por Antonio Rojas Gómez

¿Quién no recuerda el crimen de esa muchacha de diecinueve años, que fue violada y estrangulada a la salida de la discoteca El Cuervo Rojo, en la avenida Las Condes, la madrugada del sábado, hace tres semanas?

Fue un caso muy comentado, en la televisión y en los periódicos, porque homicidios tan bestiales suelen ocurrir en los barrios populares, pero son escasos, si es que sucede alguno, en el sector oriente de Santiago, donde se domicilia la burguesía adinerada. Donde vivimos nosotros.

Yo no lo puedo olvidar. Conocí a esa niña, y aunque debo decir que no me simpatizaba, me estremecen las circunstancias de su muerte.

Ella era la compañera de mi hijo, mi único hijo.

No era la compañera que deseaba para él. No era el hijo que deseaba para mí. Pero era mi hijo. Y era su compañera.

Mi hijo. Rebelde desde pequeño. La primera manifestación de su rebeldía ocurrió cuando aún estaba en la cuna. Llegué del trabajo, me acerqué a verlo, como cada tarde, le sonreí, le hablé, le dije palabras de cariño que él no podía entender, pero rebasaban mi ser dichoso. Entonces estiró su bracito y me rasguñó el rostro, del pómulo a la boca, y sonrió. Todos lo celebraron. Mira como te hace cariño. Sí, dije, claro, me hace cariño. Pero no, era una agresión. Tenía las uñas largas, y se sentían. No me hicieron daño, es cierto. Lo que me dañó fue el sentirme agredido y ver su sonrisa de satisfacción. Ese gesto estaba muy lejos de ser una manifestación de cariño. Nadie lo vio así. Nadie podía verlo así. Ni siquiera yo. Yo solo podía sentirlo y sabía que no lo comentaría con nadie, nunca. Ni siquiera con mi mujer.

Yo no diré que mi mujer era una santa. Ese lugar común lo repiten sin pudicia tantos viudos que conozco. Mi mujer era una mujer. Fui feliz con ella y espero que haya sido feliz conmigo. La nuestra estuvo lejos de ser una historia apasionada, un amor loco, de esos que derriban barreras imposibles y alimentan las teleseries. Nada de eso. Fue, más bien, una relación cerebral. Ella era hermana de un compañero mío de universidad. Estábamos terminando la carrera. En aquel entonces los ingenieros comerciales nos considerábamos los profesionales mejor cotizados. Era el tiempo en que el dinero comenzó a desplazar a los antiguos valores que habían cimentado la sociedad. Yo fui un alumno destacado. Ella, una chica hermosa, de temperamento artístico. Le interesaban asuntos etéreos: la pintura, la poesía, la música. Sería para mí una excelente compañera. Me vestiría con un ropaje que me allanaría el camino al éxito. Me haría feliz. Y yo la haría feliz. Le entregaría los recursos para que pudiera realizarse en la vida que soñaba. Dicho así, puede parecer grotesco, incluso vulgar. Pero no lo era. Cuando nos encontrábamos, se nos iluminaba el día. Es cierto que no enloquecíamos el uno por el otro, que calculábamos, ella y yo, como sería el futuro si nos uníamos. Pero yo pregunto: ¿no se armaban por conveniencia los matrimonios en el pasado? ¿No siguen armándose así hoy en día, en otras culturas, y también en la nuestra, sobre todo en las capas más elevadas de la sociedad de la riqueza?

Nosotros no éramos ricos entonces, pertenecíamos a la clase media acomodada en el momento de nuestra unión. Pero alcanzar la riqueza era una meta deseable. Era la meta que se imponía. Así como años antes, en tiempos de nuestros padres, importaba ser solidario, ahora lo que importaba era acumular dinero. Si antes fue trascendente ayudar al vecino, ahora lo es eliminar al competidor.

De manera que nos casamos sabiendo muy bien lo que esperábamos el uno del otro, y lo que queríamos para nuestro futuro. Y en eso, estábamos en completo acuerdo. Queríamos un hijo que nos prolongara, que recogiera el bastón de la posta de nuestras expectativas y las llevara un punto más allá del que nosotros alcanzaríamos. Pero el hijo no llegaba.

Y aquel tropiezo, que pudo separarnos, nos unió a un punto que no podíamos vislumbrar. Lo que nos faltó en apasionado erotismo, nos sobró en anhelo de proyectarnos más allá de nosotros mismos. Y nos hizo encontrarnos, conocernos, amarnos de verdad. Si yo pudiera decir que mi matrimonio fue apenas un contrato cuando lo contraje, puedo asegurar que fue la más profunda prueba de amor a partir del momento en que mi mujer me confesó que, por fin, estaba embarazada.

Ella, como yo, adoraba a nuestro hijo, que tanto nos costó engendrar y proteger hasta darlo a luz. El hijo se transformó en nuestra razón de vivir. Pero no fue un niño fácil. En mí estaba siempre presente el episodio de la cuna. Pero en mi mujer, no. Y ella me decía ¿por qué nos cuesta tanto tranquilizarlo?, ¿por qué es tan difícil hacerlo dormir? Yo le cantaba canciones de cuna, las mismas que me habían cantado mi abuela y mi madre. Pero en él no surtían efecto. Me daba la impresión de que esperaba que los adultos nos durmiéramos antes que él. Y a veces lo conseguía.

Cuando fue al colegio inició la socialización con sus pares. Y demostró capacidad de liderazgo. Era un colegio pequeño. No había muchos alumnos. Entonces vivíamos en Ñuñoa, en un departamento de dos dormitorios, en un edificio de diez pisos cercano a la plaza comunal, construido recién, en el esquema de renovación de la ciudad. Correspondía a nuestra realidad: un matrimonio joven, de profesionales con expectativas de progreso a corto plazo. Fue una época satisfactoria. Nuestro hijo se distinguía y éramos felices. Tenía siete, ocho, diez años. Buen rendimiento escolar. Abundantes amigos que lo seguían, lo admiraban en cierta manera. Pero nunca nos hizo mucho caso a sus padres. Cuestionaba nuestras órdenes, especialmente las mías. No estaba dispuesto a aceptar lo que le dijéramos. Tenía que someterlo al tamiz de su propio discernimiento, que a esa edad es débil. A veces me miraba y sonreía y yo volvía a verlo en la cuna, rasguñándome la cara y disfrutando. Entonces me retiraba. Dejaba que su madre se entendiera con él.

Yo tenía mucho de qué preocuparme. Me iba bien. Surgía. Los ingresos aumentaban. Mi mujer era dichosa, participaba en grupos artísticos que se reunían incluso en nuestro departamento, a pesar de sus limitaciones de espacio. Cada tarde, mi regreso era una fiesta. Fuimos en aquellos años la pareja perfecta, el matrimonio ideal, la familia espejo en la que todas las demás podrían mirarse y admirarse.

Entonces nos mudamos a Las Condes. Un entorno selecto. Estábamos en el segmento de mayores ingresos y vivíamos como tales. Adquirimos una casa amplia, con jardín y piscina. Mi mujer manejaba su automóvil y yo el mío. Estábamos alcanzando nuestras metas y nos sentíamos plenos.

Matriculamos a nuestro hijo en la Alianza Francesa, queríamos que aprendiera otro idioma. Allí se encontró con chicos distintos a los que había liderado en Ñuñoa. Ya no era un repetidor de los valores que le inculcara la familia. Se enfrentó a otra realidad, junto a muchachos mayores, dueños de otras experiencias. Tenía que acomodarse.

Su madre y yo no lo supimos, porque continuaba obteniendo buenas calificaciones. Hasta que nos citó el Inspector General. Había una historia de drogas, bastante confusa, nada estaba muy claro; pero algunos alumnos aparecían involucrados, y entre esos, él. No es posible –dijo mi mujer- el niño ha sido educado en sanos principios morales y jamás participaría en algo semejante. Entonces el Inspector le dijo: Señora, el niño tiene numerosas anotaciones por mala conducta, que han sido enviadas a ustedes y devueltas con sus firmas.

¿Cómo?, mi mujer.
¿Cómo?, yo.

Y el Inspector General nos mostró las anotaciones que nos habían sido enviadas y aparecían firmadas por nosotros, algunas por ella, otras por mí. Mi mujer abrió la boca, pero antes de que saliera de ella sonido alguno, la hice callar. Me miró, angustiada. Esa mirada nunca se ha borrado de mi mente. En la tremenda desazón de esos ojos vislumbré, por primera vez, la inminencia de su partida. Después tuve otras advertencias, que no supe comprender. Ignoro si ella lo sabía, si procuraba prevenirme. Las recuerdo todas. No consigo apartarlas de mí. Pero esa primera mirada angustiosa, cuando acabábamos de enterarnos de que nuestro hijo era un desconocido que nos engañaba y se burlaba de nuestro cariño, pero al que pese a todo seguiríamos amando hasta el final, es un rasguño en mi alma, tan potente como el que recibí en la cuna lejana.

De lo que me alegro es de no haberle mencionado jamás a mi mujer la sensación que me embargó cuando vislumbré esa agresión temprana que todos los presentes entendieron como una muestra de cariño. Nunca recibí una muestra de cariño de mi hijo. Mi mujer, sí. En especial cuando era pequeño. Tenía dieciséis años cuando ella murió, y lo vi apenado. Yo también lo estaba y entendía que debíamos compartir nuestra pena. Pero él rechazó mis aproximaciones y mantuvo, a partir de entonces, una distancia que yo no conseguía entender.

A pesar de todo, continuó viviendo conmigo. Nunca habló de irse de la casa. Pero nuestra relación era difícil. Intenté en muchas ocasiones establecer un diálogo con él, pero no me escuchaba; era como hablarle a la pared. Yo te quiero, hijo –le decía- te quiero. Y él me contestaba Sí, me quieres. Eso lo tenía muy claro. Pero jamás se le ocurrió decirme Yo también te quiero. Nunca supe si alguna vez me quiso. Pero estoy cierto que siempre tuvo claro que iba a contar conmigo, sin condiciones, aun en las circunstancias más adversas, incluso terribles, como las de ahora.

Por eso yo no puedo olvidar a la muchacha asesinada a la salida de El Cuervo Rojo, tres semanas atrás. No me agradaba, lo he dicho. Pero era asidua de nuestra casa. Llegaba con mi hijo y se quedaba dos o tres días. Recibían a sus amistades, escuchaban música, una música estridente que mis oídos no soportaban, se embriagaban, fumaban, se drogaban. Se apoderaban de la casa y yo debía refugiarme en mi habitación, o salir a caminar, a sentarme en algún café y esperar que el tiempo pasara.

Hijo -le decía después, cuando el temporal había amainado-, ¿cómo es posible…? Nunca conseguí pasar de esa interrogación trunca. Nunca pude decirle que, con su capacidad intelectual, que había mostrado desde pequeño, podría ser un profesional exitoso, labrarse una vida cómoda, que necesitaba enrielarse, volver a los estudios, matricularse en la universidad, yo le financiaría lo que fuese necesario. Bueno, le financiaba su vida desperdiciada, sus vicios. Él trabajaba, es cierto, siempre trabajó. Pequeñas ocupaciones que le brindaban algún dinero, insuficiente en todo caso. Pero podía recurrir a la billetera del papá cada vez que lo necesitaba. Para eso, yo no le imponía condiciones. Intentaba entenderlo, me decía que alguna vez maduraría e iba a enrielarse en una vida sana y normal, como el ejemplo que siempre le brindamos sus padres. Pero daba la impresión que esa toma de conciencia estaba lejana, y que la vida que llevaba lo satisfacía a plenitud.

Lo que yo no fui capaz de imaginar es que, dentro de aquel torbellino de liviandades en que se movía, pudiese experimentar sentimientos profundos, como los de todos quienes vivimos sujetos a las reglas morales que rigen nuestra sociedad. No fui capaz de entender que, para mi hijo, aquella muchacha pudiera tener mayor importancia que la de una compañera intercambiable para proporcionarle momentos de placer y agrado. ¿Cómo iba a imaginar que la amaba? ¿Que la amaba de verdad, como yo nunca amé a su madre, a tal punto que para él la vida sin ella carecía de sentido? Yo esperaba, por supuesto, que mi hijo se enamorara y se casara y me diera nietos, que tuviera una vida próspera y satisfactoria. Pero pensaba que eso no podría ser mientras se mantuviera prisionero del vicio. Yo esperaba que alguna vez encontrara el sendero de la virtud.

Pero no lo encontró.

Y un buen día, la muchacha se alejó. No volvió a aparecer por la casa. Y mi hijo se sumió en profunda depresión. Pasaba días enteros encerrado en su habitación. Bebía, solo. Lo escuchaba maldecir, despotricar, llorar. Procuré hablarle. Y para mi sorpresa, por primera vez me respondió. No estaba sobrio, pero en su discurso enrevesado pude entender que ella lo había abandonado y él no lo podía soportar. Mía o de nadie, decía, mía o de ninguno. Y lo repetía majaderamente, como si fuera la única idea que cupiera en su cerebro magullado.

Un par de días después, la madrugada de aquel sábado aciago, la muchacha fue vejada y asesinada de la peor manera. Mi hijo no estaba en casa. No regresó hasta cuatro días más. Estaba deshecho. Ni en sus peores momentos lo había visto así. Contrariamente a su costumbre, buscó mi compañía. Se sentó a mi lado, necesitaba hablar, por primera vez necesitaba hablar con su padre. Y su padre, en esa instancia, estaba peor que él, más perdido, sin saber qué pensar, sin entender el dolor que lo lancinaba.

-Murió, ¿te enteraste?, él.
-Me enteré, yo.
-¿Y supiste cómo murió?
-Supe, los diarios y la tele lo dijeron todo.

Entonces rompió a llorar y lo abracé, y por primera vez tuve a mi hijo desconsolado entre mis brazos. Ahora yo debía entregarle consuelo. Pero yo estaba más desconsolado que él. De manera que lloramos juntos. Mucho rato. Mucho rato, sin decirnos nada. Después, nos miramos, y entre la bruma de nuestras lágrimas, lo vi destrozado. No sé cómo me habrá visto, pero seguramente no como necesitaba. Porque inició un monólogo disperso, incoherente, del que pude rescatar que fue una tontería la muerte de la muchacha, que él la quería tanto y estaba seguro de que ella también lo quería, que eran felices cuando estaban juntos, que la vida para ambos iba a ser muy bella. ¿Y por qué, entonces, por qué…? ¿Por qué había huido de su lado? Si ella sabía… ¿Qué había pasado por su mente? ¿Y qué había pasado por la mente de él? No lo sabía, no podía explicárselo. Pero la chica… Y volvía el llanto, y la desesperación, los puñetazos a las paredes, los alaridos. Y yo lo miraba, lo veía… no diré cómo lo veía, nunca pude imaginar que llegaría a verlo así. A mi hijo… Hijo mío. ¡Hijo mío!

De pronto, cayó en un extraño sopor. Se desplomó sobre el sofá en el que habíamos llorado abrazados. Balbuceó algunas palabras que no entendí, no quise entender. Y se quedó dormido. No sé cuántas horas habría pasado sin dormir. No sé qué porquerías habría fumado y bebido, o inhalado, o se habría inyectado. Yo no quería saber. No quería… Así que hice lo que tenía que hacer. Y salí.

Caminé y caminé sin saber adónde ni para qué. Tenía escasa, o ninguna, conciencia de mí mismo, de lo que pasaba por mi mente, por todo mi ser. Cuando regresé, ignoro cuántas horas después, ignoro si ese mismo día o al siguiente, lo encontré colgado de una viga de la sala, junto al sofá de nuestra primera y última conversación entre padre e hijo.

Vinieron los policías. Les dije lo mismo que he borroneado en estas páginas.

Desde ese instante yo quedaba solo en el mundo. Y he permanecido, sonámbulo, por casi dos semanas. Sufriendo de una manera que nunca imaginé se pudiera sufrir. Había vivido cincuenta y ocho años. Había sido un buen hombre. Había amado a una mujer. Habíamos engendrado un hijo. Nos esforzamos por darle todo cuanto requería, en especial un ejemplo de vida. Ahora mi mujer estaba muerta desde seis años atrás. Mi hijo estaba muerto desde hacía unos cuantos días. Yo me preguntaba si mi vida había valido la pena. Me preguntaba qué había hecho mal, en qué fallé. En qué falló mi hijo y por qué. Han transcurrido unos días vacíos, grises, sin sentido. Con muchas preguntas y ninguna respuesta.

Hasta este mediodía.

Mientras me preparaba un plato de sopa, casi mi único alimento desde entonces, escuché en las noticias de la tele que la policía acababa de detener al homicida de la chica bestialmente ultimada a la salida de El Cuervo Rojo, la madrugada del sábado, tres semanas atrás. Corrí a mirar la pantalla y me encontré con la imagen de ella, riendo feliz al lado de mi hijo, que reía también, igual de feliz. Fue una visión fugaz. La reemplazó la de un tipo treintón al que conducían, cogido de los brazos, dos policías a los que zarandeaba demostrando una fuerza singular; tenía el rostro congestionado, como si hubiese sido maquillado para representar la imagen del odio. Ese era el asesino, el que había matado al amor del hijo mío.

Entonces, mi hijo…

Entonces eso quería decir que mi hijo no…

Me senté en el sofá de nuestra charla. Procuré sentirlo a mi lado. Pero no estaba. No conseguí percibir su presencia, ni su indiferencia que se prolongó veintidós años, ni sus agresiones que comenzaron en la cuna, ni su dolor que me demostró en la única embriagada y confusa conversación que sostuvimos. Yo estaba definitivamente solo. Y ahora tenía respuesta a la pregunta que me venía formulando: ¿en qué me equivoqué?, ¿qué hice mal?

Pues ahora lo sabía.

He vuelto a tender la soga por la viga de la sala. Si alguien lee estas líneas, sabrá por qué.