Gonzalo Garay Burnés (Concepción, 1973), abogado y escritor, ha enviado un cuento de su autoría para compartir en tiempos de pandemia.

por Gonzalo Garay Burnés

– La quiero más caliente.
– Pero ya está hervida.
– No me importa.
– El mejor café se obtiene antes de que el agua hierva.
– La quiero más caliente y punto.
– ¿Ves esas burbujas?
– Sí.
– El líquido entró en ebullición.
– Todo está revolucionado.
– Sí.
– Es un caos, una fiesta.
– Sí, pero corta.
– Pero fiesta.
– El agua se está evaporando.
– No me importa, la quiero más caliente.
– Tendrás que inhalar el café.
– Es mi café.
– No me queda claro, ¿vas a querer agua?
– Quiero.
– La estás desaprovechando.
– La quiero así.
– Creo que prefieres lo etéreo, persigues una utopía.
– Creo que quieres mi agua.
– Podría haber alcanzado para dos tazas.
– Entonces sí quieres mi agua.
– Solo si la podíamos compartir.
– Vamos, tómala.
– Es tuya.
– Sé que la quieres.
– Ya he tomado, por eso te ofrecí.
– Pero quieres que la tome como tú quieres.
– No.
– Sí.
– Ahora solo alcanza para un café chico.
– Lo quiero en taza grande.
– Se vería ridículo.
– Así lo quiero.
– Gastaré más agua en lavar la taza.
– Quédate con tu agua.
– ¿Por qué te opones a todo?
– Porque es mi derecho.
– ¿Aunque sea ilógico?
– Es mi libertad.
– Es tu estupidez.
– ¿Ahora me ofendes?
– ¿No es estúpido?
– Para ti.
– Sí, para mí lo es.
– No me respetas.
– Te respeto.
– No aceptas mis decisiones.
– Está bien. ¿Te preparo el café?
– Lo quiero más caliente.
– Casi no queda agua.
– Es mi café.
– La tetera se va a quemar.
– Apágala.

Bárbara tomó la vasija enlozada sintiendo todo el calor infernal de su mango metálico. No tuvo la precaución de proteger su mano. Su piel se enrojeció al primer contacto, generándose una llaga dolorosa, pero no dijo nada, no gritó, soportó el dolor con hidalguía. Pese a ello, una lágrima brotó de su ojo izquierdo, una porción de líquido que concentraba toda su voluntad, que se le hizo casi tan ardiente como el agua que quería beber y mayor en cantidad.
Matilde le alcanzó el café. Bárbara inclinó la tetera, de la cual cayó una mínima cantidad de agua, ínfima, casi imperceptible que, en contacto con la temperatura ambiente, se enfrió aceleradamente. Matilde alzó una cucharada con algo de café, Bárbara pidió que la rellenara, lo quería cargado.

– ¿Azúcar?
– Sí.
– ¿Cuántas?
– Cuatro.
– Ok.

Bárbara mezcló los ingredientes y se los llevó a la boca, ingiriendo algo similar a un polvillo repugnante. En la boca paladeó los trazos de café que habían logrado amalgamarse con el agua, sustancia pastosa, como un barro negruzco y denso que permaneció adherido a sus dientes.

– Es el mejor café que he tomado.
– Bien.
– ¿Sabes por qué?
– No.
– Porque es mi café.
– Claro.
– Yo lo preparé.
– Puedo verlo.
– Seguro que tú nunca has probado algo así.
– Nunca.
– Yo lo tomo así todos los días.
– Cada uno con sus gustos.
– Me acostumbré a eso.
– ¿Por gusto?
– Porque no puedo aspirar a otra cosa.
– Pero yo te ofrecí más agua
– Pero yo no quiero lo que tú me quieres dar.
– Como quieras.

Dicho esto, Bárbara dejó caer la taza, que al contacto con el suelo quedó intacta. Solo perdió la oreja. Matilde la levantó.

– Quedó intacta.
– No, perdió la oreja.
– Aún sirve.
– No la volverás a usar.
– Sí.
– No.
– Admítelo, no puedes hacerme daño.
– Puedo.
– Aunque intentes romperlo todo.
– Quiero hacerlo.
– Puedo repararlo todo.
– Hazlo.
– Después.
– ¿Después de qué?
– De orinar.
– Bueno.
– ¿Sabes dónde?
– No.
– En la taza donde pusiste tu boca.
– ¿Por qué ahí?
– Porque puedo.
– ¿Para qué?
– Para luego servirle café ahí mismo a tu mamá.
– Entonces tendré que quemarlo todo.
– No importa, tengo mucho agua.