por Omar López, Puente Alto

“Hoy quemé tu carta. La única carta que me escribiste. Y yo te he estado escribiendo (sin que tú lo sepas) día tras día. A veces con amor, a veces con desolación, a veces con rencor. Tu carta la conozco de memoria: catorce líneas, ochenta y ocho palabras, diecinueve comas, once puntos seguidos, diecisiete acentos ortográficos y ni una sola verdad.” (José Emilio Pacheco, poeta mexicano)

Muchas veces la poesía es profunda e irrepetible más bien por lo que no dice, que por lo explícito de sus palabras. Estamos frente a un ejemplo contundente en el caso del enorme poeta aquí citado. En un breve texto, con palabras simples, ajenas a toda metáfora o imaginería cursi deja constancia de un amor frustrado y el consiguiente desvelo por una lectura afanosa, reincidente, tortuosa, venerada hasta la saciedad para luego, convertirla en ceniza. En el fondo, solo está cambiando de celda. En ningún momento esa destrucción física de un papel que desmenuzó en toda su estructura gramatical como evidencia de cientos de lecturas que gatillaban respuestas y emociones de distintos tonos, desaparecerá de su intimidad herida. Ahora esas palabras memorizadas habitan su corazón condenadas a envejecer con el musgo del corazón que es otra barba del tiempo.

Desde una carta de amor desgarrado hasta las frías cartas de cobranzas están conformadas de palabras y van generalmente dirigidas a otro en plan de interpelación y ruegos o advertencias concretas y convencionales. Somos lenguaje y habitamos sus realidades. Luego, desarrollar nuestro diccionario personal y crecer sin pretenderlo muchas veces, en un estilo de conversación o en los sentidos que nuestra arquitectura emocional nos indique, certifica nuestra presencia en este mundo más allá de intentar practicar cierta invisibilidad o auto marginación de un libreto multitudinario y ajeno. Vaya tarea esta de ser y estar en el “aquí y ahora” considerando el paso de los años y ese engranaje nocturno y silencioso llamado tiempo.

Lo inmediato, es beber la felicidad simple de estar vivo y limpio de adicciones destructivas. La carta de José Emilio Pacheco, es mi carta, sus emociones y lucidez las hago mías, porque no puede ser otra manera. Ahí late una estatua y anda un río, dormita un bosque y un eco de mar embravecido; como en los sueños, el final no es nunca definitivo.