por Omar López, Puente Alto

Hace días descubrí en el ángulo inferior derecho de mi ventana con vista al milenario perfil de la madre cordillera, una hermosa e intrincada tela de araña que refleja en las primeras horas del día sus hilos en colores intransferibles de sol diminuto y otorga en su arquitectura un ejemplo de artesanía anónima superior a cualquier orgullo. No me canso de observarla cada cierto tiempo en horarios y circunstancias anímicas distintas y en cada ocasión descubro en ese mapa de transparencias, nuevas y misteriosas interrogantes. Me pregunto qué será de su autora, desde qué rincón de esta habitación de segundo piso o en qué orilla del planeta día tiene su puesto de vigilancia. Lo único que late con amabilidad instantánea es el violín del viento, y pareciera que ese “temblor de cielo” (en palabras de Vicente Huidobro) está destinado exclusivamente, a no agotar la curiosidad o el asombro.

Para ilustrar con mayor precisión su desafío, esta tela está sostenida entre los barrotes de la reja protectora y representa la vigésima superficie del cuadrante total. De repente la siento más resistente que la reja misma e incluso, que la casa total. Porque su contundencia no radica en su fragilidad. Es más bien una fortaleza de sentido, una trinchera de supervivencia tejida por el instinto de “ser y estar en el aquí y ahora”. Formidable ejemplo anónimo para nosotros, humanos soberbios y dilapidadores de tiempo. No sé cuánto dura la vida de un insecto o de esta ignota obrera. No sé si ya se convirtió es estatua polvorienta detrás de algún libro, pero la belleza y la huella de sus pasos está ahí y posiblemente en algún instante será barrida por otras urgencias ornamentales. Sin embargo, nadie le tomará fotos ni investigará si obtuvo resultados. Y es precisamente esa pureza parte de su encanto.

Nosotros que estamos embarcados en otro tipo de redes y de pronto, no tenemos certeza si somos araña o mosca y estamos vagando a cada instante sobre una superficie lisa, brillante, infinita con los ojos, los dedos, los oídos y el cerebro en contacto permanente podríamos recordar que existe otro mundo “…pero está en este”, como dice sabiamente otro poeta chileno, Óscar Hahn. Y sea tal vez todavía posible fijarse, aunque sea por segundos en las señales humildes de la vida en versión “provinciana”, casi ingenua para salir de ahí con una energía distinta y un calorcito a ternura de niñez borrada. Más aún cuando estamos enfrentados a un pragmatismo de sobrevivencia en ebullición permanente y que no acepta lo inútil de pasear por un parque o contemplar, corazón en mano, un poco de luna. Menos, besar al mar y peor, disolverse en el patio de las nubes.

Hoy por ejemplo, mientras recorría la zona del cachureo duro, en la vitrina del pavimento ardiente y los puestos improvisados, miraba a esas personas que detrás de sus paños y sus mercaderías, esperaban o pregonaban con un brillo de esperanza, la venta de algunos de los cientos de artículos usados, gastados, oxidados o ropa cansada ya de ser ropa y una infinidad de zapatos, gorros, etc., etc. Mucha gente mayor en esa lucha, mucho dolor y eco de agonía en esas manos ansiosas.

Pero ellos también, igual que la arañita, tenían una fortaleza transparente: dignidad.