Joaquín Parada nació en Santiago, en 1992. Actualmente vive en Buenos Aires, ciudad en la que publicó el conjunto de relatos Crónicas del posmundo (2019).

por Joaquín Parada Salinas

Desde el fondo del camino se asomaron dos luces brillantes. «Ahí viene», pensé. Pero a medida que se hacían más nítidas y pequeñas volvía a bajar el brazo. «Es solo un auto», pero la ráfaga del auto al pasar junto a mí se tragó el sonido de mis palabras. «Después de las once no pasan micros, mijo», había dicho la anciana, «Y los camioneros ya no quieren llevar a nadie con tanta cosa que ha pasado últimamente».

«Es que la gente anda muy mala», sentenció mientras miraba algo que estaba más allá de nuestros ojos. Y tenía razón, nadie se atrevía a llevarme. Por más que levantara mi dedo pidiendo ayuda o montara la más patética escena de universitario perdido cargado de bolsos, nadie paraba en el camino. La noche avanzaba y los silencios del campo se hacían imponer. La frecuencia de los vehículos era cada vez menor y por la misma razón se volvía más real la idea de pasar la noche allí; acurrucado en un paradero de adobe, sin techo, apestado a meado de gatos y borrachos. «La primera micro pasa a las cinco y media», repetí y una densa nube de vapor brotó de mis palabras. Podría tratar de dormir hasta esa hora, pero me aterraba el frío de la zona, había escuchado que a la mañana amanecían las hojas de las plantas congeladas y las cornisas de las casas cubiertas de escarcha. Yo no estaba preparado para eso, no llevaba chaleco, gorro, guantes o calcetines gruesos. Todo lo que tenía era unos jeans largos y una camisa. ¿Cómo iba a saber que me quedaría atrapado en ese rincón del mundo, sin abrigo, sin comida y con la plata para solo un pasaje? En parte tenía la culpa, quizá fuera uno de esos movimientos del destino para hacerme ver en ese preciso instante mis errores y recapacitar, pero no los voy a aburrir con las estupideces que me llevaron a tomar las decisiones que me arrastraron hasta allí. Basta con decir que todos tenemos nuestras culpas y pecados, y que si en el pasado actué como un egoísta o un miserable fue resultado de mi juvenil ignorancia.

De pronto una brisa helada me entumeció la espalda. Me guardé las palmas en los sobacos y comencé a escarbar con el pie alrededor del paradero. Primero busqué (ilusamente) ropa tirada, abandonada en la ruta por algún acomodado que ya no la necesitaría, luego, más realista, me hice en la búsqueda de hojas largas como de palmera con las cuales abrigarme, pero solo encontré hojas pequeñas, pegajosas y de puntas afiladas. Lo único que abundaba era la basura, y en este caso de todo tipo: cáscaras de huevos, de plátanos, naranjas, cajas de jugo y leche, paquetes brillantes de papas fritas y numerosas latas de cervezas desteñidas por el sol.

Repentinamente un recuerdo cruzó por mi cabeza y recordé, como un viejo sueño, las palabras del Pato Ramírez atravesando el aire húmedo de la pieza que arrendaba en aquel tiempo.

—Tenís las patas heladas, ¿no?

Respondí que no. Mentía, no quería mostrarme débil frente al Pato que representaba para mí la más alta encarnación de un artista; cantor y poeta, transitaba de norte a sur el país convirtiendo sus canciones en verdaderas leyendas. Aun así, una serie de malentendidos, y sobreestimación a mi persona, me llevaron hasta el segundo piso del restaurante donde se alojaba. De los conocidos que me arrastraron esa noche allí, el único que quedaba era el Marmota que dormía sobre un sillón de mimbre con una pose tan aparatosa que no podía evitar la comparación con esas estatuas que reflejan tragedias en el mármol. Como el cantor y yo no nos conocíamos, pronto me sentí un intruso y callé en una muralla de silencio.

—Te voy a enseñar un truco —dijo el Pato Ramírez, y al instante comenzó a sacarse los zapatos—. Mira —agregó señalando el interior de uno de los zapatos.

Del lugar que ocupaba el pie asomaban algunos papeles sucios que luego reconocí como simples hojas de diario.

—Es lo mejor para mantenerte calentito, pero funciona mejor cuando se planchan las hojas.

Quizá nunca sepa por qué guardé aquel recuerdo por tanto tiempo, pero en ese momento, solo y con frío junto a la ruta, las palabras del Pato Ramírez volvieron a mí como una suerte de revelación. De inmediato me lancé casi furioso sobre los deshechos acumulados en el suelo.

Hurgué varios minutos hasta hacerme con un vasto manojo de diarios aún secos.

Sentado sobre una piedra me dispuse a abrigar mis pies con las hojas de diario. La noche se cerraba cada vez más rápido. Me encontraba ya terminando la tarea cuando, de improvisto, ocurrió lo impensable.
Desde afuera no podía ver quién manejaba. El motor se quejaba en un tiritar infinito; por la nota que desprendía se podía deducir que la camioneta era vieja o sufría de pocos cuidados.

La ventana del copiloto bajó.

—¿Te llevo? —preguntó la voz de una mujer apenas pasados los cuarenta—. ¿A dónde vas?

—volvió a preguntar.

Aún aturdido por la emoción le expliqué que me encontraba a la espera de que pasaran los primeros buses de la mañana.

—Tienes para rato —dijo, y con algún botón abrió los seguros de todas las puertas—. Sube, te puedes quedar en nuestra casa y mañana a primera hora tomas la micro.

Debió leer mi incomodidad ante la invitación porque al instante exclamó:

—Si te quedas acá te vas a congelar, puedes llamar a alguien desde el teléfono de la casa si quieres. De todas formas, debes tener hambre ¿o me equivoco?

No podía mentir, con el avance del frío, también lo hacía el hambre. Debía de llevar más de ocho horas sin comer. No hay peor fuerza para desequilibrar la razón y acelerar las malas decisiones que el gruñido profundo de las tripas.

Sin muchas fuerzas ni ganas de decidir, me dejé llevar por la amabilidad de aquella extraña, y subí como hipnotizado por el calor que desprendía el interior de la camioneta. Ya dentro, pude ver mejor a mi auxiliadora. Sin duda no pasaba los cincuenta, el pelo canoso y de un rubio excesivamente amarillento le daba un aire exótico. La mirada limpia revelaba quizá cierta ingenuidad que me atrevía a juzgar como estupidez. A pesar de la delicadeza que rodeaban sus rasgos aristocráticos, vestía ropas masculinas, sucias y llenas de manchas secas de barro, los pies, suspendidos sobre los pedales del auto, estaban protegidos por largas botas aislantes.

De pronto su mirada se detuvo confusa en mis pies.

—¿Qué es eso?

Miraba mis piernas sin saber qué buscar, hasta que supe qué era lo que llamaba su atención.

—Son diarios —respondí.

Si no me equivoco, la mujer rio con una mueca cerrada, tal vez fue el engaño de mi cabeza que quería encontrar alguna señal de confianza. Cerré la puerta y la camioneta gruñó dejando el paradero muy atrás en el camino.

Hay quienes creen que los sueños sirven para advertirnos acerca de futuras desgracias y fatalidades. La verdad es que los míos nunca me han entregado más que visiones confusas y repetitivas. Si en la mañana me despertaba con un sabor extraño a raíz de un sueño muy vivo, bastaban unos pocos minutos para que olvidara todo el asunto. De la misma forma ocurrió cuando, a los pocos minutos de haber subido, me dormí rendido por el cansancio y la calidez que desprendía la calefacción. No recuerdo qué soñé, pero sí puedo asegurar que fue intranquilo; lleno de movimientos bruscos e inesperados, la sucesión violenta de caras y palabras no daba tiempo para las definiciones ni las certidumbres. A pesar de la intranquilidad, cuando la mano tibia de la mujer me sacudió, desperté repuesto como si hubiera dormido toda la noche.
—Ya llegamos —vi una sonrisa maternal que parecía comprender mi cansancio.

Frente a nosotros, iluminado por los focos de la camioneta, se alzaba un portón de barrotes negros. A través de ellos se podía observar una amplia parcela, aunque la oscuridad era tal que no podía ver dónde terminaba. La mujer sacó un pequeño control que colgaba del espejo retrovisor y apuntando hacia adelante apretó un botón azul. A los pocos segundos el portón comenzó a chirriar y a deslizarse por el sucio riel que lo sostenía por abajo. Una vez adentro, entre las penumbras, avisté una gran casa de dos pisos. Ninguna luz asomaba por las ventanas.

—¿Vive sola?

—No, por supuesto que no —rio la mujer—. Estoy yo, Sergio, y los pequeñines.

—¿Tienen hijos?

La mujer iba a responder cuando los oí. Al principio pensé que era un murmullo lejano que provenía desde las otras parcelas, pero me equivocaba. Bajó el vidrio del lado del conductor y me indicó con el brazo para que mirara hacia afuera:

—¡Ahí están mis pequeñines! ¿No son hermosos? —De pronto cambió la expresión de su cara y con una voz aflautada gritó mientras la camioneta seguía avanzando— ¡Ya, ya, mis niños, ya llegó su mami!

Fue entonces que los vi con mayor claridad, los ladridos ya me habían dado una pista; por el lado izquierdo de la parcela, dispuestas en orden de fila, se exhibía una serie de jaulas, algunas conectadas entre sí, cada una atestada de perros de todas las razas, colores y tamaños imaginables. Los animales ladraban en un extraño acorde que no lograba descifrar entre amenaza al extraño o excitación por la llegada de la madre.

—Con Sergio estamos a cargo de este refugio desde hace quince años —dijo mientras estacionaba la camioneta—. No siempre ha sido fácil, y con la crisis te imaginarás que mucho peor.

—Claro, me imagino —respondí sin saber muy bien a qué asentía.

Al bajar del auto los perros seguían con su escándalo. La mujer parecía ignorarlos muy bien, como si fueran parte ya del aroma natural del campo. Entramos por una pequeña puerta que daba a lo que creía que era la cocina. La casa permanecía completamente a oscuras.

—¡Sergio! —gritó la mujer.

Desde una puerta que permanecía abierta vi una radiante luz anaranjada que se acercaba a la cocina. De pronto del umbral de la puerta se asomó un hombre maduro, de barba grisácea, pero bien cuidada, traía un candelabro en la mano y un libro en la otra.

—Qué bueno que llegaste, amor, estaba empezando a preocuparme por la hora. ¿Te fue bien con la señora Rosa?

—Sí, dijo que le lleváramos los pedidos este viernes.

—¡Bien, bien! —exclamó Sergio, y de inmediato posó con sus ojos sobre mí— ¿Tenemos visita?

—¡Ay! Qué tonta, te presento a mi marido, Sergio —se acercó a estrechar mi mano—. Sergio él es, perdón… ¿Cómo te llamabas?

—(…) —respondí mientras sentía los callos de Sergio en el apretón.

—Un gusto tenerte aquí —dijo amistosamente—, parece que no eres de la zona ¿o me equivoco?

—Al pobrecito lo encontré solo y tiritando en un paradero de la ruta —se adelantó a contestar la mujer—, si no lo veo seguro le agarra una pulmonía. Lo mejor es que se quede aquí, así puede volver a su casa mañana. ¿No te parece?

—¡Obvio! Además, aprovecha de comer bien y reponer fuerzas. —Y cambiando de tono se dirigió hacia mí con excesiva ternura—. Para nosotros siempre es un gusto tener visitas. A veces con el trabajo en el refugio, Andrea y yo terminamos transformándonos en ermitaños, te pido que te sientas como en tu casa.

Aprovechando la última frase pregunté sin rodeos.

—¿Tienen algún teléfono que pueda usar?

La pareja intercambió una mirada tan breve que cualquiera podría haber dicho que nunca ocurrió.

—Sí —respondió Andrea—, aquí la señal no es muy buena, pero tenemos un teléfono fijo por el pasillo, yo te llevo, sígueme.

—Mientras, yo voy a preparar algo de comer —dijo Sergio y al instante comenzó a encender otras velas y candelabros repartidos por la cocina.

Salimos de la cocina con Andrea a la cabeza. Tal como había sospechado el resto de la casa seguía en tinieblas. Creo que hice un gesto instintivo de buscar algún interruptor porque en seguida Andrea me habló sin dejar de darme la espalda:

—No hay luz en la casa, hubo una tormenta y un poste colapsó, llevamos días pidiendo a la compañía que lo arregle. De todas formas, con Sergio nos las hemos arreglado bien con velas y lámparas de aceite. —Y agregó con voz radiante—: Una se acostumbra, llega a ser relajante no tener luces prendidas a toda hora, te da otra perspectiva del día, otro ritmo. ¿Me entiendes?

Pensé qué tan largo podía ser el pasillo, razoné que la oscuridad me hacía creer que la casa era mucho más grande.

De improviso la mujer se detuvo frente a un mueble.

—Aquí está —dijo y con la llama de su luz encendió una vela posada sobre el mueble. Pude ver el teléfono; era uno de esos viejos teléfonos de disco, aunque por lo bien conservado podría haberse tratado de una réplica moderna que tanto estaban de moda.

Junto al teléfono estaban esparcidos, en completo desorden, un puñado de lápices y hojas sueltas con manchones de tinta. Sin saber el porqué, la imagen me desagradó y me recordó el olor y el ruido lastimero de los perros afuera en sus jaulas.

—Puedes llamar a quién quieras desde acá. Eso sí, —previno seriamente— puede ser que las líneas no funcionen bien; culpa de la tormenta.

Yo no tenía idea acerca de la supuesta tormenta; desde que había llegado a la zona nadie lo comentó, tampoco había visto rastros ni tierra mojada.

—Gracias —atiné a decir, aunque fue más un reflejo que otra cosa.

Tomé el auricular y cuando esperaba escuchar el tono me di cuenta de que Andrea no se iba.

La miré tratando de rogar un poco de privacidad, pero parecía no entender el gesto: seguía ahí parada con una vela en la mano y con la otra echando hacia atrás los mechones rubios que caían sobre su frente. La postura me irritaba tanto que en aquel momento la tomé por la persona más estúpida sobre la tierra. Giré dándole la espalda y comencé a discar el número.

El disco giraba lentamente con cada número, tras un silencio que me pareció eterno escuché el tono de marcado. Con el corazón expectante esperé escuchar la voz del otro lado.

—¿Aló?

—¡Hola! —exclamé casi gritando.

—¿Aló?

—¡Hola! —insistí— ¿Me escuchas?

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy yo —dije irritado— ¿Me escuchas?

—…

Luego de insistir en vano, escuché el tubo colgarse del otro lado.

—Te dije, las tormentas hacen desastres en estos lados —agregó nuevamente con voz maternal—: No te preocupes, mañana por la mañana podrás tomar la micro a primera hora.

Andrea me miraba con lástima. Me parecía sincera por lo que me dejé llevar por el papel que me tocaba cumplir. Pregunté lastimosamente dónde se hallaba el baño.

—Por aquí —señaló una puerta más allá de nosotros— llévate esa vela o no podrás ver nada.

Tomé la vela y caminé por el pasillo. No sé por qué asumí que al igual que con el teléfono, Andrea no iba a despegarse de mí, por el contrario, escuché que decía en voz alta:

—Voy a la cocina a ver cómo va Sergio con la comida, te esperamos.

Quedé yo solo con mi pequeña luz en mano y un manto de frustración sobre los hombros. En otro tiempo, en otro lugar, hubiera reaccionado de otra forma, habría hecho otras cosas, cosas atrevidas quizás, pero el sentimiento de derrota y el hambre eran tan fuertes que no podía pensar en nada más. Caminé al baño y cerré silenciosamente la puerta.

Iluminado débilmente por el resplandor de la vela, el baño se veía de lo más corriente. Dejé la vela a un costado del lavamanos y comencé a mira minuciosamente mi reflejo. La buena impresión de mis facciones y la seguridad en mis ojos contradecían por completo mi estado de ánimo en ese momento. Agarré un jabón y juntando espuma entre mis manos refregué con fuerza cara y cuello; el agua fría y la sensación de limpieza me devolvieron un poco el entusiasmo. Al terminar de lavarme, aun sabiendo que era inútil, busqué el interruptor de la luz, topé con él, pero como era de esperar nada pasó. Impulsado quizás por el nuevo aliento o por mi terrible curiosidad, decidí examinar con mayor detalle la luz que colgaba del techo.

Acerqué al centro de la habitación un banquillo que reposaba en un rincón y subí a inspeccionar con vela en mano. Lo primero que llamó mi atención fue la falta de bombilla, de todas formas, pensé que era probable que las hubieran quitado todas luego del problema con el poste. Luego miré el soquete; estaba mugriento e infestado de telarañas. No soy ningún experto, ni pretendía serlo, por lo mismo bajé del banquillo sin saber muy bien qué pensar.

Cuando llegué a la cocina el matrimonio me esperaba con la comida servida. La escena me recordaba a una película de la cual no me logro acordar el nombre. La mesa y el resto de la cocina refulgían por las velas. Comimos en silencio, pero sin incomodidad, sospecho que los dos eran conscientes del hambre que me agobiaba, y que no quería desperdiciar el tiempo con conversaciones que ya se aguardaban para la sobremesa. Finalmente, cuando ya tomábamos el café, salieron a relucir los típicos temas personales de «¿Qué? ¿Cuándo? y ¿Cómo?» que tanto necesitamos oír a los extraños.

Como si volviera a decir un proverbio, el hombre repitió:

—Para nosotros siempre es un gusto tener visitas.

La mujer asintió en silencio mientras yo desviaba la mirada al fondo vacío de mi taza. La verdad es que disfrutaba de la hospitalidad de la pareja, pero mis pésimos modales o mi incapacidad de responder de la misma forma a la amabilidad de los otros me transformaban en un ser arisco y primitivo.

—Gracias —repetía como tonto sin mirarlos a los ojos.

Los minutos pasaron y de a poco dejamos de hablar. Ya debía de ser pasada la una cuando, algo adormecido por la comida y sin saber qué más hacer, bostecé exageradamente. Al instante pensé que la pareja iba a ofrecerme la oportunidad de dormir, y luego de que yo aceptara con todo agrado, me conducirían hasta la pieza de las visitas en donde una cama, más suave que las maderas del paradero, me esperaba con sus sabanas viejas y apolilladas.

Sin embargo, el gesto provocó una reacción distinta:

—Mira lo que logramos —dijo Andrea a su marido—, aburrimos a la visita ¿Por qué no le mostramos el resto del refugio y así los pequeñines lo conocen mejor?

—Me parece una excelente idea —respondió.

A decir verdad, yo no tenía ningún interés en salir al patio y mucho menos en ir mirar a perros pulgosos y lisiados, sin contar que el bostezo no había sido del todo falso.

—Pero… —protesté alargando la última vocal— ¿No será muy tarde? Además, no creo que pueda ver mucho de noche.

—No te preocupes, con las linternas se ve todo —dijo Andrea—, así aprovechas de respirar un poco de aire fresco de campo. A esta hora es exquisito, un verdadero lujo en estos días.

Insistí por segunda vez, pero de inmediato me di cuenta que consentirlos con ese pequeño detalle era lo menos que podía hacer después de toda la amabilidad que habían derramado sobre mí. Acepté y, tras calzarme un largo abrigo de Sergio, salimos juntos al patio. Afuera la noche era espléndida, el cielo cargado de estrellas y una luna que solo podía contemplarse en un anuncio publicitario. El coro de grillos se hacía escuchar, sin embargo, apenas avanzamos un poco en dirección a las jaulas, los perros enloquecieron como un ejército de locos.

De pronto noté que Andrea llevaba baldes en sendas manos, se adelantó y poco a poco se alejó de nosotros.

—Va a buscar huesos para que los perros se relajen —quizás la frase sonó inquietante porque al instante Sergio agregó—: De todas formas, ellos nunca muerden y las jaulas están bien cerradas, es la reacción natural de los animales frente a un extraño.

Antes de llegar a las jaulas recorrimos los alrededores, no había mucho que ver; un extenso huerto se posaba en paralelo en el costado oculto de la casa, mientras que por el lado visible se alzaba una vieja cabaña que servía de taller y almacén.

Al ver las ventanas oscuras y la madera raída, repentinamente, me invadió una extraña curiosidad por la cabaña y un impulso me motivaba a entrar, pero cuando pregunté Sergio me negó con una entonación que no pude distinguir entre el enojo o la vergüenza.

—Está muy desordenado ahí dentro y no hay nada que pueda interesarte —luego agregó—.

Además, no traje la llave para abrirla.

En efecto, junto a un cerrojo descansaba un brillante y grueso candado.

Caminamos en silencio de regreso a las jaulas. Nos esperaba Andrea con una sonrisa ancha, como si nos encontráramos en medio de una excursión. Pronto cambió el timbre de su voz y tomando un aire de guía comenzó a nombrar a los primeros bichos de la fila de jaulas.

—Estas son Canela y Samanta, aunque le decimos Sami —frente a mí, del otro lado de la jaula, se posaban dos perras viejas, una negra y otra amarilla, cada una con varias cicatrices sobre el pelaje producto de la tiña. Apenas me había asomado cuando las perras saltaron a la valla, enloquecidas, ladrando y escupiendo espuma por los dientes—. A Canela la rescatamos justo antes de que la sacrificaran y a Sami la encontramos atropellada en el centro.

Pasamos a la siguiente sección donde la escena no cambió mucho. Dentro del espacio asignado reposaban cuatro perros raquíticos de razas indescifrables. Tal como había sucedido la vez anterior, apenas me asomé los perros saltaron rabiosos con las patas apoyadas sobre la reja que nos separaba.

—Debes entenderlos —dijo Andrea, al mismo tiempo que lanzaba un hueso carnoso al interior de la jaula—, muchos de estos perros no han tenido buenas experiencias con las personas. Es increíble el nivel de crueldad al que puede llegar el ser humano.

—Además con la crisis, —agregó Sergio— las raciones ya no son como antes.

—Este es Iván —señaló a un perro de pelaje corto, amarillo como el trigo, tenía una pose orgullosa y parecía ser el líder del grupo—, su antiguo dueño le mutiló tantas veces la cola que tuvimos que amputársela, además de que es ciego y sordo del lado izquierdo por culpa de los golpes que le daban.

En ese momento vi con mayor detalle el rostro del animal; tal como había dicho Andrea, el ojo izquierdo reposaba quieto e incoloro. Una bruma acuosa cubría el globo y detrás de ella la vista se perdía en una palidez muerta. Creo, sin mentir, que, por un segundo, el roce de mi ojo con aquel ojo muerto me abrió las puertas a un dolor vivo y chorreante.

—El de pelo largo y gris es León. —Apuntó a un perro grande y esbelto (comparado con sus huesudos compañeros), al cual el largo pelaje sobre la cabeza le tapaba por completo la vista y por poco la nariz—.

Cuando llegó no socializaba con ningún otro de la familia, tenía problemas para relacionarse, pasó casi toda su vida encerrado en un armario, sin poder moverse, rodeado de sus desechos. Pero Iván y su grupo lo acogieron y ya es uno más de la pandilla.

La mujer dijo algo más que no pude escuchar a causa del alboroto que los perros armaban por mi presencia. Pensé en decirle que ya estaba algo cansado y que prefería ir a dormir, el frío ya se volvía insoportable y un cosquilleo me dormía las piernas.

Pasamos a una de las últimas secciones de las jaulas. En el trayecto vi perros desfigurados, faltos de dientes, con tres patas, sin cola u orejas. Al llegar, Andrea habló en tono de advertencia:

—Esta es la jaula especial, aquí tratamos a los perros más violentos o problemáticos. Por lo general son individuos que han sido esclavizados para participar en peleas clandestinas.

Que los llamara «individuos» no pudo menos que llamarme la atención. Al mirar dentro de la jaula vi un grupo de cuatro perros macizos de orejas cortas, similares a mastines o algún tipo de dogo. Para mi sorpresa los perros no se abalanzaron sobre la reja al verme, se quedaron echados con una indiferencia que casi me pareció petulante.

—Para su tratamiento realizo sesiones de relajación y autoconocimiento, tengo fe en que si logro despertar sus experiencias originales previas a la intervención de la mano del hombre, que cortó sus lazos naturales y espirituales con el resto de la vida, podré derribar los muros de agresividad que los aíslan.

De pronto un ruido extraño, sumamente agudo, casi imperceptible, me distrajo.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Andrea no respondió.

Casi de inmediato el alboroto de los animales cesó. Otro ruido, esta vez chirriante y metálico, se escuchó a lo lejos. Entre la oscuridad creí ver la silueta de Sergio cerca de las primeras jaulas, aunque no podría asegurarlo.

—¿Qué sucede? ¿Por qué todos se callaron? —volví a preguntar, ahora nervioso. Andrea persistió en su mutismo, y sin dar aviso dio media vuelta y se alejó. La visión me parecía la de una monja en penitencia.
Quise seguirle el paso, pero al instante me percaté de que algo no andaba bien. Miré en dirección a las jaulas, la silueta de Sergio ya no estaba, y la escasa luz solo me dejaba ver las figuras recortadas de los perros en la oscuridad, esta vez fuera de sus jaulas. Por segunda vez oí el silbido agudo que había hecho callar a los perros antes. Sin embargo, los perros no callaron sino todo lo contrario; se agruparon como jauría tras dos líderes. No creo exagerar si digo que entre tanta sombra y negrura vi brillar el ojo inmóvil y muerto de Iván. Los ladridos también eran distintos, era una mezcla de gruñidos y gorgoteos. Ya no escuchaba odio, sino que hambre.

Miré, buscando algún auxilio, en dirección a la casa, pero solo me llegaba el reflejo de las ventanas oscuras. De la pareja no quedaba más rastro que el de un espejismo.

¿Realmente me habían dejado como aperitivo para sus alimañas? Pero ya no había tiempo de hacer preguntas. Vi en los músculos tensos de Iván y compañía, el despertar de un deseo, un instinto profundo que tensa el aire que rodea al cazador y su presa. A esta altura, yo ya me reconocía como presa. Quizás desde que había cruzado el portón había dejado atrás mi posición en esta vida. No sé por qué recordé, en una secuencia que me sorprendió por su velocidad, las escenas coloridas de un documental en la televisión donde exhibían la jerarquía establecida entre los lobos y otros depredadores a la hora de comer: los líderes siempre se llevaban los pedazos más tiernos y jugosos, luego, tras quedar atiborrados de carne, cedían el turno a los más pequeños y débiles que debían contentarse con hilachas de carne, tendones y
huesos. Inevitablemente pensé en cómo irían a repartirse mis trozos.

Cuidando de no dar la espalda, miré atrás, hacia la extensa reja que separaba la parcela del camino. Pensé en la distancia, me parecía infinita en ese momento, giré gritando y corrí despavorido hacia la salida.

Supe al instante que había despertado en sus salvajes mentes la sed de caza. Los ladridos me golpeaban la nuca, pero no me atrevía a mirar atrás; sentía el sonido de las patas desnudas contra la tierra y el galope rítmico de la jauría. La reja se acercaba lentamente. De pronto un peso me inclinó hacia un costado. De reojo pude ver a uno de los perros, aferrado fieramente de una mordida al abrigo que Sergio me había prestado. El animal, con solo tres patas, retrasaba mi carrera. Con una ágil sacudida logré librarme del abrigo y del perro. No pude evitar mirar atrás; un grupo de cerca de diez perros se detuvo a destrozar el abrigo arrojando el relleno blanco sobre sus cabezas.

Ya había acortado varios metros entre la reja y yo. Calculé que a la velocidad que iba, podría alcanzar la cornisa puntiaguda de la reja de un solo salto. La expectativa de salir vivo me dio un segundo aire. No faltaban más de cinco metros cuando, por culpa de la ceguera nocturna, tropecé con un desnivel en la tierra. Caí a pocos metros de mi salvación. Sentí cómo Iván y su séquito más cercano se acercaban deleitosos, pero quiso el destino en uno de sus arranques piadosos dejarme al alcance un palo escuálido, pero confiable. Tomé el palo mientras me recuperaba de la caída. Por desgracia, la caída había aumentado la confusión de mis ojos: frente a mí vi brillar luces que luego se transformaron en ojos y colmillos. Del hocico, la baba fétida caía en hilos. Alcé el palo amenazante y un puñado se echó instintivamente hacia atrás.

Una sombra feroz surgió desde un costado ciego y me derribó, sin soltar el palo, sentí cómo el perro gruñía y hundía sus colmillos en mi brazo. Pensé que me desmayaría, pero el dolor vino mucho después. Desesperado golpeé a Iván con el palo sobre las costillas, y luego el hocico. El perro aulló adolorido, pero no cedió a la pelea. Otro de sus compañeros tomó una de mis piernas, por suerte le faltaban algunos colmillos y la mordida fue leve, aun así, el resto de los perros comenzaban a ganar confianza en la cacería. Preso del pánico resolví sacudirme histérico lanzando patadas y palos al aire: los animales se alejaron lo suficiente para poder levantarme. Empuñé el palo, el sudor, frío y turbio, me envolvía la piel, el brazo se desangraba sin tregua a pesar de que sentía que la cabeza me iba a estallar de un segundo para otro por la presión.

Parecía que nuestra pelea iba a tener un segundo encuentro —lo más posible conmigo devorado vivo—, cuando volví a escuchar el silbido agudo, pero esta vez con mayor claridad.

Al instante, como por arte de magia, los perros retrocedieron asustados. Miraban inquietos con la cola entre las patas aullando lastimosamente, incluso Iván había dejado caer sus orejas y el pelaje se la había erizado. De pronto, al fondo, una luz intensa se reveló entre la oscuridad. Era una luz amarilla, intensa, más intensa que cualquier vela pudiese desprender.

La luz venía de la cabaña.

Un golpe seco apagó la sinfonía nocturna, alguien golpeaba la puerta desde adentro. Los perros, confundidos y acongojados daban vueltas lloriqueando al cielo. Sin saber qué hacer quedé atónito contemplando la escena.

Los golpes siguieron ahora con más insistencia. Con algo de dificultad vi cómo el candado de la cabaña se sacudía contra la puerta, los perros lloraron con más fuerza. Creo que no mentiría si dijera que llamaban a Sergio o Andrea, algo iba a ocurrir y pronto. El ardor del brazo me devolvió al momento: sin dejar de vigilar a los perros, me deslicé hacia la reja que impedía mi libertad. Mientras me las arreglaba para escalar, un horrible grito se sumó al alboroto de la puerta y el de los perros.

—¡Rápido, rápido! —gritaba Andrea casi desnuda y con una vara larga entre las manos—

¡Abre la puerta, abre la puerta, rápido! —Sergio la siguió a las tropezadas. En ese momento me di cuenta que la vara era una escopeta. Ambos corrieron hacia la cabaña.

Por mi parte aproveché el momento para franquear la reja y hacerme libre. Cuando caí al otro lado, el brazo ya no se veía tan mal como antes, miré —con temor debo admitir— hacia el interior de la parcela; volví a escuchar el golpeteo de la puerta una última vez y los perros callaron.

Gracias al medicinal paso del tiempo he podido olvidar nombres y lugares, las viejas heridas no son más que manchas en la piel. Aun así, debo confesar que no son pocas las veces en que, mientras busco el sueño en mi cama, el deseo atroz de volver a perderme en la ruta y encontrar la parcela inquietan la calma de mi lenta vejez.