por Omar López, poeta y gato

Hace algunos años desciendo de una micro para dirigirme al trabajo, temprano, un día cualquiera de una semana anónima entre muchas semanas. Camino unos pasos para llegar a la esquina de la próxima avenida y justo a la vuelta, soy testigo involuntario de un hecho dramático: un hombre joven sentado en la vereda, apoyado en el muro, llorando como un niño golpeado, vaciando el dolor en sus manos temblorosas y aturdidas. A su lado, un hombre mayor tendido, con su bolso de trabajo todavía enredado en el cuerpo. Miré unos segundos, porque en ese instante, no había nadie más y me sentí tan inútil y aterrado frente a la muerte ajena y fue tan fuerte el golpe de vista, que seguí mi camino, atravesado por un respeto confuso y emociones encontradas. Los dos eran obreros, trabajadores de la construcción o temporeros supongo, por la cercanía de una zona agraria. “Gente del montón” como se dice de manera despectiva o indiferente; “gente sencilla” como dice la gente complicada. Antes que nada, seres humanos que estaban unidos no solo por lazos de sangre o amistad, estaban compartiendo sol y responsabilidad; rutina y labor. Y finalmente, muerte y vida.

La calle o el espacio público es un libro cerrado permanente y sorpresivo. Quién lo abre y lee entrelíneas aquello que está después de la sombra o para ser actuales, detrás de la mascarilla, puede recoger enseñanzas que no están en ningún otro texto. Las calles son parecidas a las palmas de las manos, líneas oblicuas o paralelas del corazón, de la salud, de la vida, símbolos de una supuesta predestinación o misiones que sí o sí, debiera producirse. Ahí entramos directamente en el terreno de la especulación o de las supersticiones, pero el simple transeúnte que sufre un asalto o un chofer que impacta o es impactado por otro vehículo, comprueba de inmediato que su fragilidad, su precariedad como ser dotado de propiedades orgánicas es un lujo nunca bien reconocido. La calle es “la otra casa” cohabitada por centenares y miles de ciudadanos distintos, únicos e intransferibles individuos que se miran, se huelen, se tocan, se despiden, se amenazan, se recrean, se esconden, se lucen, se destiñen o se imponen. Hoy, esas mismas calles están en muchas ciudades, vacías.

Conmueve ver una tranquila plaza de barrio, solitaria, sin ruidos, sin vendedores o parejas, sin niños. La tarde con un sol gastado y tendido entre el árbol y un asiento, bebe su fortuna a la salud del renacimiento. Posiblemente la población prisionera en la jaula mundial de la crisis y la incertidumbre, llora puertas adentro, pero se escucha el trinar de los pájaros, se constata el paseo de los animales, se verifica el vuelo de antiguas mariposas. Se comienza a intuir otra realidad, tan profunda como el hambre y tan paralizante como el miedo. Es la madre naturaleza que retoma posiciones, avanza como último recurso de amparo frente a la actitud soberbia de los “hacedores de desiertos”; los pirómanos de bosques, los saqueadores del mar; los industriales del dinero; las mafias de las guerras, los productores de miseria y esclavitud en base a las tarjetas de crédito; basureros de una libertad con olor a cementerio.

Bueno, la calle está ahí, espera con sus ausencias y pasado; con sus verdades y mentiras. Es por el momento una vitrina casi vacía que, en algunas noches, sale a caminar sin ofertas y borracha de sentido.