por Omar López, poeta y gato

El espejo, esa instantánea generalmente íntima y franca tiene la mala costumbre de hacer preguntas. Y cuando él es el interrogado, sus repuestas presentan el riesgo de ser inducidas o censuradas por “un no sé qué” de oportuna egolatría. Debe ser porque antes de vernos tal cual somos físicamente por el tiempo o los años acumulados, lo primero que se refleja paradojalmente, es la conciencia. Ahí, como que el vidrio comienza a empañarse y rápidamente huimos de la imagen para cambiar de tema o para evadir alguna pregunta incómoda que el inerte objeto nos ha lanzado con silencio agudo. Pero, no deja de ser un ejercicio fugaz y una manifestación de auditoría interna que al final deja colgada una leve mueca de cinismo. Es la firma del otro yo, a veces temblorosa, en otras ocasiones resuelta, contundente.

Ahora, si yo fuera un virus COVID 19 cualquiera y me plantara frente al espejo del mar seguramente no me vería, aparentemente no me vería allí al igual que la añeja mitología de un vampiro de barrio que no refleja su presencia porque carece de alma. Pero estaría habitando ese espacio en amplio cuadrante para cultivar el dominio y el miedo. No tendría inconveniente alguno en contagiar y crecer en cada ser donde late la pobreza, la ignorancia, la cesantía y también podría entrar en complicidad directa con los dueños del mundo, perdón, “del fundo”, para asegurar inmunidad y protección selectiva con los capitales, los grandes negocios, las invisibles mafias y sus “inteligencias” militares, sus productos idiotizantes, sus industrias del ensueño, sus arquitecturas de mentiras, etc., etc. Confieso que, en este rol de virus, la vanidad comenzaría a corroer esa tonta humildad que mantenía dentro de un murciélago y que algunos insisten en practicar con inocencia de niño. Todo lo contrario, mi orgullo se alimentaría día a día con las frías estadísticas mortuorias, con los millones de personas encerradas no solo en sus casas, también prisioneras de la incertidumbre y la administración lenta de sus gobiernos.

Curiosamente, pienso que tal vez el mejor espejo personal, es el de la noche. Esa que no tiene un átomo de luz ni un gramo de ruido. En ese instante, se invierte la perspectiva: el otro yo desnudo te mira de frente, sin pausa, sin nubes, sin vías de escape y al final, te acosa hasta que ambos se queden dormidos.