Tachar donde dice Beatriz“Tachar donde dice Beatriz” en Tachar donde dice Beatriz (Los Ángeles: Camino del Ciego, 2014)

Por Joaquín Trujillo Silva

Septiembre de 2016

Primero, el poema:

Tachar donde dice Beatriz

 

Al principio tuvo que haber sido una madre.

Con una muerte la vida me premian y lo que me era invisible, se torna transparente.

En cuna y sin errores, bajo una pobre luz de virgen que amenazó y cumplió con embarazarse, alumbrando como si a este pobre sol lo echaran a competir con las demás estrellas.

Borrar a Beatriz del recuerdo, fue para mí, dar con la segunda, la tercera, la cuarta vez de Cristo.

Todo eso, hasta morir, hasta ganarme mi propio reflejo.

A mis primeros meses me hubiese gustado haber dicho: Dios, para tentarla, y luego mi nombre con todos sus apellidos, para acusarla.

Asco por la luz, lujo loco y susto obvio.

Tacho donde dice Beatriz y pongo Constanza en su lugar.

Los últimos serán los suicidas, luego, soy de los primeros. Por la luz y su asco, por la locura y su lujo, por lo obvio del miedo. Cristo insistido. De demonios que empeoran se va a tratar. De apagarnos y prendernos. Los últimos serán los suicidas y que levite la sombra.

Traigan al camello en bolsa y las partes buenas del perro, elegiré a mi padre y a mi alimento por su color.

Los últimos serán los suicidas.

Un sólo muerto, no cuento hasta dos, no me traigo mucho desde la verdad.

¡Mi madre se mató porque no quería esclavos, si hubiese querido hijos no se hubiese matado! ¡Está juzgada!, clama el demonio en todo su ronco derecho.

Su más honda imprecación es pronunciar lo que pueden los labios de Dios.

 

Margarita se ha suicidado (o ha cometido infanticidio, para ser precisos). En los versos 4.610 y 4.611 del Fausto I, el demonio Mefistófeles (ese burlón que a veces entretiene a Dios) sentencia: «¡está juzgada!» o «condenada» (según el traductor: «Sie ist gerichtet!», verso 4.610), es decir, la ley eterna se ha cerrado sobre ella, sobre la suicida (la infanticida), como el mar sobre las piedras de molino que en él se sumergen. “¡Está juzgada!, clama el demonio en todo su ronco derecho”, dirá Castillo Gil.

Ella ahora pertenece a ese príncipe.

Goethe no pudo soportarlo. Al Ur Faust agregó entonces un nuevo verso. En este verso una voz desde lo alto (al parecer la de un ángel), tras el «está juzgada», proclama: «¡Está salvada!» («Ist gerettet!», verso 4.611).

Estos dos versos encierran, de alguna forma, la esencia del cristianismo en su cariz legal. Está salvada quien ipso iure (?) está condenada. Es un absurdo, visto de un lado; es Jesucristo, visto del otro.

La Beatriz de Dante no fue una suicida (ni una infanticida, para ser exactos). Su alto sitial en el Paraíso lo alcanzó en razón de sus méritos insondables. Visto desde este gélido punto de vista, toda la Divina Comedia es una jerarquización de los hijos (tras la muerte) de las buenas y las malas obras (de antes de la muerte), las que condenan, las que pueden purgarse y las que santifican (y no necesariamente una consecución de grados de logia secreta). “Todo eso, hasta morir, hasta ganarme mi propio reflejo”, dice Castillo Gil y luego: “Los últimos serán los suicidas, luego, soy de los primeros”.

Beatriz misma es un antejuicio, el de Dante. Su aparición en los últimos cantos del Purgatorio desmiente las ensoñaciones de Dante. Lo recibe con reproches mordaces, lo culpa de infidelidad, y para decirlo claro, lo quiere ver arrastrarse en el suelo. Dante llora, ella no se apiada. Varios cantos Purgatorio abajo, sin embargo, Dante ha expresado, por boca de hombres cargados, un deseo teológicamente poco ortodoxo. En su versión del Padrenuestro ellos piden a Dios: «No mires nuestro mérito» (“e non guardar lo nostro merto”, Purgatorio, Canto XI, verso 18).

En su libro Tachar donde dice Beatriz Eugenio Castillo Gil presenta estos asuntos pertenecientes a lo más nuclea del canon occidental literario. Su apuesta equivale a poner a Margarita donde está Beatriz. Dice con Goethe lo que Dante solamente se atrevió a sugerir en la forma de un deseo, nunca en la de una doctrina.

Tachar donde dice Beatriz equivale a poner a Margarita donde está Beatriz y harto más que eso.

«Borrar a Beatriz del recuerdo, fue para mí, dar con la segunda, la tercera, la cuarta vez de Cristo», escribe.

Nuestro padre fundador, Andrés Bello, hizo unas célebres traducciones de Victor Hugo, que llamó discretamente “imitaciones”. Como en su Cosmografía (un tratado de astronomía vigente), Bello intercaló en sus “imitaciones” a Chile (la dimensión de sus paisajes, la vista de sus mares, la textura de sus frutas), y con Chile buscó decirse también a sí mismo, esto es, a sus muertos.

Entre sus paisajes puso a Lola, su hija fallecida a corta edad. Victor Hugo no conoció a Bello ni menos a la pequeña Lola, pero seguramente hubiese aprobado esta apropiación indebida. El romanticismo fue esta apropiación de la vida genuina de la poesía. Las diatribas de Stendhal contra el antiguo Racine, y a favor de Shakespeare, nos recuerdan que entre los poetas griegos y los románticos desapareció la historia, ese purgatorio que, como dijo Dante, se lo mira sentado, acariciando la sensación del recorrido. Infierno y Paraíso quedaron frente a frente, como en el matrimonio de William Blake. Stendhal dijo textualmente que Sófocles había sido un romántico.

La tacha de Beatriz es entonces más que Margarita. El poeta Eugenio Castillo Gil ha tenido el atrevimiento de tacharla, recordar a Margarita y, sin embargo, poner ahí a Contanza. Contanza no es una Beatriz ni una Margarita, no es una novia, es una madre: su propia madre. Su nombre es Contanza Gil. Es la Lola de Bello, pero, en este caso, el demonio también grita: «está juzgada» («¡Está juzgada!, clama el demonio en todo su ronco derecho. / Su más honda imprecación es pronunciar lo que pueden los labios de Dios»)

 En la presentación de este libro capital, Raúl Zurita recordó a Rimbaud. Este es un recuerdo preciso. El mismo libro comienza con la cita al conde de Lautremont, la rara Francia en Montevideo. El cielo, dice Rimbaud, debe ser tomado por asalto. Esta inscripción pone en ejercicio ese asalto. Escribe en «Seríamos familia»:

 

“¡Ay!, ¡si por abrazarlo huiste de la posible cacería de mis

afectos, por no tenerme toda la paciencia del mundo,

trabo contra ti, madre mía, mi pequeña venganza, y clamo

porque ése, tu Dios, haya sido forjado a mi imagen y

semejanza!”

 

Como se ha dicho, los juegos con Rimbaud y Lautremont rebasan el libro («Te toqué la nariz, punta de lanza que se abre paso a través de la bestia para salir a respirar”, dice en «Tiempo»). Estamos hablando de un poeta chileno. Pero entre sus referencias se dejan escuchar más Dante, Goethe, Blake, los malditos franceses. Pareciera que Castillo Gil no pertenece a las formulaciones de nuestra lengua materna. Nos retrotrae a poetas a quienes se conoce en general en Chile e Hispanoamérica a través de traducciones, que suelen ser despreciadas —a menudo supersticiosamente— por ser la sombra del original. Como ha escrito Claudio Magris, precisamente en estas traducciones radica el espesor de nuestra cultura; él dice que es en la calidad de esta «segunda mano» donde se decide nuestra amplitud.         

En el sentido del libro de Génesis y el Evangelio según San Juan, Castillo comienza sugiriendo: «Al principio tuvo que haber sido una madre», esto es —según Dante en el Canto XXXIII del Paraíso— la «figlia del tuo figlio» (“hija de tu hijo”, la madre del verbo) gracias a la la cual, siguiendo con Dante, el creador se vuelve criatura, el artesano se transforma en su artesanía. Así con la mujer. “Y al hombre, al hombre lo pondría en cuatro patas».                                

Hemos dicho que Dante ha tenido un deseo un tanto impronunciable. Antes ha llorado, se ha desmayado en vista de los castigos:

En alguna medida importante, la originalidad de la poesía de Castillo Gil depende de su traducción. Es una poesía que ha sabido traducir a Dante, a Lautremont, a Rimbaud, a Rilke a la vida, o mejor dicho, a su propia vida, la de Castillo. A su vez, como en pocos casos esta poesía puede ir de vuelta. Aparece en una dimensión compartida con los aforismos presocráticos. Su traducción es tan factible porque habla desde una lengua un tanto neutra y su valor no reside tanto en su música, en su sonoridad, en su textura, sino en la vitalidad de su idea.

A Degas se le dijo que la poesía no se hacía de ideas, y esta ars poetica ha funcionado como lugar común contra eso que George Steiner ha titulado “la poesía del pensamiento” quizá como forma de continuar —pero no de ida; más bien de vuelta— una labor reinaugurada por George Santayana en Tres poetas filósofos, Lucrecio, Dante y Goethe. Pues bien, aquí yace desmentido, aunque no en toda su extensión, esa poética contra el logos, esa “designación del ser” (Steiner) por la vía del ser.

Este libro es también un cadáver. Lo conocí más largo y recitado de memoria por su autor. El Fedro de Platón y el Zaratustra de Nietzsche laten en esta manera primordial de escribir. Más bien la escritura es el desperdicio de la memoria. La memoria (que en nuestros sistemas educativos goza de mala prensa) cuando es poética acompaña la vida de quien la posee. George Steiner cuenta que en el liceo francés debía aprender diariamente cien versos, por ejemplo, de Racine. Todavía, hasta antes de los audífonos, muchas personas tatareaban y silbaban en la vía pública, escuchándose desde los otros. Es decir, se acompañaban desde sí mismas en el recuerdo riguroso. La poesía rescatada de los libros es exhumación. Conocerla de memoria es el acompañamiento de la existencia. Conocer la propia poesía de memoria es además el saberla imprescindible.

Lawrence Venuti, en The Scandal of Translation, propone que la traducción domestica la cultura extranjera. Pero hay que ver, sin embargo, el mundo que emerge de las traducciones. Cuando en este polvo se conserva el amor y se sopla o se modela la vida.

La de Tachar… es una poesía escrita en un español que puede ser llamado de traducciones, del siglo XIX o del futuro; un español de convergencia, en el cual se reconoce apenas el lugar desde el cual se escribe. Eugenio Castillo no es un poeta chileno en el sentido que lo es Parra. Chile apenas se trasunta. Si la aldea de Tolstoi debía ser descrita para con ello describir el universo, aquí el universo debe ser descrito para que la aldea sea, así como lo propuso Andrés Bello.

Fausto vivió antes y después de Goethe, pero después concitó variaciones sobre el tema de Goethe. Cada personaje será entonces un asunto. El Mefistófeles de Boito, la Margarita de Gounod, el Fausto «católico» de Lenau que obsesionó las notas de Wittgenstein. Entre esas variaciones quiero detenerme, para efectos de Tachar…, en la «leyenda dramática» de Berlioz, que se basó en la traducción francesa que Gerard de Nerval hizo del Fausto de Goethe. Este Fausto —La condenación de Fausto de Berlioz—, fue primero un opus 1 de ocho canciones; muy posteriormente, una obra sin género conocido, entre ópera imaginaria y oratorio teatral, con una marcha húngara en su interior que no sé sabe bien a qué vino, pero que devino su sección más conocida.

Pues bien, en La condenación precisamente Fausto se condena. Fausto recién contrata con Mefistófeles hacia el final, cuando en la cuarta parte entrega su alma a cambio de salvar la de Margarita. En medio de los demonios enseñoreados sobre Fausto y Margarita, los ángeles concurren a recuperar lo que les pertenece por obra de Fausto. La variación de Berlioz, sobre la cual insistió tanto, es una negociación del hombre con el demonio para salvar a la mujer. La voz que agregó Goethe que dice «está salvada» ha enmudecido, o mejor, ha sido pospuesta, una vez Fausto se ha condenado para salvar, se ha condenado por amar, ha reemplazado a Cristo por amor no hacia todos, sino por amor de un ser específico, Margarita. Un anticristo (un reemplazante), no de los océanos, sino de una pequeña noria. Este reemplazante que se ha enfrentado a uno de entre tantos demonios, al burlón, ¿es el poeta que no puede sino agregar sus palabras a las ya superiores del Salvador? No se agregue ni se quite una palabra a esta escritura, advierte el apóstol Juan cerrando el Apocalipsis, y con él, la antología celestial que llamamos Biblia. Mucho ojo, no se trata de la blasfemia, que es una oposición. El libro debe continuar. Como en el Antitheos de Hölderlin, contra Dios pero en el sentido de Dios. Castillo Gil dice simplemente: “Al principio tuvo que haber sido una madre”. Con esta sugerencia —como, aunque categórico, Juan en su evangelio— abre el poema. Pero sus elementos luciferinos van merodeando el trono celestial. Escribe en “Mi piedad por la mañana/ Seis comienzos, I”:

 

¿Qué fuego que antes se combó en lo alto, como

un rezo que amagara a Dios, se esconde en la diestra y

aparece por la siniestra como queriendo ser leído?

 

Este carácter se trastorna luego. En otro poema —“Blasfemia”— donde ya no hay principio ni fin (pero la muerte es proclamada como “principio”), sólo hay mitades, y el diabólico estruendo de querer “A Cristo partido por la mitad”. Sobre este otro poema no tengo nada que decir. Cumplo con reproducirlo:

 

“¡Que la muerte principie!,

el final del final,

que el Cristo sienta mitades,

¡que las cosas se partan por la mitad!

El comienzo de los siglos,

forzosamente en la mitad,

el gran Todo empezado, por la mitad.

Vean aquí al espíritu, doblado.

Se encuentra con su carne en el pasado.

Y aunque clame mi madre porque no sea verdad,

¡quiero al Cristo partido por la mitad!

¡No le iré a la muerte con toda mi vida!

¡Le digo: muere más, al que tan sólo moría!”

 

Y, sin embargo, dice en “Al cantor»:

 

“¡Ese hombre santo, se empeoró para poder morir!

¡Lo acribillaron, lo despedazaron!,

porque de otro modo, no cabía en la muerte.”

 

 

Eugenio Castillo Gil

(Santiago, 1983) Poeta chileno. Ha publicado en revistas literarias y actualmente prepara su segundo libro Rojo de mis azules. Ha sido insistentemente considerado por Raúl Zurita una de las más grandes promesas de la poesía chilena. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad de Chile, se ha desempeñado como ayudante del curso «Derecho y Literatura» en esa misma casa.