Recuerdo y homenaje para un inolvidable profesor y ser humano: Luis Vaisman.

por Josefina Muñoz Valenzuela

El 31 de octubre falleció el querido profesor y amigo Luis Vaisman, hace poco más de un mes. Fui a su funeral, con mucha pena, pero también con el deseo de acompañarlo y honrar su memoria. Para él van estas palabras.

Hace muchísimos años llegué al Pedagógico, luego de un breve paso por la Escuela de Derecho, donde el Casino era atendido por mozos de guantes blancos y la mayoría de quienes estudiaban allí provenían de las familias que concentraban el poder de una manera muy diferente al actual mundo empresarial, y manejaban el país desde el poder político y la tenencia de la tierra. Presentíamos, oscuramente, que allí aplicaba una continuidad de la Edad Media en el siglo XX.

Y apareció este otro mundo universitario que parecía ser esa “realidad real” que nos iluminaba y que podíamos reconocer como propia: políticos, discutidores, defensores, desaliñados, pobres, impetuosos, lectores afiebrados, descubriendo mundos que desafiaban nuestras propias convicciones. Y un gran número de los académicos y autoridades también muy en consonancia con ese mundo, incluso aquellos mayores, ya consagrados, como Olga Poblete (que llegó a ser Decana), Eleazar Huerta, Jenaro Godoy, Antonio Doddis, Cástor Narvarte, Hernán Ramírez Necochea, Astolfo Tapia. Otros más jóvenes como Armando Cassígoli y Juan Rivano.

Estaba también el grupo integrado por ayudantes y jóvenes profesores. Entre ellos, Luis Vaisman, Ronald Kay, Mauricio Wacquez, Poli Délano, Ariel Dorfman y Antonio Skarmeta. En los momentos de vagancia, que eran muchos, tratábamos de acercarnos para escuchar sus disquisiciones de todo tipo, la mayoría de las cuales contribuían a reforzar nuestra ilimitada admiración.

Las décadas de los 60 y 70 tuvieron un resplandor alucinante. Tiempos de utopías que todo el planeta parecía buscar (y encontrar), sociedades en efervescencia permanente por democracia, por igualdad, en búsqueda de instancias que hicieran realidad los sueños colectivos. Las conversaciones eran un artículo de primera necesidad, porque permitían conocer y conocerse, compartir y adoptar ideas o desecharlas con el furor adolescente.

En clases de filosofía escuché por primera vez la expresión “kalos kai agathos”, bello y bueno. Sin ninguna explicación razonable, ni menos mayor conocimiento al respecto, asocié de inmediato ese concepto a Lucho, como si fuera el epíteto que encarnaba su verdadera identidad. Cuando lo reencontré en La Reina, casi veinte años después, continuaba siendo el poseedor de esos atributos. Pocos profesores tienen ese raro talento de no competir con los estudiantes y querer, con la mayor profundidad, que aprendan, y se transformen en pares. Incluso, cuando nos lanzaba frases sarcásticas y filosas, que nos sacudían internamente, pero nos impulsaban a buscar otros nuevos pensamientos y opiniones. Creo que la mayoría percibía que esa exigencia nacía de considerarnos como pares en formación, capaces de recorrer caminos desafiantes y exigentes.

Lucho era bello como un dios grecorromano, que caminaba despreocupadamente por los jardines, luego de bajarse del pedestal que lo alejaba de una muchedumbre que, a pesar de todo, atraía su atención y para la que siempre tenía palabras llenas de pasión, que nos hacían creer que algún día lograríamos hacer propios esos mundos que desplegaba con el talento de un mago, como infinitos caleidoscopios.

Sus clases revivían el mundo aristotélico frente a nosotros, los bárbaros, abriendo resquicios de puertas y ventanas que jamás habríamos descubierto sin la magia de su pasión y su inagotable riqueza lingüística. Había en ellas una presencia de belleza esencial que, en ese momento, nos era aún indescifrable, pero que lograba sobrecogernos hasta casi dejar de respirar.

Le tocó vivir años difíciles, como la destrucción del Pedagógico a manos de la dictadura y la instalación progresiva en las universidades de la falsa creencia de que la tarea pedagógica propiamente tal es una tarea menor, frente a otras que el modelo neoliberal valora y premia. Estoy segura de que sus exalumnos recordaremos siempre con admiración sus palabras dentro y fuera de las aulas, palabras que nacían del permanente juego de ideas, del análisis crítico, de la búsqueda de un conocimiento siempre relacionado con la vida.

Sin duda, fue un ser humano excepcional, profesor y académico de esos que saben encantar y hacer comprensibles conceptos complejos, gracias al talento de asirlos a la vida contemporánea, a la vida cotidiana, a la vida de jóvenes que están construyendo las bases del mundo que sueñan.

En los últimos años él y Raúl estuvieron varias veces en nuestra casa, y pudimos disfrutar de largas y entretenidas horas de conversación junto a otros amigos. A ambos les tuve un cariño entrañable, y los recuerdo siempre. Espero que continúen juntos de otra manera, porque creo que la cercanía y el afecto es lo más propio de lo humano.

Para celebrar su memoria, dos poemas que me habría gustado leerles a ambos alguno de aquellos días ya pasados.

Rondel
George Trakl

El oro de los días se ha desvanecido
y los tonos pardos y azules del anochecer,
las suaves flautas del pastor murieron
y los tonos pardos y azules del anochecer.
El oro de los días se ha desvanecido.

 

Everness
J. L. Borges

Solo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en Su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.
Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando todavía.
Y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria, el universo;
no tienen fin sus arduos corredores
y las puertas se cierran a tu paso;
solo del otro lado del ocaso
verás los Arquetipos y Esplendores.