DSCN0513Por Fernando Moreno

Un agradecimiento previo a la corporación Letras de Chile por la organización de este ciclo y por la invitación para participar en él y, además, con tan ilustre compañía.

En relación con la temática que nos convoca, “Literatura e Historia en la narrativa de post dictadura”, creo que estaremos de acuerdo para considerar que, en los minutos de los que se puede disponer, sólo es posible establecer un mínimo esbozo de ella, una especie de bosquejo fragmentario, exiguo; en suma, nada más que trazos, apuntes, notas dispersas de un panorama, de un paisaje en el que, puede decirse, los árboles no dejan ver el bosque.

¿Por qué afirmo esto? La respuesta es sencilla y doble. Primero, porque la novela cuyo tema es la historia se presta en realidad a todo tipo de investigación y análisis, de teorizaciones y clasificaciones, de proyecciones genéricas e incluso, en otro ámbito, de estudios estadísticos y sociológicos para explicar su posición en el mercado cultural. Segundo, porque durante el período dado en llamar de la post dictadura, que es relativamente breve –algo así como un cuarto de siglo, la profusión de obras narrativas que se han publicado es tal, y tanta su diversidad de formato y factura que, al menos para mí, todo intento de sistematización coherente y globalizador, resulta problemático y, por ahora, más que insatisfactorio.

Pero algo hay que decir. De modo que empecemos.

Primero, algunas generalidades.

Es sabido que las tensiones que agitan la esfera política de un determinado espacio y que contaminan, corrompen o fracturan tanto la vida social, así como sus procesos de representación simbólica pueden expresarse y constatarse, con mayor o menor énfasis, en la prioridad concedida a determinadas vías genéricas y a determinados tipos de escritura y, además, en las modificaciones y/o transformaciones que pueden experimentar los discursos literarios y los demás discursos culturales.

En el área que nos ocupa, es innegable que, en cuanto respuesta posible a las coerciones del mundo desde donde emerge, la novela chilena contemporánea aparece marcada por la presencia y el sello de un referente histórico preciso y determinante. El golpe de estado de 1973 y la dictadura instaurada a partir de entonces provocaron, aunque no sólo en el campo de la narrativa, una remoción genérica que implicó la búsqueda de estructuras discursivas que dieran cuenta de aquella realidad, que permitieran, por un lado, articular opciones, proposiciones y conocimientos y, por otro, desarticular órdenes, modelos y jerarquías impuestos por el régimen autoritario. De ahí que, en un primer momento y en forma preponderante, la literatura se vuelque hacia el testimonio, asuma una función de revelación, imputación, de corrección, de resistencia.

A partir de los años noventa, e iniciado el llamado período de la transición, un importante sector la narrativa chilena, a partir de distintas modalidades, variantes, y concreciones, continúa indagando en la Historia, ya sea rescatando el pasado lejano, o bien retocando y recuperando las huellas de un pasado reciente y traumático, destacando las secuelas que entintan el presente. En este contexto, el discurso sobre la historia y el discurso imaginario configuran un espacio intergenérico que se fundamenta en un proceso de recíproca interdependencia.

Dicho sea de paso, este proceso de ficcionalización, se inscribe a su vez en ese vasto movimiento de resignificación de la Historia que se manifiesta en las letras continentales, el que aparece como una indagación por medio de la cual se rescata el pasado desde nuevas perspectivas, donde se relativizan las bases tradicionales, se buscan claves que iluminen la situación del presente, y donde puede concretarse una apropiación de la historia silenciada, una impugnación de la historia oficial, al postularse y reivindicarse una narrativa cuestionadora que se sitúa por encima del conformismo de las verdades absolutas.

Ahora bien, y, en segundo lugar, una entrada más específica en la materia puede hacerse al intentar responder ciertas preguntas y al proporcionar algunos ejemplos. Las preguntas posibles son ¿qué y cómo se ficcionaliza, y a partir de qué perspectivas o instancias se concreta esta operación?

Podemos iniciar las respuestas señalando que algunos escritores se han abocado a la reescritura de capítulos considerados importantes en la Historia pretérita del país o se han focalizado en algunos de sus personajes representativos o bien subestimados. En ciertos casos se trata de lo que se podrían llamar remanente de una suerte de novela histórica tradicional, como sucede con Deus Machi de Jorge Guzmán, que se refiere a la experiencia de un jesuita cautivo de los mapuche en el territorio chileno durante el siglo XVII, y en otros, de una complejización, por medio de diversos procedimientos, de la reescritura literaria de la historia, como es el caso de El lento silbido de los sables, de Patricio Manns (que refiere desde una perspectiva grotesca la guerra que el estado chileno libra a los pueblos aborígenes en el siglo XIX), de las recientes obras de Antonio Gil, Carne y Jacintos (que se desarrolla en torno a la violencia y a la arbitrariedad ejercida por las instancias políticas y religiosas en los albores del siglo XX), Apache (centrado en las andanzas chilenas del anarquista español Buenaventura Durruti), Misa de batalla (sobre, entre otros aspectos, el saqueo de Lima por parte de las tropas chilenas en el conflicto bélico del Pacífico). También cabe aquí citar, sin entrar en mayores detalles, la novela Prat, de Patricio Jara, o Huáscar, de Carlos Tromben. En esta misma línea, cabe destacar la producción de novelas escritas por mujeres en torno a diversas figuras históricas femeninas en el marco del resurgimiento de una literatura genérica, original, distinta e incisiva. Y aquí recordamos, por ejemplo, el texto de Marta Blanco, La emperrada (que reconstruye la figura de Constanza de Nordenflycht, la amante de Diego Portales), o bien los de Virginia Vidal, Javiera Carrera. Madre de la patria, y también Agustina la salteadora, a la sombra de Manuel Rodríguez (que rescata a la olvidada Agustina Iturriaga, primera y única mujer salteadora del siglo XIX).

Por otra parte, un gran número de narradoras y narradores se han volcado sobre la Historia reciente del país, aquella de la dictadura y de la posdictadura. Asumiendo un código estético realista, en sentido lato y, por lo mismo con la presencia de muchos matices tonales, decenas y decenas de novelas hacen suyas temáticas referidas a distintos aspectos y problemas que han afectado y afectan la sociedad chilena, su política, su desarrollo. Las referencialidades que allí emergen son, consecuentemente, varias y variadas. Hay textos que nos hablan del golpe de estado, de su brutalidad y de sus consecuencias inmediatas (A partir del fin de Hernán Valdés, Milico de José Miguel Varas), del ambiente tenebroso, temor e indefensión durante el período del gobierno militar (La burla del tiempo de Mauricio Electorat); de los centros de detención, de la crueldad y la tortura ejercidas por los esbirros del poder (Carne de perra de Fátima Sime), de los avatares de la resistencia, sus heroísmos y traiciones (El informe Mancini, Todos los días un circo, ambas de Francisco Rivas, Todo el amor en sus ojos, de Diego Muñoz Valenzuela), de la caras del exilio y los reveses del desexilio (Cobro revertido de José Leandro Urbina, Bosque quemado de Roberto Brodsky, Una casa vacía de Carlos Cerda), de las relaciones entre cultura y barbarie (Estrella distante y Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño), de la escritura de violencia del pasado y del presente (Soldados perdidos de Alejandro Cabrera, Niños extremistas de Gonzalo Ortiz Peña), del existir y de la sobrevivencia en el periodo de la llamada transición a la democracia, donde prima el orden económico y social impuesto por la dictadura y el liberalismo a ultranza (Mano de obra de Damiela Eltit, La patria de Marcelo Leonart).

¿Cómo se concreta esta tematización de la historia? Es una pregunta de múltiples aristas y son también múltiples las respuestas. En relación con el grado de referencialidad, los acontecimientos históricos pueden allí aparecer de modo explícito, directo, sin tapujos; también como telón de fondo, o bien de manera oblicua, sesgada, distorsionada, o bien hipotética o imaginada, de modo que la temporalidad referida puede ser precisa, concreta, pero también difusa, genérica, o proyectada hacia el futuro e incluso pos apocalíptica (El insoportable paso del tiempo, de Francisco Rivas), o por medio de una situación narrativa que permita establecer puentes entre pasado y presente (Marcelo Mellado, La batalla de Placilla). Los escritores recurren a diferentes formatos y estructuras. Por ejemplo, el del testimonio como el José Miguel Carrera en Somos tranquilos, pero nunca tanto; el del neo policial en Sin redención de Miguel del Campo o Será de madrugada de Eduardo Contreras, además de las muy conocidas de Ramón Díaz Eterovic; de la crónica y la entrevista, como el que utiliza Alfredo Sepúlveda en Virginia Water, de la novela de aventuras –Ricardo Candia Cares, Operación Cavancha, Jorge Molina Sanhueza, Asesinato en el estado mayor–; el modelo de la confesión, con Arturo Fontaine en La vida doble o en Grados de referencia de Juan Mihovilovich; del folletín en Tengo miedo torero de Pedro Lemebel; o elde la ciencia ficción, Flores para un cyborg, de Diego Muñoz Valenzuela, Jorge Baradit, Lluscuma, así como a perspectivas y orientaciones disímiles, tales como la paródica, la alegórica, la mítica, la meta discursiva o la didáctica, y que pueden funcionar de modo excluyente o aunado.

Ahora, más concretamente, y, en tercer lugar, algunas citas:

“También he pegado en aquel cuaderno los borradores de algunas cartas para Antonio y otras escritas sin destinatario posible: ‘5 de marzo de 1975’ Son malos tiempos. De los peores para Francisco y para mí, para Ángela y su familia también; de los peores para muchos, de los peores para todo el país. Tiempos de separación, desgarros, desconfianza, y un dolor que lo invade todo, se ensaña como un virus dentro y fuera de las casas; el odio punza y explota en los cuartos de los mayores; la sospecha alza los auriculares de los teléfonos y la delación va de boca en oído, y aquel vecino amable de toda la vida observa tras los visillos cada vez que alguien saca una bolsa de basura a la vereda. El miedo se ha vuelto amo y señor.

Pertenece a la novela de Alejandra Basualto, Invisible viendo caer la nieve, una trágica historia de encuentros y desencuentros, amores y desamores en el contexto de la dictadura y el exilio.

“Desde cabro fui llamado el Guarén en la población La Pincoya debido a la flaqueza que tenía de guardar todo en los bolsillos, fuese tanto un puñado de bolitas de vidrio como un mendrugo de la parroquia, el mismo apelativo con que luego se me trató en el patio de la Escuela Nº 17 José Miguel Carrera, que a mí me resultó natural, al punto de que a veces me sorprendía cuando la señorita Elsa, desde su mesa ante el pizarrón, adornada por un pequeño florero, me llamaba con su voz aflautada por mi verdadero nombre, William Araya”.

Es el comienzo del texto de Germán Marín, El guarén. Historia de un guardaespaldas, que traza su paso por la Gendarmería, la CNI y su empleo posterior, una vida de violencia, entre el poder y el desamparo.

“Yo, señor, soy natural de la comuna de La Florida, ubicada en la ciudad de Santiago, en el Estado de Chile, nacida en el año 1945, hija del chofer don Vladimir Concha Ríos y de María Antonieta Baeza Baeza, Dios los tenga en su santo reino. Siendo mi padre chofer y yo hermana menor de tres, debía de acompañarle a diario a sus trabajos, cobrando a pasajeros, regañando a astutos que buscaban sacer provecho de mi juventud y manteniendo algo la limpieza en esa jungla; todo esto pues mi hermana debía ayudar a mi madre en casa y mi hermano se ocupaba de otros oficios, como la venta de productos y servicios en las esquinas.”

Son las primeras líneas de El tarambana, de Yosa Vidal, una novela picaresca en la que, a través del relato de la protagonista, emergen situaciones referidas a la experiencia de Unidad Popular, al golpe militar, a los crímenes perpetrados por la dictadura, y a sus relaciones, con Jaime Guzmán y con Miguel Ángel, el vidente de Peña Blanca.

“Pasó el año y ni siquiera en otoño quiso llover. Y no hay indicio de que algo pueda cambiar. El cielo se ve despoblado, vacío como una página en blanco. El sendero que bordea la alameda está cubierto de hojas secas que, a ratos, anima una ligera brisa que estalla en el follaje, mientras la luz del sol, casi extinta, resbala por la arboleda sin entrar en el camino. Más allá, donde el atardecer languidece entre los árboles, se encuentra la pequeña cabaña. Ahí vivo, inmerso en una inquietud que aleja el desencanto. Vivo solo y nunca recibo visitas, pero es natural, nadie sabe que hace años ocupo esta pequeña parcela”.

Quien enuncia esto es el personaje narrador de Nada más que nostalgia de Jaime Riveros, un personaje que fuera abogado de los derechos humanos y que, en el tiempo de la enunciación, escribe una novela sobre José Miguel Carrera mientras recuerda y espera un eventual encuentro con una antigua amante, ahora senadora de la república.

“Porque al hombre de cuello mao y bigote le gustaba ver desfilar a sus niños y en cada escuela de la ciudad y por los motivos más insulsos se marchaba. Aunque claro, puede que esos pequeños paseos por el patio del colegio al compás de los toques militares no fueran más que ensayos para el gran desfile. Ocurría cada año para las fiestas patrias. Entonces los profesores nos convocaban tempranísimo en el colegio, los uniformes debían estar sin arrugas ni manchas, nuestros pelos –los de las niñas– perfectamente anudados atrás. Y salíamos a la calle: largas columnas de niños caminando con las espaldas erguidas y los pasos sincronizados, dirigiéndonos a la plaza por donde él nos vería pasar.”

Son líneas de Álbum familiar, de Sara Bertrand, un texto que revisa el pasado desde una experiencia infantil sellada por la arbitrariedad, la violencia y el temor.

Como se habrá apreciado, creo, son textos disímiles en su perspectiva y en su escritura. Quizás pueden emparentarse porque en su mayoría son novelas híbridas, siguiendo la nomenclatura propuesta por Macarena Areco, pero sobre todo porque realizan una aproximación al pasado a partir de la “intrahistoria”. Es decir, se trata de narraciones que tematizan la historia desde el ángulo subjetivo de los subalternos sociales, víctimas de la Historia, pero no sujetos pasivos, que poseen una experiencia y una visión alejada de los centros del poder. Se realiza aquí una narración de la Historia colectiva desde lo privado, por medio de personajes “anónimos” y con un uso frecuente de la narración
en primera persona que pone el acento en lo cotidiano, con una búsqueda de signos identitarios y una revisión del pasado a través de una perspectiva en la que generalmente priman los componentes emotivos. 
La referencialidad histórica se vierte en lo doméstico, lo íntimo, la subjetividad, las tradiciones. Hay apropiación de lenguajes y formas de la cultura y memoria populares y de los géneros de la intimidad –diarios, cartas, testimonios, ficciones autobiográficas y otras formas de las narrativas del “yo” (Cichocka). En ciertos casos, se constata la presencia de la 
metahistoria, como una forma de explicitar, precisamente, la conciencia de la Historia y de su fabricación, tal como sucede en Mapocho, de Nona Fernández.

La última cita (Álbum familiar, de Sara Bertrand) me sirve además para añadir que la evocación del pasado que se opera a través de ciertos textos recientes puede poseer otra particularidad, pues hay ahí un desarrollo de la dimensión afectiva, una suerte de sensibilidad colectiva generacionalmente distinta. Porque, precisamente, hoy en Chile, se constata la emergencia y maduración de los escritores nacidos en los años 70’ y 80’ del siglo pasado, que escarban en la historia traumática de sus antepasados; son aquellos llamados de la posmemoria (según el término propuesto por Marianne Hirsch), con conocimiento mediatizado del pasado. Son escritores que hurgan en ese tiempo pretérito a través del espacio sensible, por medio de la relación y la información de padres y familiares, también del discurso historiográfico, realizando un complejo ejercicio de auto ficción y un proceso de rememoración, también de relectura e intertextualidad, donde sobresale una permanente interrogación sobre las relaciones entre la realidad y la ficción, la experiencia individual y la Historia, el olvido y su contrapartida. Esta narrativa “de los hijos” ya configura un corpus importante. Además de las ya conocidas obras de Nona Fernández, Fuenzalida, Space Invaders, de Alejandra Costamagna, En voz baja, Había una vez un pájaro, de Álvaro Bisama, Ruido, de Alejandro Zambra, Formas de volver a casa y de la aludida Álbum familiar, es preciso mencionar otras, tales como Cercada, de Lina Meruane, Escenarios de guerra, de Andrea Jeftanovic, Dos cuerpos de Nicolás Poblete, El sur de Daniel Villalobos, La luz oscura de Nicolás Vidal, La deuda y Memorias prematuras de Rafael Gumucio, La edad del perro de Leonardo Sanhueza, El pequeño comandante, de Rodrigo Díaz Cortéz, Genealogía de un planeta desierto de Patricio Jara, La resta de Alia Trabucco, Colección particular de Gonzalo Eltech, entre otros.

Para ir concluyendo estas notas algo deshilvanadas quisiera insistir en la extrema variedad y riqueza de esta novela chilena contemporánea que tematiza la historia. La mayor parte de los textos mencionados en esta recensión, aunque diferentes en sus realizaciones y en su relación con el referente, se instauran como espacio nemotécnico, como ámbito de salvaguarda de experiencias, campo del recuerdo, centro de recreación fabulosa y fabuladora. Ellos centran su eje discursivo en la memoria y en la escritura, en la escritura de la memoria y en la memoria de escrituras, se postulan como versiones inéditas o como versiones alternativas y/o complementarias de la Historia conocida.

Los discursos que novelan y revelan la Historia de Chile no están allí tan sólo para volver a presentar o para representar un mundo, para nombrar realidades, sino además para cuestionarlas y cuestionar sus propias aproximaciones. No se trata de repetir la operación de percepción de la Historia en un soporte de ficción. De modo que en su estudio se trataría de determinar cómo se construye percepción de la historia a través del espejo, de indagar en los procedimientos y modalidades de ficcionalización de la materia histórica, en sus fundamentos y en sus virtuales intencionalidades proyectivas de sentido. Pero por ahora me limito a señalar que esta dinámica refractaria, que resemantiza el pasado e impugna discursos, en la que se ve y dibuja la Historia en y a través del espejo, implica no sólo reflejo, sino también reflexión y apertura. Adentrarse en esos mundos es iniciar un movimiento de análisis y de redescubrimiento, es incursionar en aquel espacio abismal proyectado por un imaginario social y configurado por un imaginario de proyectos y proyecciones, de topos y de utopías. No por nada Jacques Rancière, en El reparto de lo sensible, afirma que “lo real debe ser ficcionado para ser pensado”.

Ponencia del académico Fernando Moreno en la charla “Literatura e Historia en la narrativa de postdictadura”, dentro del ciclo Literatura e Historia, realizada el martes 13 de septiembre en el Café Literario Parque Balmaceda.