Con miras al venidero 1er Encuentro de Literatura Negra y Fantástica que se realizará de manera virtual durante los días 18, 19, 25 y 26 de junio de 2021, es que Letras de Chile ofrece a sus lectores breves muestras de la vida y obra de los/as autores/as extranjeros que nos acompañarán en el evento. En esta ocasión, dejamos a disposición del público materiales de Solange Rodríguez.
Solange Rodríguez Pappe, nació en Guayaquil, Ecuador, en 1976. Es una catedrática universitaria, coordinadora de talleres de escritura creativa, y escritora de narrativa breve, y también investigadora y profesora en la Universidad de las Artes, así como una de las narradoras más representativas de esa nueva literatura latinoamericana de lo extraño, en la que se encuadran escritoras como Samanta Schweblin, Liliana Colanzi, Mariana Enríquez o sus compatriotas Mónica Ojeda o María Fernanda Ampuero. Ha realizado investigaciones sobre el fin del mundo en Latinoamérica para su tesis de maestría en Estudios de la Cultura. Con «Balas perdidas» ganó en Ecuador el Premio Nacional de relatos Joaquín Gallegos Lara al mejor libro del año 2010. Como narradora ha publicado los libros Tinta sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007), Balas perdidas (2010), Caja de magia (2015), Episodio aberrante (2016), La bondad de los extraños (2016) y Levitaciones (2017). Sus relatos han sido traducidos al inglés, al francés y al mandarín.
Un paseo de domingo
Como ocurre en toda familia normal, suelo salir de paseo con mi madre las tardes de domingo. Hacemos juntas el trayecto en auto, mirando por la ventana cómo ha cambiado el paisaje urbano que van del centro al Norte; los espacios de los árboles talados que han transformando nuestra ciudad en un pozo caliente. Sorteamos los nuevos cráteres en el asfalto removido, hechos para las líneas telefónicas. Los cambios en la ciudad no se detienen jamás: la rueda de la fortuna, el teleférico, el islote natural que se ha ido formando en la mitad del río y donde ahora habitan pájaros… Así que ella no puede reconocer los lugares que cruzó a pie, cuando era más joven. Se equivoca en señalarme el sitio donde funcionaba una relojería, se confunde con la dirección de la casa de su infancia. Hasta existen avenidas que ahora se llaman diferente. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, pregunta mamá, para ella es incalculable. Yo tampoco puedo decirle.
Baja del auto, quejándose por su cuerpo y por sus piernas engarrotadas, que no avanzan. Tomo su mano reducida, para ayudarla —casi un cartílago con piel—, y la sujeto como si fuera ella la que me condujera a mí, cuando es a la inversa. Entramos juntas al gentío de los grandes almacenes que se preparan para la Navidad. Primero se le antoja hacer compras, pero luego recuerda que no tiene donde poner las cosas, ni a quien regalare. ¿Qué quieres? Le pregunto. Un adorno para el árbol, me contesta, pero guárdamelo tú porque este año tampoco podré colgarlo. La conduzco con habilidad, de tal modo que evitamos los espejos. La entretengo ensenándole una cosa y otra, las flores amarillas que tanto le gustan y que ahora está de moda bordarlas en la pechera de las blusas. Le pido su opinión de una camisa fea. Hago que se ría. Hablo en tono bajo, con normalidad, pero inevitablemente alguien siempre termina dándose cuenta de lo de mi madre y me clava los ojos.
Ha elegido una reluciente pompa azul que irá a parar a los cajones de las cosas que no puedo regalar ni tiro, esos cajones que existen en cada hogar y que se van llenando de ovillos anudados y monedas de países a los que uno nunca vuelve. Hacemos una cola infinita donde mi madre, para pasar el rato, se pone a enumerar palabras que ha dicho hace tiempo, se entretiene recordando viejas conversaciones, antiguas amistades; hasta que, entre el gentío, algún conocido me saluda y yo giro la cabeza para no verlo, esperando que pase, porque no quiero contarle a nadie que he salido con mamá, también esta tarde de domingo.
Entonces, en ese descuido escucho un grito. Ay. Un lamento inconsolable. Yo no era así, dice mi madre conmovida, así no me veía. Y se queda entristecida frente a su reflejo de cuerpo entero, que también me paraliza. Que raras son desde hace varios años las tardes de domingo en que abrazo a mi madre que casi, casi se desvanece, para protegerla de las personas que nos apretujan y nos atropellan, en los atestados centros comerciales y le digo en su frágil oído que no se preocupe, que siempre estaremos juntas, que al salir de ahí le comparé un helado del sabor que ella quiera, que no haga caso a los espejos, que jamás le han podido hacer justicia a los muertos.
El placer de la lectura
Hay mujeres que leen las líneas de la mano.
Yo prefiero las barbillas varoniles, las que tienen hendiduras, muescas, relieves, profanidades que pueden verse bajo una tenue barba crecida y áspera. Las leo, pero no miro en ellas el camino de los hombres ni la fatalidad, no me interesa, particularmente su destino.
Leo el cuerpo masculino por eso que llaman «cultura general».
Los leo por placer.
De por qué no me cepillo el pelo
Cuando finalmente me cepillo el pelo, es usual que de entre las hebras salgan volando polillas jóvenes que se queda sin casa; se cae también una idea floja —va a dar, la pobre, al piso y se desparrama— y, además, alguna embarcación lejana se estrella contra las rocas mientras sus recios marineros se ahogan entre olas rizas y oscuras, densas como cabellos… y piden piedad, piedad al vendaval que los sacude sin recibir ningún tipo de clemencia.
La pierna
Parece que la historia comenzó cuando la piel del muslo tomó un tono lechoso brillante. Entonces los hijos consideraron, por primera vez, sacar a madre del caserío. Ella insistió en que estaría bien, que ya se le pasaría la enfermedad. Era persistente, no en vano había resistido, instalada en el pedazo de monte donde vivía, los partos, la neumonía, la bubónica y se bastaba sola para poner en orden a todos en la casa y hasta a la jauría. Desde la hacienda del costado los veíamos ir y venir con machetes en el cinto. Eran trece, como los apóstoles, pero lelos y ni una sola hembra, salvo la madre.
Mientras tanto se dice que ella, desde la hamaca de totora, porque jamás se había acostumbrado a los colchones, deba órdenes a los más jóvenes como quien dirige el mundo. Pocas veces se levantaba o lo hacía solamente para lo imprescindible: reunir a la decena de animales, por ejemplo; ella sí que dominaba a los perros, hasta los que estaban de nuestro lado de la cerca tironeaban de la correa para irse. Fue en uno de esos recorridos bamboleantes —que ya para ese entonces se le hacían difíciles—, cuando los hijos se dieron cuenta de que, bajo el faldón de lino, la pierna derecha, estaba hinchada y venosa, como un animal que lleva varios días muerto. Ella no decía nada, arrastraba el pie con furia, crispando los puños. Supongo que la tenacidad de la tierra siempre la había impulsado. Había algo poderoso y ciego dentro de aquella campesina brutal de ojos amarillos, por eso siempre limitamos los tratos con su familia y dejamos las cosas claras. Lo nuestro comienza aquí, lo suyo empieza allá. Nadie iba a tomar lo del otro.
Una vez que ya no pudo moverse, cuando la pierna estaba tan grande que parecía una criatura de tres años, decidieron trasladarla a un dispensario, en una carroza, que en su tiempo se utilizó para pasear a la reina del caserío en los días de fiesta. Los vimos partir en aquel arnatoste de flores plásticas como si fueran una comitiva de circo. La madre volvió muda. Ella quería que todo siguiera como antes, con los perros durmiendo al calor de su muslo hinchado y con la simple rutina diaria de arrear a los cerdos. Así que en protesta se volvió un mueble, un enorme mueble blanco que no contestó las preguntas del médico ni les volvió a dirigir la palabra a sus vástagos. Nunca más.
La pierna era lo único tranquilo en esa casa, en su contundencia tenía algo de la calma de las rocas, algo de hielo o de pedazo de sal.
Empezó una época terrible para la familia. Aunque eran muchos no se daban abasto para las tareas de la siembra. Por la mañana hacían litros de una infusión de manzanilla con albahaca que debía durar todo el día. Con ese líquido bañaban a la madre, pero, sobre todo, limpiaban su pierna con cuidado, sin dejar un solo lugar sin enjuagar porque el aseo era importante para evitar el olor; después, aplicaban ungüentos caseros de rosas, verbena, menta, empasto de cuanta cosa hubiera para mantener fresco a ese otro ser que había empezado a ocupar sus vidas. Cuentan que la madre apenas si probaba bocado, pero la pierna tenía demandas urgentes porque luego de la merienda había que repetir todo el rito de limpieza, nuevamente.
A veces, un vecino amable iba a devolverles algún animal perdido que había ido a dar a sus tierras, pero a los pocos días volvía a extraviarse. El corral estaba vacío y los campos arrasados por las mulas. Si su madre seguía debajo, aplastada por el peso o murió de hambre, no lo supieron: la pierna de dedos abotagados y blanquecinos, siguió creciendo hasta hacerse espacio en la casa. Dicen que algunos de los hijos se fueron a la ciudad para olvidar la tragedia, pero otros permanecieron consagrados a esa nueva vida que les exigía devoción absoluta.
Ahora sabemos que los que han quedado se me mueven por los campos de noche para conseguir comida y que a veces han entrado a las iglesias o a las casas vecinas en asaltos salvajes. Nosotros tenemos lista la escopeta, por si acaso. Los municipales no sospechan de ellos porque la casa luce vacía, parecería que ya nadie habitara allí, pero hay movimiento, tanto que ciertas madrugadas se puede escuchar los murmullos del ritual. Dicen, quienes lo han espiado, que los hijos hacen un círculo de velas junto a la gigantesca pierna y canturrean, se inclinan hasta tocar el suelo con los labios y cuando levantan los rostros flacos, pueden ver en la superficie de aquella extremidad amoratada, unos pequeños ojos acuosos vivísimos y de tono miel que han surgido donde antes parecía que estaba la rodilla.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…