evocaciones literarias, que al fin de cuentas son un simple medio para seguir caminando y tratar de acortar la llegada de lo inevitable.
Siento que tu presencia en este mundo tuvo ese don excepcional de quienes ocupan un sitio inconmensurable con su moderación, silencio y humildad. Quizás esos atributos sean los que marcaron con mayor fuerza tu trayecto existencial por quienes te conocimos de cerca. Y si se suman a ello ese preclaro signo de la observación, esa agudeza reflexiva de sintetizar en dos o tres palabras lo observado matizado con un ingenuo sarcasmo infantil, se puede tener una pálida descripción de tu profunda y humana personalidad.
La proximidad y el afecto, apreciado Eugenio, al fin de cuentas no ha sido nunca sinónimo de la inmediatez física. La amistad se forja en la distancia y persevera siempre bajo la égida de un tiempo inclaudicable. Y cuando te reencuentras con un amigo el espacio deja de tener sentido.
En esta torpe despedida solo un abrazo mudo puede ser el mejor testimonio de mi respeto y admiración.
Tu descanso, luego, no resulta una mera palabra final, sino el discreto adiós de quien ha dejado una visible huella en nuestro interior.
Buen viaje, querido amigo Eugenio.
Juan Mihovilovich
Puerto Cisnes, marzo de 2021.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…